Lucio
Poncio Pilatos a Claudio Tiberio César, salud.
De
acuerdo con tus instrucciones te comento en este escrito la situación que he encontrado
en Judea, la cual, como verás, resulta tan preocupante como creías. De
acuerdo con tus instrucciones he tratado de establecer con los judíos un
tratamiento similar al que reciben los ciudadanos de las naciones sometidas a
nuestro Imperio. Desgraciadamente he podido constatar que ello no resulta
posible por el momento.
Al
poco tiempo de mi llegada, mandé introducir en Jerusalén, con todas las
precauciones, en secreto y de noche, el estandarte de la legión con el
busto del emperador, para que figure en esta ciudad,
al igual que ocurre en todas las ciudades del Imperio. No puedes imaginar,
César, la magnitud de la reacción del pueblo judío ante un hecho tan simple. Al
día siguiente una nutrida expedición de los principales de los judíos vino a
verme a Cesárea, exigiéndome su pronta retirada. Durante cinco días y noches
permanecieron postrados en espera de mi respuesta. Dispuesto a terminar esta
enojosa situación, acabé amenazándolos de muerte en caso de no recibir la
imagen del César y ordené a los soldados desenfundar el efecto sus espadas. Su
respuesta no se hizo esperar: “Estamos dispuestos a ser inmolados como ovejas
antes de transgredir la Ley”, dijeron desnudando sus gargantas en forma
desafiante. No deseando proceder a una masacre que hubiera impedido el
cumplimiento de tu deseo de restablecer la paz en Judea, me vi obligado a
retirar el estandarte de la legión con el busto del emperador de Jerusalén.
Poco
tiempo después ocurrió otro episodio que confirma claramente que los judíos no
aceptan ser tratados como las otras naciones ni en asuntos religiosos ni en
temas de tributos. Paso a relatarlo.
Deseando
aprovisionar de agua adecuadamente la ciudad de Jerusalén, decidí construir
acueductos para traer agua de manantiales alejados cuatrocientos estadios. Para
financiar estas obras, acudí a los tributos que los judíos versan a su Templo y
que ellos llaman Corbán, pensando que el Templo sería el principal beneficiado
de estas obras, pues las mismas permitirán un mayor flujo de judíos de otras
regiones durante sus fiestas religiosas, puesto que este flujo de gentes aporta
grandes riquezas al Templo y a la ciudad.
Nuevamente,
la indignación de los principales de los judíos fue muy grande, pero esta vez
no nos tomó por sorpresa.
Instigados
por sus dirigentes, muchos de ellos se alzaron en protesta contra nosotros en
las calles de Jerusalén, amenazando con atacar la torre pegada al Templo
construida por Marco Antonio que servía de cuartel a las tropas. Deseando nuevamente evitar una confrontación directa
entre los judíos y
nuestros soldados, adopté una estratagema para reprimir la
sedición sin involucrar nuestro ejército. Para ello acudí a armar a un grupo de
opositores a las castas religiosas que controlan el Templo. Estos opositores
reciben diversos nombres, pero los más comunes de ellos son probablemente los
de zelotes o celosos de la Ley. Es difícil imaginar, César, el odio que existe
entre estas facciones, de forma que la represión a la sedición fue mucho más
violenta que si la hubieran efectuado nuestros soldados. Muchos de los
sediciosos, tomados por sorpresa, murieron y otros se retiraron cubiertos de
heridas.
Esto
es para explicarte que la pacificación de este país no va a resultar nada
fácil. Desde mi llegada he tratado de hacerles entender que los privilegios que
el gran Julio y el divino Augusto les acordaron en el pasado en recompensa de
los muchos servicios brindados al Imperio por Herodes y por su padre,
Antipater, no hacen sino granjearles la enemistad de las otras naciones y el
resentimiento que los judíos sufren por parte de los ciudadanos de los otros
pueblos en que habitan. Es normal que los ciudadanos de Antioquia, Alejandría o
Cirene no vean con buenos ojos como ellos deben prestar su servicio militar,
adorar los pendones de nuestras legiones, participar en los sacrificios
rituales establecidos por nuestra religión o pagar tributos al Imperio,
mientras que a los residentes judíos de esas mismas ciudades se les exime de
estas y otras obligaciones, con la excusa de que su religión nacional les
prohíbe cumplir con ellas.
Nadie
puede entender porque otros pueblos han aceptado que nuestros dioses sean
adorados junto con los suyos, mientras que los judíos no lo hacen. Me han
relatado al respecto que la guerra que los llamados Macabeos emprendieron
contra Antioco Epifanes y que les llevó a la independencia hace 170 años, se
debió precisamente a que este rey trató de imponer en el Templo una estatua de
Zeus. Como verás, César, debemos ser por tanto muy precavidos si no queremos
provocar una nueva guerra con este pueblo que tan poco tratable se muestra en
temas religiosos.
Es posible que el resentimiento
que los judíos muestran hacia nosotros, según se desprende de los hechos antes
relatados, tenga también su causa en su odio a la dinastía herodiana reinante,
sobre cuyos miembros más importantes y los reproches que les hacen los judíos
te escribiré próximamente.
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