En
oposición a los romanos de hoy, que todo lo hacen en broma, los de la
antigüedad lo hacían todo en serio. Especialmente cuando se metían en la cabeza
destruir a un enemigo, no sólo le hacían la guerra, aun a costa de emplear
ejército tras ejército y dinero sobre dinero, sino que después se le metían en
casa y no dejaban piedra sobre piedra.
Un
trato particularmente severo les reservaban a los etruscos, cuando, después de
haber soportado muchas humillaciones, sintiéronse lo bastante fuertes para
poder desafiarles. Fue una lucha prolongada y sin exclusión de golpes, pero al
vencido no le dejaron ni ojos para llorar. Rara vez se ha visto en la Historia
desaparecer a un pueblo de la faz de la Tierra y a otro borrar todas sus
huellas con tan obstinada ferocidad. Y a esto se debe el hecho que de toda la
civilización etrusca no haya quedado casi nada. Sólo se han conservado algunas
obras de arte y unos miles de inscripciones, de las que solamente pocas palabras
han sido descifradas.
Sobre
esos escasísimos elementos, cada cual ha reconstruido aquel mundo a su manera.
Entretanto,
nadie sabe con precisión de dónde procedía aquel pueblo. A juzgar como ellos
mismos se representaron en los bronces y las vasijas de barro cocido, parece
que eran más rollizos y corpulentos que los villanoveses y de rasgos que
recuerdan a la gente del Asia Menor. En efecto, muchos sostienen que llegaron,
por mar, de aquellas comarcas; y eso lo confirmaría el hecho de que fueron los
primeros, entre los habitantes de Italia, que poseyeron una flota. No cabe duda
de que fueron ellos quienes dieron el nombre de Tirreno, que quiere decir
precisamente «etrusco», al mar que baña la costa de la Toscana. Tal vez
llegaran en masa y sometieron a la población indígena, tal vez desembarcaron en
corto número y se limitaron a someterla con sus armas más eficaces y su técnica
más desarrollada.
Que
su civilización era superior a la villanovesa lo demuestren los cráneos que han
sido hallados en las tumbas y que muestran trabajos de prótesis dental bastante
logrados. En la vida de los pueblos, los dientes son un signo de gran
importancia. Se deterioran con el desarrollo del progreso que hace más
imperiosa la necesidad de cuidados perfeccionados. Los etruscos conocían ya el
«puente» para reforzar los molares y los metales que se necesitaban para
fabricarlos. En efecto, sabían lograr no sólo el hierro que fueron a buscar y
encontraron, en la isla de Elba, y que transformaron de bruto en acero, sino
también el cobre, el estaño y el ámbar.
Las
ciudades que inmediatamente se pusieron a construir en el interior, Tarquinia,
Arezzo, Perusa, Veyes, eran mucho más modernas que los poblados fundados por
los latinos, los sabinos y otras poblaciones villanovesas. Todas tenían
bastiones de defensa, calles, y sobre todo, los albañales. Seguían, en suma, un
«plan urbanístico», como se diría hoy, confiando a la competencia de
ingenieros, que eran buenísimos para aquel tiempo, lo que los demás dejaban al
acaso y al capricho de los individuos. Sabían organizarse para trabajos
colectivos, de utilidad general, y lo demuestran los canales con los que
avenaron aquellas comarcas infestadas por la malaria. Más, sobre todo, eran
formidables mercaderes, apegados al dinero y dispuestos a cualquier sacrificio
por multiplicarlo.
Los romanos ignoraban aún lo que había detrás del Soracte,
montículo poco distante de su ciudad, cuando ya los etruscos habían llegado al
Piamonte, Lombardía y Véneto, cruzado a pie los Alpes y, remontando el Ródano y
el Rin, llevado sus productos a los mercados franceses, suizos y alemanes para
cambiarlos con los de la localidad. Fueron ellos quienes llevaron a Italia la
moneda como medio de cambio, que los romanos copiaron después; es ello tan
cierto que dejaron grabada en ella la proa de una nave antes de haber
construido jamás ninguna.
ESPEJO ETRUSCO |
Era
gente jovial, que se tomaba la vida por el lado más agradable, y por esto al
final perdieron la guerra contra los melancólicos romanos que se la tomaban por
el lado más austero. Las escenas reproducidas en sus vasijas y sepulcros nos
muestran a hombres bien vestidos con aquella toga que después los romanos
copiaron haciendo de ella su traje nacional, de luengos cabellos y barbas
ensortijadas, muchas alhajas en el cuello, en los dedos, y siempre dedicados a
beber, a comer y a conversar, cuando no practicaban alguno de sus ejercicios
deportivos.
Éstos
consistían sobre todo en el boxeo, el lanzamiento del disco y la jabalina, la
lucha y en otras dos manifestaciones que nosotros creemos, erróneamente,
exquisitamente modernas y extranjeras: el polo y el toreo. Naturalmente, las
reglas de aquellos juegos eran distintas a las que hoy se usan. Mas, sin duda,
entonces, el espectáculo de la lucha entre el toro y el hombre en la arena era
altamente estimado: hasta el punto de que los que morían querían llevarse a la
tumba alguna escena recuerdo pintada en las vasijas, para continuar
divirtiéndose con ellos también en el más allá.
Un
gran paso adelante respecto a las arcaicas y patriarcales costumbres romanas y
de los demás indígenas, era la condición de la mujer, que en los etruscos
gozaba de gran libertad, y que, en efecto, viene representada en compañía de
los varones, tomando parte en sus diversiones. Parece ser que eran mujeres muy
bellas y de costumbres muy libres. En las pinturas aparecen enjoyadas, llenas
de afeites y sin demasiadas preocupaciones de pudor. Comen a más no poder, y
beben a gollete, tendidas con sus hombres en amplios sofás. O bien tocan la
flauta y danzan.
Una de ellas, que luego alcanzó gran importancia en Roma, Tanaquila,
era una «intelectual» que sabía mucho de matemáticas y de medicina. Lo que
quiere decir que, a diferencia de sus colegas latinas condenadas a la más negra
ignorancia, iban a la escuela y estudiaban. Los romanos, que eran grandes
moralistas, llamaban «toscanas», o sea etruscas, a todas las mujeres de
costumbres fáciles. Y en una comedia de Plauto figura una chica acusada
de seguir «costumbres toscanas» porque hace de prostituta.
La
religión, que es siempre la proyección de la moral de un pueblo, estaba
centrada en un dios llamado Tinia, que ejercía su poder con el rayo y el
trueno. No gobernaba directamente a los hombres sino que confiaba sus órdenes a
una especie de gabinete ejecutivo, compuesto de doce grandes dioses, tan
grandes que era incluso un sacrilegio pronunciar sus nombres.
Abstengámonos de
ello, pues, nosotros también, para no confundir la cabeza de quien nos lee.
Todos juntos formaban el gran tribunal del más allá, donde los «genios»,
especie de dependientes o de guardias municipales, conducían las almas de los
difuntos, en cuanto habían abandonado sus respectivos cuerpos. Y allí comenzaba
un proceso en toda regla.
Quien no lograba demostrar haber vivido según los
preceptos de los jueces, era condenado al infierno, a menos que los parientes y
amigos vivos hiciesen por él muchos rezos y sacrificios para obtener su
absolución. Y en este caso quedaba absuelto en el paraíso, para continuar
gozando en él de los placeres terrenales a base de bebida, comilonas, sopapos y
cancióncillas, cuyas escenas se había hecho esculpir en el sepulcro.
Pero
del paraíso parece ser que los etruscos hablaban poco y raramente, dejándolo
más bien en lo vago. Tal vez iban muy pocos para saber algo preciso de él. De
lo que estaban informadísimos era sobre el infierno, del que conocían, uno por
uno, todos los tormentos que en él se padecían. Evidentemente, sus sacerdotes
creían que, para tener sujeta a la gente, valían más las amenazas de la
condenación que las esperanzas de la absolución.
Y este modo de ver las cosas
se ha perpetuado hasta los tiempos más recientes, hasta los de Dante, que,
nacido en Etruria también, manifestó el mismo parecer y se prodigó más acerca
del infierno que sobre el paraíso.
Con
eso no debemos creer que los etruscos fuesen florecillas de gentileza. Mataban
con relativa facilidad, aunque fuese con la buena intención de ofrendar en
sacrificio la víctima por la salvación de algún amigo o pariente. Sobre todo,
los prisioneros de guerra, eran destinados a ese cometido. Trescientos romanos,
capturados en una de las muchas batallas que se libraron entre los dos
ejércitos, fueron muertos por lapidación en Tarquinia. Y sobre sus hígados
todavía palpitantes de vida trataron a la mañana siguiente de determinar los
futuros eventos de la guerra. Evidentemente, no lo lograron, que, de lo
contrario, la hubiesen interrumpido en seguida. Pero la costumbre era
frecuente, aunque en general se servían de visceras de algún animal, oveja o
toro, lo que los romanos copiaron.
Políticamente,
sus dispersas ciudades no consiguieron unirse jamás, y desgraciadamente no hubo
ninguna lo bastante poderosa para tener en un puño a las otras, como hizo Roma
con las rivales latinas y sabinas. Hubo una federación llamada de Tarquinia,
mas no acabó con las tendencias separatistas. Los doce pequeños Estados que
formaban parte de ellas, en vez de unirse contra el enemigo común, se dejaron
derrotar y anexionarse por Roma uno tras otro. Su diplomacia era como la de
ciertas naciones europeas que prefieren morir solas que vivir juntas.
Todo
ello ha sido reconstruido, a copia de deducciones, con los restos del arte
etrusco que se han conservado y que constituyen la sola herencia dejada por
aquel pueblo. Se trata especialmente de cerámica y bronces. Entre la cerámica,
la hay bellísima, como el Apolo de Veyes, llamado también
Apolo caminante,de terracota policroma, que denota en los alfareros
etruscos una gran pericia y un gusto refinado. Son casi siempre de imitación
griega y, salvo algún raro ejemplar como el «búcaro negro», no nos parecen gran
cosa.
Pero
por muy escasos que sean estos restos, bastan para hacernos comprender cómo los
romanos, una vez hubieron oprimido a los etruscos, tras haber seguido un poco
su escuela y haber soportado su superioridad sobre todo en el campo técnico y
de organización, no sólo destruyeron a este pueblo, sino que procuraron borrar
toda huella de su civilización. La consideraban enferma y corruptora. Copiaron
todo lo que les acomodó. Mandaron a las escuelas de Veyes y de Tarquinia a sus
jóvenes para instruirles sobre todo en medicina e ingeniería. Imitaron la toga.
Adoptaron el uso de la moneda. Y tal vez tomaron prestada también la
organización política, que, sin embargo, los etruscos tuvieron en común con
todos los demás pueblos de la antigüedad y que pasó, también en su caso, de un
régimen monárquico a otro republicano, regido por un lucumón, magistrado
electivo, y, por fin, a una forma de democracia dominada por las clases ricas.
Pero las propias costumbres, basadas en el sacrificio y la disciplina social,
Roma quiso preservarlas de la molicie etrusca. Comprendió instintivamente que
no bastaba vencer en la guerra al enemigo y ocupar sus tierras, si después se
le daba la oportunidad de contaminar la casa del amo, asimilándolo en calidad
de esclavo o de preceptor, como solía hacerse en aquellos tiempos con los
vencidos. No sólo destruyó al pueblo etrusco, sino que empeñóse en sepultar
todos sus documentos y monumentos.
Esto
sucedió, empero, mucho tiempo después de que se hubiese establecido contacto
entre los dos pueblos, que precisamente ya se habían encontrado en Roma cuando
vinieron los albalonganos y hallaron, al parecer, instalada ya una pequeña
colonia etrusca, que había dado al sitio un nombre de su país. Parece, en
efecto, que «Roma» proviene de «Rumón», que en etrusco quiere decir «río». Y si
esto es verdad, hay que deducir que la primera población de la Urbe la
integraban no solamente latinos y sabinos, pueblos de la misma sangre y del mismo
tronco como haría creer la historia del famoso «rapto», sino también etruscos,
gente de raza, lengua y religión muy diferentes. Es más: según ciertos
historiadores, el propio Rómulo había sido etrusco. De todos modos, etrusco fue
ciertamente el rito según el cual se fundó la ciudad, al trazar un surco con un
arado arrastrado por un buey y una yegua blancos, después que doce pájaros de
buen agüero hubieron revoloteado sobre sus cabezas.
Sin
querer ponernos a competir con los entendidos que hace siglos vienen
discutiendo sobre esos problemas sin lograr ponerse de acuerdo, diremos aquella
que nos parece más probable de las dos versiones. Cuando latinos y sabinos
llegaron a orillas del Tíber, los etruscos, que tenían la pasión del turismo y
del comercio, habían fundado ya en ellas un pequeño poblado, el cual debía
servir de estación de maniobras y de abastecimiento para sus líneas de
navegaciones hacia el sur. Aquí, y especialmente en Campania, habían
establecido ya ricas colonias; Capua, Ñola, Pompeya y Herculano, donde las
poblaciones locales que se llamaban sannitas y que eran de origen villanovés a
su vez, iban a cambiar sus productos agrícolas con los industriales que
llegaban de la Toscana. Era difícil, desde Arezzo o desde Tarquinia, llegar
hasta allí por vía terrestre. No había caminos y la región estaba infestada de
animales salvajes y de bandidos. Mucho más fácil, visto que eran los únicos que
poseían una flota, era para los etruscos ir por mar.
Pero el viaje era largo y requería semanas enteras. Las naves, grandes como cascarones de nuez, no podían embarcar muchos víveres para los hombres, y necesitaban de puertos, a lo largo de la ruta, donde proveerse de agua y harina para el resto del trayecto. La desembocadura del Tíber, a mitad del camino, constituía una cómoda bahía para llenar las bodegas vacías, y además, navegable como era en aquellos tiempos, ofrecía asimismo un cómodo medio para remontar hasta el interior y llevar a cabo algún negociejo con los latinos y los sabinos que lo habitaban. La región estaba salpicada no se sabe si de una treintena o una setentena de burgos, cada uno de los cuales constituía un pequeño mercado de intercambio. No es que pudieran hacerse grandes negocios porque el Lacio, en aquellos tiempos, no era rico más que en madera, debido (¿quién lo diría, hoy?) a sus maravillosos bosques. Por lo demás, no producía ni siquiera trigo, sino solamente farro, y un poco de vino y de aceitunas. Mas los etruscos, con tal de hacer dinero, se contentaban con poco, y el vicio les ha quedado.
Pero el viaje era largo y requería semanas enteras. Las naves, grandes como cascarones de nuez, no podían embarcar muchos víveres para los hombres, y necesitaban de puertos, a lo largo de la ruta, donde proveerse de agua y harina para el resto del trayecto. La desembocadura del Tíber, a mitad del camino, constituía una cómoda bahía para llenar las bodegas vacías, y además, navegable como era en aquellos tiempos, ofrecía asimismo un cómodo medio para remontar hasta el interior y llevar a cabo algún negociejo con los latinos y los sabinos que lo habitaban. La región estaba salpicada no se sabe si de una treintena o una setentena de burgos, cada uno de los cuales constituía un pequeño mercado de intercambio. No es que pudieran hacerse grandes negocios porque el Lacio, en aquellos tiempos, no era rico más que en madera, debido (¿quién lo diría, hoy?) a sus maravillosos bosques. Por lo demás, no producía ni siquiera trigo, sino solamente farro, y un poco de vino y de aceitunas. Mas los etruscos, con tal de hacer dinero, se contentaban con poco, y el vicio les ha quedado.
Por
esto fundaron Roma, llamándola así o con otros nombres, pero sin dar demasiada
importancia a la cosa. ¡A saber cuántas Romas había escalonadas a lo largo de
la costa tirrena entre Liorna y Nápoles! Y pusieron en ellas, para cuidarlas,
una guarnición de marineros y de mercaderes que tal vez consideraban aquel
traslado como un castigo. Debían mantener en orden sobre todo el astillero para
la reparación de las naves deterioradas por las tempestades, y los almacenes
para abastecerlas.
Después,
un buen día, empezaron a llegar por grupos los latinos y los sabinos, un poco
tal vez porque comenzaban a sentirse estrechos en sus casas, y un poco porque
también ellos tenían ganas de comerciar con los etruscos, de cuyos productos
estaban necesitados. Que entonces tuviesen ya un plan estratégico o de
conquista, primero de Italia y después del Mundo, y que por esto considerasen
indispensable la posición de Roma, son fantasías de los historiadores
contemporáneos. Aquellos latinos y sabinos eran unos rusticotes de pasta
labriega, para los cuales la Geografía se resumía en el huerto doméstico.
Es
probable que estos nuevos venidos hayan llegado a las manos entre ellos. Mas es
también probable que después, en vez de destruirse recíprocamente, se hayan
aliado, para hacer frente a los etruscos que debían mirarles un poco como los
ingleses miran a los indígenas, en sus colonias. Ante aquella gente forastera
que les trataba de arriba abajo y que hablaba un idioma incomprensible para
ellos debieron darse cuenta de ser hermanos, familiarizados por la misma
sangre, la misma lengua e idéntica miseria. Por esto pusieron en común lo poco
que tenían: las mujeres. El famoso rapto no es probablemente más que el signo
de este acuerdo, del cual es natural que los etruscos hayan quedado excluidos,
pero por propia voluntad. Se sentían superiores y no querían mezclarse con
aquella chusma.
La
división racial continuó lo menos cien años, durante los cuales latinos y
sabinos, fusionados ya en el tipo romano, debieron de tragar mucha saliva.
Cuando, después de Tarquino el Soberbio, que fue el último
rey, pudieron tomar la ventaja, la venganza no conoció cuartel. Y tal vez el
ensañamiento que pusieron en destruir la Etruria no sólo como Estado, sino
también como civilización, les fue inspirado precisamente por las humillaciones
que los etruscos les habían hecho sufrir incluso en su patria. Y quisieron
depurarlo todo de ellos, hasta la historia, dando un certificado de nacimiento
latino también a Rómulo, que acaso lo tuviera etrusco, y haciendo remontar a la
unión con los sabinos, el origen de la ciudad.
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