Durante
la retirada, y con miras a su propia salvación en aquella hora de peligro, el
Ejército nombró un sucesor entre sus oficiales. Y fue un tal Joviano a
quien la suerte concedió el cumplir, como emperador, un solo acto, pero estúpido
y vil: una paz presurosa, que concedía a los persas Armenia y Mesopotamia, como
en pago de una victoria que aquéllos no habían alcanzado. Hecho lo cual, y
antes de haber vuelto a la capital, Joviano enfermó y murió.
Nuevamente
se detuvo el Ejército para designar otro emperador y esa vez el elegido fue Valentiniano,
un buen general, hijo de un cordelero de Panonia, a quien Juliano, dicen
había destituido antes porque no quiso renegar de su fe cristiana. Espantado
por las responsabilidades que, con el trono, se le echaban encima, Valentiniano
se asoció a partes iguales con su hermano Valente, a quien dejó
Constantinopla con las provincias orientales, quedándose con las occidentales,
de las que Milán era ya capital. Corría el año 364 después de Jesucristo.
Ambos
hermanos tuvieron que enfrentarse en seguida con dos grandes problemas. Valente
se halló ante la insurrección de Procopio que, único pariente de Juliano,
se puso a la cabeza de algunos destacamentos en Capadocia haciéndose proclamar
emperador. Fue derrotado, capturado y decapitado Valentiniano tuvo que
habérselas con los germanos que, a la noticia de la muerte de Juliano, a
quien le tenían un miedo atroz porque les había derrotado estrepitosamente,
reanudaron sus violaciones de fronteras en la Galia. El emperador les cercó en
el Rin y les aniquiló. Luego, mandó a Britania a su mejor general, Teodosio,
quien restableció el orden dispersando a sajones y escoceses. Pero aquel buen
soldado estuvo mal recompensado por los servicios que había prestado. Pues,
enviado en seguida después a África para restaurar la paz, cayó víctima de las
intrigas de algunos funcionarios malversadores que, con sus calumnias, le
hicieron procesar por traición, condenar y decapitar.
Valentiniano,
engañado a su vez, cometió ciertamente ese error de buena fe. No era hombre de
mente esclarecida, pero tenía buen sentido común y un carácter firme y recto.
Por desgracia, estaba sujeto a ataques de cólera y fue cuando estuvo presa de
estos iracundos estremecimientos cuando cometió los dos mayores errores de su
vida: la firma del veredicto condenatorio de Teodosio y su propia muerte. En
efecto, se dejó fulminar por un síncope el día que cogió una imponente rabieta
con los cuados que se habían rebelado contra él.
Estamos
en noviembre del 375 después de Jesucristo. Mas, esta vez, la sucesión al trono
estaba ya arreglada, porque Valentiniano se había asociado ocho años antes como
colega a su hijo Graciano, a quien, a los quince años, dio por mujer a
Constancia, de trece, hija póstuma de Constancio, cuya viuda había
casado después con Procopio y que también enviudó de éste, pero con un
hijo más: Valentiniano II. Sí, es un poco difícil, me doy cuenta, y por
esto trataré de explicarme mejor.
Valentiniano
tenía, además del hermano Valente a quien le quedaba la mitad oriental del
Imperio, un hijo llamado Graciano. Éste había casado con Constancia,
hija del emperador Constancio. Su madre, Justina, casó después,
al enviudar, con el usurpador Procopio, el cual le dio un hijo llamado Valentiniano,
que era, por lo tanto, hermanastro de Constancia. ¿Está claro? Ahora bien,
Justina, que era una mujer muy ambiciosa, se afanó e intrigó tanto que incitó a
su consuegro Valentiano a asumir como colega no sólo a Graciano, sino también a
Valentiniano, que entonces tenía cuatro años. De modo que, a la muerte del
emperador, mientras en Constantinopla permanecía Valente, en Milán subía al
trono el joven Graciano, tutor de Valentiniano II, con el que después había de
compartir el poder.
Era
un mal momento, porque a la sazón estaban irrumpiendo desde Rusia aludes de
bárbaros más terribles que todos los demás; los hunos. Habían establecido ya
contacto con los godos, que el rey Hermanrico había reunido en una
federación en los confines orientales del Imperio. Aterrorizados, éstos
pidieron ser anexionados a Valente, prometiendo a cambio hacer de centinelas.
Tras muchas vacilaciones, Valente aceptó, pero para arrepentirse en seguida,
cuando vio aquellos nuevos súbditos, que oscilaban entre doscientos y
trescientos mil, entregarse al bandidaje y al saqueo como era su costumbre. Él
estaba a punto de volver a tomar las armas contra Persia. Tuvo que dejar a un
lado el proyecto para acudir a Adrianópolis, donde habían llegado los
pendencieros godos. En vez de aguardar a su sobrino Graciano, que, según se
había convenido, bajaba del Norte para triturar al enemigo en una tenaza,
Valente atacó en seguida, solo, y dejó todo el ejército en la contienda. Él
mismo, herido, fue quemado vivo en la cabaña donde sus asistentes le habían
resguardado.
Graciano,
al quedar solo, no se atrevió a atacar. Aun cuando sólo tenía veinte años,
había demostrado ya ser un buen general. Pero a la sazón dio también pruebas de
gran sensatez. Se retiró cautamente, reagrupando sus fuerzas para proteger
Iliria e Italia. Luego, dándose cuenta de que no podía compartir la
responsabilidad del Imperio con un niño como era su concuñado Valentiniano
II, pensó en asociarse con un colega para Oriente. Con mucha sagacidad,
eligió al general Teodosio, el hijo homónimo de aquel que Valentiniano
hizo matar en África, y le confió el Imperio de Oriente. Pero, entretanto,
había salido a escena otro y decisivo personaje: Ambrosio, obispo de
Milán, que ahora todos los italianos, especialmente los lombardos, veneran como
santo.
No
era sacerdote y no provenía de un seminario. Era un bonísimo funcionario laico,
que hasta 374 había sido gobernador de Liguria y de Emilia. Como tal había
tenido que dirimir las controversias entre católicos y arríanos, que arreciaban
también en aquella diócesis. Lo hizo tan bien, que a la muerte del obispo
Ausencio, arriano también, fue aclamado como sucesor. A la sazón ni
siquiera estaba bautizado, y la elección presentaba todo el cariz de una
irregularidad. Pero Valentiniano II, que le tenía en gran estima, la confirmó.
Y Ambrosio, en pocos días, recibió los sacramentos, las órdenes y el capelo
episcopal.
Y
Graciano que, muerto su padre, se le confió plenamente, halló en él su más
valioso colaborador. Obispo y soberano condujeron juntos la lucha contra el
paganismo y la herejía arriana. Esta última, muerto Valente que había sido su
prisionero, no tuvo ya defensores. Teodosio que tal vez debía en buena
parte su nombramiento a Ambrosio, fue, en materia religiosa, un celoso ejecutor
de sus órdenes. El paganismo estaba definitivamente enterrado. Y en el caso del
cristianismo, era el catolicismo el que triunfaba. Por desgracia, las cosas no
marcharon tan bien en el plano estrictamente político. Acusando a Graciano de
ser, como hoy se diría, un democristiano bajo de techo y gazmoño, el gobernador
de Britania, Magno Máximo, se rebeló contra él. El complot tenía
ramificaciones hasta en la corte del joven emperador, que en aquel momento se
hallaba en París y que fue apuñalado cuando trataba de escapar. Hipócritamente,
Máximo deploró el incidente en una carta a Teodosio en la que le proponía
dividir el Imperio en tres partes dejando a Valentiniano, bajo la tutela de su
madre y de Ambrosio, Italia, y de confiarle a él, Máximo, las provincias
occidentales.
Teodosio
era un hombre de bien, de reflejos lentos. Sus enemigos le llamaban
«cagadudas», y tal vez, efectivamente, exageraba un poco en meditar las
decisiones a tomar. El fin de su amigo y colega Graciano, a quien tanto
debía, le indignó. Pero en las condiciones en que se encontraba entonces el
Imperio con los godos en ebullición y los hunos y los persas a las puertas, una
guerra le pareció una elección que tenía que descartar. Mandó una respuesta
dilatoria y tergiversadora. Máximo la interpretó en sentido positivo. Y,
olvidando la acusación de gazmoñería lanzada contra Graciano, desplegó gran
celo en la lucha contra los heréticos para ganarse el favor de Ambrosio. Pese a
los compromisos adquiridos con Valentiniano, pensaba con ansia en Italia, donde
logró que se aceptase acantonar algunas de sus unidades más fieles con el
pretexto de reforzar las guarniciones fronterizas, y todo hubiese acabado con
otro regidicio si Justina, asustada, no se hubiese escapado a casa de Teodosio,
llevándose consigo al hijo emperador y la hija, Gala, que, entre paréntesis,
era un encanto de hijita.
Tan
bella, que Teodosio, al verla, se prendó de golpe, y el amor hizo lo que el
cálculo político no había podido, para impulsarle a castigar al usurpador. El
encuentro entre los dos ejércitos tuvo lugar en Panonia. Y Máximo, derrotado,
fue decapitado. Teodosio casó con Gala, acompañó a suegra y cuñadito a Milán,
les hizo un rato de compañía, y también con este gesto estableció una especie
de tutela del Imperio de Oriente sobre el de Occidente.
Entretanto,
Ambrosio había continuado su lucha contra la herejía. Los arríanos, derrotados
por Teodosio en Constantinopla, habían sido protegidos en Italia por Justina,
que educó a Valentiniano según sus teorías. Y pidió que ahora se le concediese
por lo menos una iglesia. Ambrosio contestó que no. Valentiniano le conminó al
exilio. Ambrosio no se movió. Era un santo, sí, pero tenía un gran carácter.
Inmediatamente después se produjeron otros señalados episodios. Los cristianos
de Calinico incendiaron la sinagoga. Teodosio, todavía en Milán, ordenó
que fuese reconstruida a expensas de los culpables. Ambrosio fue a pedir la
revocación de la orden. Y, como no fue recibido, tomó pluma y tintero: Yo te
escribo para que tú me escuches en tu palacio. De lo contrario, me haré
escuchar en mi iglesia...
¿Qué
había sucedido en el Mundo, que permitía a un sacerdote erigirse en juez del
jefe supremo del Estado, del cual hasta aquel momento no era más que un simple
funcionario? Tal fue la cólera de Teodosio que, de haber sido Valentinano II,
hubiese fallecido también de un síncope. En cambio, calló y se doblegó. Poco
después hubo de intervenir contra los de Tesalónica, que habían asesinado a las
guardias, tras de haber detenido a un auriga, ídolo de los «hinchas». Lo hizo
con mano un poco pesada, es verdad, mas esa vez no se trataba de cuestiones
religiosas. Sin embargo, también en tal ocasión se insubordinó Ambrosio, habló
desde el púlpito, se negó a entrevistarse con el emperador y le prohibió el
acceso a la iglesia hasta que no le hubo pedido solemne y humildemente perdón.
Era el triunfo del poder espiritual sobre el temporal, y para celebrarlo se
compuso un himno ex profeso; el Te Deum laudamus.
El
paganismo tuvo aún otro sobresalto con Argobasto, un condotíiero
franco que le había permanecido fiel y que, bajo Graciano, prestó relevantes
servicios al Imperio. A la sazón era jefe de la guardia de Valentiniano, pero
despreciaba a aquel muchacho que se ponía de rodillas ante Ambrosio y le besaba
el anillo. Un día el joven emperador fue hallado muerto en su cama. Argobasto
dijo que se había suicidado, pero no usurpó su puesto. Se daba cuenta de que el
Imperio romano, aunque en decadencia, no había llegado todavía hasta el punto
de tolerar en el trono a un bárbaro como él. Y nombró a Flavio Eugenio,
jefe de las oficinas civiles, algo así como canciller de Su Majestad,
reservándose para sí el mando del Ejército.
Tampoco
esta vez Teodosio reaccionó en seguida. Al contrario, dejó pasar dos años antes
de decidir el castigo. En ese período, Argobasto impuso a Eugenio una política
que quería ser de tolerancia y equidistante de las dos religiones. Pero tuvo
que darse cuenta de que el paganismo no resucitaba ni con inyecciones de
adrenalina.
En
394, el emperador y el usurpador se declararon la guerra. Flavio y Argobasto,
que esperaban al enemigo en Italia, sembraron los pasos de los Alpes con
estatuas de Júpiter, que, armado de rayos de oro, hizo así su última aparición
entre los hombres. Antes de partir, Teodosio había ido al desierto de Tebaida a
visitar a un anacoreta que le había vaticinado la victoria. En suma, cada uno
de los dos ejércitos había movilizado al propio Dios, y, en efecto, el
encuentro estuvo resuelto por una especie de milagro meteorológico; un viento
huracanado que, soplando en los ojos de los flavianos, casi les cegó. Júpiter,
Argobasto y Eugenio fueron víctimas de la misma catástrofe. Pero los que les
derrotaron en nombre de Jesús, aunque fuese bajo el mando del emperador romano,
Teodosio, fueron sobre todos los godos paganos a las órdenes de Aladeo.
Teodosio,
llegado triunfador a Milán, murió de hidropesía en esta ciudad. El emperador
romano no tenía aún cincuenta años y no había estado nunca en Roma, entonces ya
al margen de la gran política. Había sido, no un grande, sino un buen soberano,
leal y honrado, si bien un poco timorato y temeroso.
Dejó
dos hijos: Arcadio, de dieciocho años, y Honorio, de once.
no me gusto que pase elite que pex
ResponderEliminar