Y ahora consideremos a los romanos chapados a la antigua,
hombres como tú, que siguen viviendo esta ciudad y en su país. Son los
verdaderos herederos de todo aquello por lo que nuestros padres murieron.
Blasonan de que tienen soldados entre sus familias, guerreros que cayeron
muertos sobre sus escudos en el campo de batalla. Hablan con orgullo de Horacio
y todos los héroes de Roma y se consideran como ellos. Sus hogares están
adornados con viejas armas y trofeos de guerra y sus hijos llevan nombres
altisonantes de hombres que ahora yacen entre el polvo. Encontrarás hombres de
esta clase por todas partes, en todas las categorías sociales.
Pues bien, ¿podrías reunirme una docena de estos hombres y
pedirles que defendieran conmigo el puente como Horacio y que dijeran a la plebe:
"¡silencio!" y a los senadores: "¡honor, ley y justicia!" y
a los individuos voraces de las casas de banca o de préstamos: "durante un
cierto tiempo entregad vuestros beneficios en provecho de Roma"?. ¿Les
dirían a los tribunos: "representadnos bien o abandonad vuestros
cargos"?. ¿Se atreverían a decirme a mi o a mis generales: "marchaos,
de modo que recuperemos nuestra libertad y la vigencia de nuestra leyes"?.
¿Queda todavía una docena de tales romanos chapados a la antigua que sean
capaces de decir esto en voz alta y de sacrificar sus vidas, sus fortunas y su
sagrado honor para volver a crear Roma a su imagen y semejanza?. Yo no creo que
lo hicieran. Esos descendientes de héroes se han vuelto pusilámines y temen
alzar la voz.
Pensemos en los granjeros que viven extramuros cultivando
las tierras. Durante muchos años han vendido sus cereales a los graneros del
gobierno, por lo que fueron bien pagados. Ellos mismos pidieron que se
alimentara gratuitamente a los holgazanes. Los granjeros están contentos. ¿Qué
les importa a ellos que nuestro tesoro esté en bancarrota?.
Y si uno les dijera: "granjeros romanos, la nación está
arruinada y se halla en peligro. Os ruego que renunciéis a las subvenciones que
hasta ahora os ha venido concediendo el gobierno, por vuestra propia voluntad,
en honor a Roma. ¿Crees que alzarían las manos en señal de voto afirmativo?. Yo
creo que no se mostrarían de acuerdo.
¡Mirame, Cicerón!. ¡Soy un soldado, el dictador de Roma!.
Recuerda que estoy aquí, en esta casa, con todo ese poder, no porque yo lo
quisiera ni lo hubiese soñado en mis fantasías.
Con sólo con que cien hombres respetables hubieran salido a
mi encuentro a las puertas de la ciudad para decirme: "depón las armas,
Sila y entra en la ciudad a pie y sólo como ciudadano romano", les habría
obedecido dándoles las gracias. Por encima de todo, soy un soldado veterano y un viejo soldado respeta el
valor y las antiguas leyes establecidas. Sin embargo, no salieron cien hombres
a desafiarme a las puertas o para ofrendar sus vidas o sus espadas por la
patria. No hubo ni uno siquiera cincuenta, ni veinte, ni cinco. ¡Es que no hubo
ni uno!.
Si me fuera posible, ahora mismo, aunque eso me costara la
vida, trataría de empezar a hacer de Roma todo lo que fue. Una Roma con sus leyes,
sus virtudes, su fe, honestidad, justicia, caridad, virilidad, espíritu de
trabajo y sencillez. ¡Pero ya sabes que moriría en el empeño en vano!. Una
nación que se ha hundido en el abismo en que ahora se encuentra Roma, por su
propia voluntad, su torpeza, su ambición y codicia, jamás sale de ese abismo.
Jamás puede quitarse las mancha y señales de la lepra y el ciego no puede
recuperar la vista; los muertos no vuelven a levantarse.
Piensan que soy malo, la imagen de la dictadura. Soy lo que
el pueblo se merece. Mañana moriré como todos morimos. ¡Pero te digo que me
sucederán otros peores!. Hay una ley que es más inexorable que todas las leyes
hechas por el Hombre. Es la ley de la muerte para las naciones corrompidas y
los esbirros de esa ley ya se agitan en las entrañas de la historia. Muchos de
los que viven hoy, jóvenes lujuriosos e impíos, se saldrán con la suya. Y por
eso decae Roma.
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