El ejército de Catilina se detuvo bruscamente y sus
componentes alzaron las miradas para ver la oleada reluciente que se
precipitaba hacia ellos y sus filas se agitaron, aunque no se rompieron. Eran
millares de hombres valientes, que habían conocido muchas veces antes el
combate y que se sabían mandados por valientes. Hasta la vil gentuza de Roma
que formaba una parte de aquel ejército y era la peor equipada, sentía la
tremenda excitación que se siente al ver aproximarse el combate y la muerte.
Apretaron sus filas y corrieron para salir al encuentro del ejército romano,
yendo al frente de ellos Catilina montado en su caballo negro, al que había
espoleado furiosamente. Como si la propia naturaleza quisiera participar en el
combate, el sol pareció agrandarse y volverse insoportablemente brillante y
hacer que las colinas nevadas semejaran de fuego blanco, mientras que el
negruzco riachuelo tronaba y golpeaba sus heladas riberas.
El choque de los dos ejércitos fue terrible y su estruendo
fue devuelto por el eco de las montañas, mientras que la tierra temblaba. Los
caballos se precipitaban contra otros caballos, los hombres contra otros
hombres, Catilina no contaba con carros de guerra y los carros romanos giraron,
se revolvieron y traquetearon en medio de las filas enemigas. El sol lanzó
destellos en las espadas que entrechocaban, en el remolino de lanzas. Los
hombres caían de las sillas de montar manchando la nieve de sangre.
Los caballos se retorcían en su agonía. Las armas chocaban
contra los escudos. Rostros horribles miraban por debajo de los cascos y por
todas partes se oían gritos y gemidos, el roce de ruedas, la rotura de ejes,
los golpes sordos de cuerpos con armaduras que entrechocaban. Lo que había sido
una llanura tranquila y pacífica, cruzada por un río, era ahora el sangriento
escenario de una matanza bajo un pálido sol indiferente. De las colinas venía
el eco de mil estruendos diferentes, como si ejércitos invisibles del Hades
hubieran acudido para participar en la batalla.
Ahora no había más que una enorme y llameante confusión en
la que se mezclaban los estandartes, mientras entrechocaban las espadas y
golpeaban las lanzas y los escudos eran elevados sobre la masa de los atacantes
y los atacados. Quinto no se encontró más que con hombres que le desafiaban y
fue acabando con ellos uno a uno, derribándolos de sus caballos o inclinándose
para atacar a los que iban a pie. A pesar de que el día era muy frío, el sudor
le corría por la cara.
Se sujetaba al caballo con las rodillas apretadas, de modo
que pudiera tener ambas manos libres y lograba maniobrar a su caballo con
fuertes movimientos de presión de aquéllas. Los dientes le brillaban bajo
aquella luz feroz, mientras jadeaba y respiraba entrecortadamente. Perdió toda
noción de tiempo, de muerte o de sonidos. Y conforme los hombres se enfrentaban
a él, uno a uno los iba matando.
El encuentro fue relativamente corto. Los hombres de
Catilina lucharon como leones, incluso aquellos individuos considerados como
«gentuza», porque nadie esperaba dar ni recibir cuartel ni hacer prisioneros.
La Muerte sería la única victoriosa. Los romanos luchaban concienzudos y con
mayor tenacidad, sintiendo un enorme desprecio contra el enemigo con el que se
enfrentaban. Lo que más aborrecían en un hombre es que fuera traidor, porque
ante todo eran soldados y los soldados aman a su país. Millares de enemigos
eran etruscos, a los que los romanos no consideraban como itálicos. Los romanos
tenían una nación que defender; pero incluso los más valientes de entre sus
enemigos no tenían otra cosa que defender más que a sí mismos.
Quinto no hacía más que clavar su espada en carne, desclavar
y volver a clavar, hasta que la sangre le empezó a correr por el brazo y le
salpicó la armadura, túnica, polainas y botas. Su caballo estaba herido; pero
se portó igualmente con valentía. Tenía una profunda herida en un muslo y la
cara le sangraba; pero no sentía otra cosa más que el ansia de la batalla.
Quinto maniobraba con él, haciéndole saltar y abrirse camino a través de la
muralla de cuerpos que se le oponía. Su brazo jamás se cansaba. También sus
camaradas se mostraron muy valerosos, apresurándose en torno suyo, palpitando,
gimiendo, gritando, maldiciendo y jadeando.
Oficiales y soldados
se mezclaban juntos en una falange de hierro que hacía retroceder
implacablemente al ejército de Catilina, centenares de cuyos hombres cayeron en
el río, ahogándose e interceptando la corriente con sus cadáveres. Las
trompetas resonaron repetidamente con su estruendo metálico; los tambores
redoblaron ordenando nuevas cargas de la caballería o la reagrupación de las
fuerzas. Y los carros de guerra de los romanos, yendo en formación, pasaban
aplastando una y otra vez, chapoteando en la nieve mezclada con sangre.
De repente, el encuentro terminó tan rápidamente como había
comenzado. Jadeante y mirando en torno suyo, Quinto se puso a buscar a Petreyo,
sin que lograra verle. Ante él había un montón de cadáveres y de cuerpos que
yacían agonizantes, piernas contra brazos, caras contra pies. Los romanos, que
en su furiosa persecución se habían dispersado, se dirigieron al centro para
congregarse de nuevo y matar a los últimos enemigos que quedaban y que trataban
de escapar.
En ambos bandos la
carnicería había sido terrible y los romanos se apeaban de sus caballos para
abrazar y consolar a sus carneradas agonizantes o para arrodillarse en la nieve
empapada de sangre, para llorar a algún hermano o alzar alguna visera. Los
carros de guerra chirriaron al hacer alto. Entre la confusión se alzaba el
humeante aliento de miles de caballos, que permanecían temblando y con las
cabezas gachas. Las colinas iluminadas por el sol contemplaron implacables la
carnicería y ellas mismas se coronaron de fuego.
Quinto se dio de repente cuenta de que estaba muy cansado.
Los oficiales se acercaron a él montados en sus caballos, para hablarle; pero
él sólo pudo afirmar o negar con la cabeza, porque le parecía como si se
hubiera vuelto sordo. Se apartó un poco de ellos, para enjugarse su rostro
sudoroso y para llevarse la mano a una herida. Fue entonces cuando vio a
Catilina tirado en el suelo, rodeado de un círculo de cadáveres de los suyos,
en un charco de su propia sangre.
Quinto, temblando como si tuviera fiebre, se apeó lentamente
de su caballo y con paso torpe se dirigió hacia el caído, cuya mano aún se
aferraba a la espada. El casco se había caído de su noble cabeza y un soplo de
brisa agitó su negra cabellera ya algo canosa.
El rostro de Catilina
tenía la palidez de la muerte; aquel mismo rostro que habla seducido a Fabia y
a tantas otras mujeres en el curso de su vida y que había despertado la
admiración de tantos hombres que le siguieron hasta este violento final con su
trascendental cita con la muerte. Sus ojos, aquellos ojos azules que habían
aterrorizado y fascinado a tantos, miraban ahora al cielo sin ver. Quinto cayó
de rodillas al lado de su caído enemigo y se lo quedó mirando atónito y en
silencio se enjugó el sudor de sus ojos con el dorso de su mano manchada de
sangre.
Uno de los enemigos más temibles que Roma había conocido
yacía allí de espaldas y miraba al sol, destruido al final por la locura, el
odio, la ambición y la codicia, caído al final por su propia voluntad. Quinto
se inclinó sobre él y su aliento formó una nubecilla ante su cara. Lo apartó en
silencio con un gesto de la mano, como si fuera un intruso y no su propia
respiración. De pronto tuvo un sobresalto y se estremeció, porque los ojos de
Catilina que parecían contemplar el sol, se habían vuelto para mirarle. Aquel
azul intenso se estaba poniendo descolorido, como si se estuviera helando; pero
aquella alma salvaje aún luchaba con ímpetu para ver detrás del velo que la
muerte estaba dejando caer sobre sus ojos.
Los párpados se cerraron sobre los ojos glaucos, el
moribundo se estremeció convulso y su cuerpo se estiró y se puso rígido
mientras su espalda se arqueaba. Entonces, con un sordo crujido, el cuerpo
revestido de armadura se desplomó en el suelo y allá se quedó quieto, como
encogido y consumido y el alma que lo había animado lo abandonó, dejándolo al
final en paz. La espada se le escapó de entre los dedos; aquella espada corta
romana que él había llevado con honor y deshonor.
Se quedó mirando a la mano yerta que aún no había soltado y
vio que algo brillaba en un dedo. Era el anillo en forma de serpientes de
aquella temible sociedad secreta. Quinto retrocedió. Y luego, con un esfuerzo
de voluntad, quitó aquel anillo del dedo y se lo metió en su bolsillo,
incorporándose penosamente y mirando en torno suyo como aturdido, costándole
permanecer de pie. Vio un estandarte romano tirado en el suelo, estaba empapado
de sangre, manchado y desgarrado. Con un esfuerzo sobrehumano se dirigió hacia
él, lo levantó del suelo y le pareció que estaba levantando hierro y no tela.
Lo alzó todo lo alto que pudo y andando torpemente regresó donde estaba
Catilina, cubriendo su majestuoso cuerpo con él, para ocultarlo a la vista y al
desprecio de los cielos, las burlas de los hombres y la amarga intemperie.
Porque al final, Catilina no había muerto sin gloria.
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