Nacido en 95 a.C, Marco Porcio Catón «el joven» era
llamado así precisamente por lo mucho que recordaba su carácter al de su
bisabuelo, Catón «el viejo», un «hombre nuevo» considerado incorruptible,
austero, patriota y defensor de recuperar las tradiciones de Roma más antiguas.
Ambos, no en vano, han pasado a la historia como personajes severos y
antipáticos que se opusieron a dos figuras de gran popularidad en su época
–Julio César contra el joven y Cornelio Escipión contra el viejo–. Así, fue durante
la campaña de África cuando comenzó su enemistad con Escipión «el Africano», el
gran héroe en la guerra contra las huestes cartaginesas de Aníbal. Catón
reprochaba al general «la inmensa cantidad de dinero que gastaba y lo
puerilmente que perdía el tiempo en las palestras y los teatros», a lo que el
Africano solía responderle «que contara las victorias, y no el dinero».
Lo cierto es que Catón «el viejo» odiaba sobre todo a
Escipión por su afición al teatro, de origen griego, y por sus simpatías por las
costumbres helenísticas, que consideraba depravadas y nocivas. Estimaba la
higiene personal y la costumbre de afeitarse como una forma de afeminamiento, y
por ello quiso poner de moda las túnicas de lana raídas y las barbas
descuidadas. En el año 155 a.C, no obstante, hizo que expulsaran de Roma a los
embajadores de Atenas por la mala influencia que ejercían en la vida romana y
abanderó una campaña contra otra potencia extranjera, Cartago, a la que instaba
una y otra vez a borrar del mapa con su famosa coletilla: «Ceterum censeo
Carthaginem esse delendam» («Además opino que Carthago debe ser destruida»).
Sin embargo, Catón «el viejo» no alcanzó a ver como se destruía Cartago, donde
el ejército romano sembró sal en sus cultivos para que nada volviera a crecer,
ni tampoco vivió como la falta de un enemigo exterior fuerte provocó que las
luchas internas en la República condujeran al colapso del sistema.
Un siglo después, en plena crisis de la República, la
figura de patriota Catón «el viejo» se recordaba todavía con nostalgia, sobre
todo en su familia, donde su bisnieto se propuso emularlo. La leyenda de la
terquedad de Marco Porcio Catón «el joven» vio su génesis cuando se destacó
como un niño inquisitivo, aunque lento a la hora de dejarse persuadir por los
demás. Según el historiador clásico Plutarco, durante una visita de Quinto
Popedio Silo –defensor de la concesión de la ciudadanía romana a los pueblos de
Italia– a la casa donde se criaba Catón, el político romano reclamó en tono de
chanza apoyo para su causa a los niños que jugaban indiferentes alrededor de la
conversación. Todos rieron, salvo Catón, que miró fijamente al huésped y se
negó a responder. Popedio Silo tomó a Catón, siguiendo la broma, y le colgó
sujeto de los pies por la ventana, sin que pudiera aún así arrancar en el niño
el más mínimo signo temor.
CATÓN VS. JULIO CÉSAR, DOS FORMAS DE VER ROMA
En torno al año 65 a.C, Catón el «joven» inició su
carrera política en el cargo de cuestor, un tipo de magistrado de la Antigua
Roma, y lo hizo con la severidad que se esperaba de alguien cuyo nombre sigue
siendo hoy sinónimo de rectitud. Según el actual diccionario de la Real
Academia Española, Catón significa «censor severo», en referencia «al estadista
romano célebre por la austeridad de sus costumbres». El joven romano empleó por
bandera la persecución de antiguos cargos públicos que se habían apropiado de
fondos públicos, indiferentemente de que muchos de ellos pertenecieran al
partido del dictador Cornelio Sila con el que le unían vínculos políticos.
Durante el año en el que ejerció como cuestor, Catón
sorprendió a todos por el rigor con el que se tomó su responsabilidad, cuando
en realidad la mayoría de romanos consideraban su paso por este cargo como un
mero trámite, logrando recuperar una gran parte del dinero robado a las arcas
públicas en los tiempos de las proscripciones de Sila. Su fama de hombre recto
fue en aumento con los años. No obstante, en esa eterna carrera por llamar la
atención pública que era la política romana, se vio destinado a enfrentarse a
Julio César –de su misma generación, y también participante en algunos de estos
procesos judiciales– que representaba con su personalidad extravagante y
llamativa la antítesis de Catón. Frente a la vida llena de lujos y vestimentas
llamativas de César, Catón no se preocupaba lo más mínimo por su apariencia,
hasta el extremo de que era habitual verle recorrer descalzo las calles de
Roma, y jamás se desplazaba en carruaje o en caballo. Algo parecido ocurría en
el plano sexual, mientras Julio César se elevaba como uno de los mayores
mujeriegos de Roma, con numerosas relaciones extramatrimoniales en su haber, el
descendiente del hombre más severo de la República nunca mantuvo ninguna
relación sexual antes de casarse y, más adelante, se divorció por una
infidelidad de su mujer.
Mientras Cayo Julio César se aliaba con Cneo Pompeyo
y con Licinio Craso para formar lo que hoy los historiadores denominan como
Primer Triunvirato –pese a que no fue más que un pacto privado sin forma política–,
Catón «el joven» se elevó como el principal opositor al sistema establecido.
Durante el juicio político a Lucio Sergio Catilina y sus seguidores, quienes
habían intentado un golpe contra la República en el año 63 a.C, Julio César
encabezó la defensa de los conspiradores en un brillante duelo dialéctico con
Catón, que, a través de un estilo severo e implacable, argumentó que el único
castigo posible era la pena de muerte. Tras una votación abrumadora a favor de
la postura de Catón, los conspiradores fueron condenados a muerte. Sin que
afectara a su prestigio, César había perdido el pulso dialéctico, pero
demostrando que no era precisamente un torpe en el terreno de las palabras ni
en el de la conquista.
La enemistad con César traspasó la esfera política a
raíz de la prolongada relación que la hermanastra de Catón, Servilia, inició
con el famoso general romano. Mientras Catón y César debatían en el Senado
sobre el futuro de los participantes en la conspiración de Catilina, un
mensajero entró sin hacer ruido en la sala para entregar una nota al famoso
general romano. Catón aprovechó la ocasión para acusar a César de estar en
comunicación secreta con los conspiradores y exigió que se leyera en alto el
contenido de la nota. Para humillación de Catón, se trataba de una carta de
amor de Servilia. «¡Ten, borracho!», exclamó Catón al devolverle con desprecio
la carta, lo cual resultaba irónico en tanto el rígido patricio bebía mucho,
mientras que César era conocido por su abstinencia.
La relación con la hermanastra de Catón, de hecho,
fue la que más se prolongó en el tiempo de todas las aventuras de César. «Amó
como a ninguna a Servilia», afirma el historiador Suetonio sobre una relación
que los años demostraron de alto voltaje. Así, el hijo de Servilia, también llamado
Marco Junio Bruto, fue el famoso senador que dio una de las últimas y más
dolorosas puñaladas a Julio César el día del magnicidio en el Senado.
ANTES MUERTO QUE ACEPTAR CLEMENCIA
Para cuando su sobrino Junio Bruto apuñaló a César,
Catón llevaba muerto muchos años como consecuencia de haber tomado partido
contra él en la guerra civil de 49 a. C. Durante años, el estoico senador fue
la punta de lanza contra el Triunvirato, poniéndose a la cabeza de la facción
de los optimates, pero a la ruptura de esta alianza a raíz de la sorprendente
muerte de Licinio Craso en una campaña contra los partos, Catón concentró los
ataques exclusivamente hacia Julio César, que por esos años se había elevado
como el más destacado general de Roma con su intervención en la Guerra de la
Galia. Finalmente, Catón y Pompeyo terminaron aliándose para conseguir declarar
ilegal el mando de César y exigir que regresara a la capital para ser juzgado.
De este modo, César regresó por fin en el año 49 a. C. acompañado de su
decimotercera legión, pero no lo hizo ni mucho menos con la intención de
entregar su mando.
Pese a que Pompeyoo alardeó de que solo haría falta
que diera una patada en el suelo para que brotaran legiones por toda Italia y
se unieran a su causa, lo cierto es que las recientes victorias de Julio César
en las Galias habían alterado las simpatías del pueblo. Cuando el bando de los
optimates se vio obligado a huir de Roma sin ni siquiera presentar batalla a
César, varios senadores se permitieron la chanza de comentar que quizás había
llegado la hora de que Pompeyo pateara el suelo. La guerra contra Julio César
alcanzó demasiado mayor a Pompeyo, que efectivamente consiguió reunir un
ejército en su querida Grecia pero no fue capaz de ganarle el duelo militar al
genio emergente.
Tras la batalla de Farsalia el 9 de agosto del 48 a.
C, Pompeyo y el resto de conservadores se vieron obligados a huir sin rumbo
para salvar sus vidas. Catón y Metelo Escipión lograron escapar a África para
continuar con la resistencia desde Útica, donde contaban con el apoyo del rey
númida Juba. Pese a estar en inferioridad numérica, Julio César salió vencedor
en la batalla de Tapso, donde cerca de 10.000 soldados pompeyanos fueron
masacrados cuando intentaban rendirse, lo cual ha sido interpretado tradicionalmente
como que las tropas cesarias quisieron evitar una nueva exhibición de la famosa
clemencia del general romana. Debieron pensar que a esas alturas la clemencia
solo podía alargar el conflicto. Metelo Escipión fue de los pocos que pudo huir
a través del mar, aunque decidió suicidarse cuando fue interceptado por un
escuadrón cesariano.
Por su parte, Catón no participó en la batalla de
Tapso, puesto que su papel en la guerra se limitó a la tarea secundaria de
defender la ciudad de Útica, pero tuvo rápidamente noticias del desastre. El
senador, que se había negado a afeitarse y a cortarse el pelo desde que había
comenzado la guerra, se retiró a sus aposentos a leer el libro «Fedón», una
obra filosófica sobre la inmortalidad del alma escrita por el griego Platón, y
sin abandonar la lectura se clavó su espada en el estómago. Para ruina de la
teatralidad, Catón «el joven» sobrevivió a la grave herida. En contra de su
voluntad, un médico le limpió y vendó a tiempo. Sin embargo, en cuanto
volvieron a dejarle solo se abrió las vendas y los puntos y empezó a arrancarse
las entrañas con sus propias manos. Murió a los 48 años sin conceder a Julio
César la ocasión de que éste le ofreciera su famosa clemencia. En este sentido,
cuando César conoció la noticia del suicido de Catón exclamó con ironía:
«Catón, a regañadientes acepto tu muerte, como a regañadientes hubieras
aceptado que te concediera la vida».
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