La giganta romana no había conocido antes un terror
semejante, ni siquiera bajo la dominación de Mario, el viejo asesino, que había
matado por locura y malicia infantil, sin orden ni concierto. Pero Sila mataba
de un modo implacable y metódico. Había colgado la lista de sus cinco mil
proscritos en el mismísimo Senado; pero la cifra de las víctimas era de muchos
miles más y los nombres sólo eran conocidos por los afligidos familiares. Se
había nombrado a sí mismo dictador supremo. Había dicho "Voy a restaurar
la República", pero en nombre de la República asesinaba sin emoción, sin
remordimiento. El fue el que dio a Roma su primera experiencia de una verdadera
dictadura, algo casi impalpable, terrible... y casi insondable. Hasta la plebe
estaba ahora tranquila; aquella plebe emocionable y ruidosa cuyos gritos no
habían dejado nunca de oírse hasta ahora. Hasta sus rostros volubles parecían
máscaras en las que se hubiera fijado el horror que recorría las calles y las
personas se miraban unas a otras parpadeando y con la boca abierta. Sabían que
eran demasiado poco importantes para que se hubieran molestado en inscribir sus
nombres en las listas de los que debían ser asesinados, nombres que por otra
parte no eran conocidos; pero la gente sentía la palpable presencia de la
muerte en todas partes y no había calle en donde no se viera un funeral.
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