Los
pretorianos, que por haber matado a Calígula se habían hecho amos de la
situación y querían seguir siéndolo, miraron alrededor suyo en busca de un
sucesor de quien poder disponer a su antojo. Y les pareció que el personaje más
indicado era el tío del difunto, aquel pobre Claudio ya cincuentón, con las
piernas anquilosadas por la parálisis infantil y la lengua, por el tartamudeo,
y de expresión atónita, el cual, la noche del asesinato, fue hallado oculto,
temblando de miedo, detrás de una columna.
Era
hijo de Antonia y de Druso, hijo a su vez de Germánico. Y había pasado por en
medio de las tragedias de la casa Claudia, protegido por una bien acreditada
fama de mentecato. Si la suya había sido una comedia, conviene decir que, desde
niño, la representó muy bien, pues hasta su madre le llamaba «un aborto», y
cuando quería hablar mal de alguien le definía como «más cretino que mi pobre
Claudio».
Es
difícil decir hasta qué punto aquel personaje, que después se reveló como un
excelente emperador, era idiota o fingía serlo, para no pagar impuestos. Cierto
que él fue, de tal suerte, el único de la familia que se salvó. Arrastrando las
delgadas y anquilosadas piernas y escupiendo, al hablar, en la cara de todos;
alto, barrigudo y de nariz colorada por el vino, había vivido hasta entonces
sin hacer sombra a nadie, estudiando y componiendo historias, entre ellas su
autobiografía.
Hablaba griego y sabía mucho de Geometría y de Medicina. Y
cuando se presentó al Senado para hacerse proclamar emperador, dijo: «Ya sé que
me consideráis un pobre necio. Pero no lo soy. He fingido serlo. Y por esto hoy
estoy aquí.» Después de lo cual, empero, lo echó todo a perder, dando una
conferencia sobre la manera de curar las mordeduras de víbora.
Claudio
debutó con una buena gratificación a los pretorianos que le habían elegido,
mas, en cambio, se hizo entregar por ellos a los asesinos de Calígula y les
exterminó, para instaurar, dijo, el principio de que no debe matarse a los
emperadores. Luego anuló de un plumazo todas las leyes de su predecesor y se
puso a reordenar la administración, mostrando una sensatez y un equilibrio que
nadie sospechaba en él. Convencido de que entre los senadores no quedaba ya
nada bueno, formó un ministerio de técnicos, escogiéndolos en la categoría de
los libertos. Y se dio a proyectar y realizar con ellos obras públicas de largo
alcance, divirtiéndose con hacer personalmente cálculos y proyectos.
Lo que más
le ocupó fue la desecación del lago Fucino. Empleó a treinta mil excavadores y
once años en abrir un canal por donde hacer fluir las aguas. Cuando estuvo
listo, ofreció a los romanos, como postrer espectáculo, antes de la desecación,
una batalla naval entre dos flotas de veinte mil condenados a muerte, que le
dirigieron el famoso grito: «¡Ave, César I ¡Los que van a morir te saludan!»,
se echaron a pique unos a otros y se ahogaron. El público, que llenaba las
colinas circundantes, se divirtió muchísimo.
Todos
se echaron a reír cuando, en 43, ese emperador tartajoso y de aspecto bobalicón
y jocoso partió al frente de su ejército para conquistar Britania. No había
sido nunca soldado porque le habrían declarado inútil en las quintas, y Roma
estaba convencida de que huiría al primer encuentro. Mas cuando cundió la
noticia de que había muerto, la congoja fue grande y general: los romanos
habían cogido sincero afecto a aquel emperador que, con todas sus
extravagancias, se mostró el mejor, o al menos el más humano, de los que
sucedieron a Augusto.
Pero
Claudio no sólo no había muerto, sino que conquistó de veras Britania y ahora
volvía trayéndose consigo al rey, Caractaco, que fue el primero, de los
reyes vencidos por Roma, en ser indultado.
El mérito de aquella victoria, fue
ciertamente, más que de Claudio, de sus generales. Mas los generales era él
quien los nombraba, y en tales selecciones no solía engañarse. Fue bajo él que
también se formó Vespasiano.
Desgraciadamente,
aquel buen hombre tenía una debilidad: las mujeres. En este aspecto era
incorregible.
Había tenido ya, y engañado, a tres esposas, cuando, casi
cincuentón, casó con la cuarta, Mesalina, que tenía dieciséis años.
Mesalina ha pasado a la Historia como la más infame de todas las reinas y acaso
no sea verdad. Acaso fue tan sólo la más desvergonzada.
Como no era guapa,
cuando algún jovenzuelo se le resistía, le hacía dar la orden por Claudio de
ceder, transformando así el amor en un acto de patriotismo. Claudio se prestaba
a ello con tal de que le dejase la mano libre con las criadas.
Eran, en el
fondo, una pareja bien avenida, pero lo malo estaba en que Claudio se había
metido en la cabeza reformar las costumbres romanas basadas en la austeridad, y
una mujer, de aquella calaña no constituía el mejor ejemplo.
Un día, estando él
ausente, se casó por las buenas con su amante de turno, Silio. Los ministros
informaron de ello al emperador diciéndole que Silio quería sustituirle
en el trono.
Claudio volvió, le hizo matar y después mandó a dos preteríanos a
llamar a Mesalina que se había ocultado en la casa materna. Temerosos de una
venganza, los pretorianos la apuñalaron en brazos de su madre.
Claudio les
ordenó que le matasen también a él, caso de que mostrase intención de volverse
a casar.
Volvió
a casarse al año siguiente, y la quinta mujer. virtuosa, hizo añorar a la
cuarta, desvergonzada. Agripina, hija de Agripina y de Germánico, era su
sobrina, había tenido ya dos maridos, el primero de los cuales le había dejado
un hijito llamado Nerón, cuya carrera fue su única pasión.
En ella revivía una
Livia empeorada. Con sus treinta años, le fue fácil tener dominado a aquel
marido casi sesentón, enflaquecido por los abusos con las criadas.
Le aisló de
sus colaboradores, puso a su amigo Burro al frente de los pretorianos, e
instauró un nuevo reinado de terror, del que senadores y caballeros hicieron el
gasto.
Las condenas capitales llevaban una firma de Claudio que, después de la
muerte de éste, demostróse que era falsificada.
El pobre hombre, si bien
chocho, pareció notar en cierto momento lo que sucedía y se propuso remediarlo.
Agripina se le adelantó administrándole un plato de setas venenosas. Nerón,
que a su manera tenía cierto ingenio, dijo más tarde que las setas debían ser
un yantar de dioses, visto que habían logrado transformar en dios a un pobre
hombrecillo como Claudio.
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