La Roma en la que
nació Cayo julio César era, desde más de medio siglo antes, el centro neurálgico
de un imperio que, extendido por gran parte de las riberas del Mediterráneo, justificaba
que sus dueños lo hubiesen rebautizado orgullosamente como «nuestro mar» (mare nostrum).
La Ciudad había surgido de la concentración de varias
aldeas de chozas, levantadas sobre las colinas que rodean el último codo que
forma el río Tíber antes de desembocar en el mar Tirreno. La estratégica
situación de la comunidad romana en la ruta terrestre que ponía en comunicación
a los ricos y poderosos etruscos de la Toscana con los griegos establecidos en
torno al golfo de Nápoles decidió su fortuna, elevándola por encima de las
ciudades vecinas del Lacio. Roma, bajo influencia etrusca, a lo largo del siglo
VI a.C. se transformó en una floreciente ciudad, dirigida por una aristocracia agresiva.
Y este gobierno, con el instrumento de un ejército ciudadano disciplinado, en
los primeros decenios del siglo III a.C. logró imponer su efectivo dominio a la
mayor parte de las comunidades de la península Itálica. Las Guerras Púnicas,
dos largos y sangrientos enfrentamientos a lo largo de ese mismo siglo contra
la potencia norteafricana de Cartago, que controlaba el comercio marítimo en el
Mediterráneo occidental, proporcionaron a Roma la hegemonía indiscutida sobre
este lado del mar; cincuenta años después, a mediados del siglo II a.C., Roma
dominaba también sus riberas orientales, imponiendo su voluntad sobre los reinos
helenísticos surgidos del efímero imperio levantado por Alejandro Magno.
En sus orígenes, la ciudad del Tíber había estado gobernada
por una monarquía, cuyo poder se vio obligada a compartir con los miembros de un
consejo, constituido por los jefes de las familias que controlaban los hilos
económicos y sociales de la comunidad romana. Cuando el último rey, Tarquinio
el Soberbio, a finales del siglo VI a.C., trató de robustecer su poder apoyándose
en los elementos menos favorecidos de la sociedad — los dirigentes de estas poderosas
familias desencadenaron un golpe de Estado, que expulsó al rey e impuso en Roma
un gobierno oligárquico, la res publica. Desde la instancia colectiva del
Senado, estos elementos aristocráticos, conocidos como patricios, se hicieron
con el control del Estado, administrado por un número indeterminado de
magistrados, de los que dos cónsules constituían la instancia suprema. Ambos
cónsules estaban investidos durante su año de mandato, lo mismo que los
magistrados inmediatamente inferiores en dignidad, los pretores, de imperium o
poder de mando, que les autorizaba a dirigir tropas en nombre
propio. Con este término se relaciona el de imperator, con el que los soldados
aclamaban a su comandante en jefe tras una victoria y que daba al magistrado la
posibilidad de que el Senado le otorgara el más ambicionado galardón, el triunfo.
Las guerras en las que el estado patricio se vio implicado
en el contexto del complejo mosaico político de la Italia central obligaron a sus
dirigentes a recurrir a los plebeyos para cubrir las crecientes necesidades del
ejército. Pero entonces sus líderes, aquellos que contaban con abundantes
bienes de fortuna, iniciaron una serie de reivindicaciones, que, con alternancia
de episodios virulentos y períodos de calma, condujeron finalmente, hacia la
mitad del siglo IV a.C., a la equiparación política de patricios y plebeyos. Se
produjo entonces, paulatinamente, la sustitución de una sociedad basada en la preeminencia
de unos grupos privilegiados gentilicios por otra más compleja, en la que
riqueza y pobreza se erigían como elementales piedras de toque de la dialéctica
social. Los plebeyos ricos pudieron acceder al disfrute de las magistraturas y
a su inclusión en el Senado, el máximo organismo colectivo del Estado, dando
así origen a una nueva aristocracia, la nobilitas patricio-plebeya.
Como aristocracia política, sus miembros consideraban como
máxima aspiración vital el servicio al Estado, a través de la investidura de las
correspondientes magistraturas. Los aspirantes eran elegidos en los comicios, las asambleas
populares, que ofrecían así al ciudadano común la posibilidad de participar,
aunque de forma pasiva, en el gobierno del Estado. Pero Roma, además de una ciudad-estado,
se convirtió, como hemos visto, no en pequeño grado gracias a la tenacidad de
su aristocracia rectora, en cabeza de un imperio mundial.
El sometimiento de amplias zonas del Mediterráneo,
conseguido por Roma en la primera mitad del siglo II a.C., no se acompañó de
una paralela adecuación de las instituciones republicanas, propias de una
ciudad-estado, a las necesidades de gobierno de un imperio. Tampoco el orden
social tradicional supo adaptarse a los radicales cambios económicos producidos
por el disfrute de las enormes riquezas obtenidas gracias a las conquistas y a
la explotación de los territorios sometidos. Este doble divorcio entre medios y
necesidades políticas, entre economía y estructura social, iba a precipitar una
múltiple crisis política, económica, social y cultural, cuyos primeros síntomas
se harían visibles hacia la mitad del siglo II a.C.
Fue en la milicia, el instrumento con el que Roma había
construido su imperio, donde antes se hicieron sentir estos problemas. El
ejército romano era de composición ciudadana, y para el servicio en las
legiones se necesitaba la cualificación de propietario (adsiduus). El
progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad de mantener tropas de
forma ininterrumpida sobre un territorio se convirtieron en obstáculos
insalvables para que el campesino pudiera alternar, en muchas ocasiones, sus
tareas con el servicio en el ejército, y generaron una crisis de la milicia. La
solución lógica para superarla —una apertura de las legiones a los no propietarios
(proletaria)— no se dio; el gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e
indirectas, como la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera
necesaria para ser reclutado.
Las continuas guerras del siglo II a.C. hicieron afluir a
Roma ingentes riquezas, conseguidas mediante botín, saqueos, imposiciones y
explotación de los territorios conquistados. Pero estos beneficios,
desigualmente repartidos, contribuyeron a acentuar las desigualdades sociales.
Sus beneficiarios fueron las clases acomodadas y, en primer término, la
oligarquía senatorial, una aristocracia agraria. Y estas clases encauzaron sus
inversiones hacia una empresa agrícola de tipo capitalista, más rentable, la
villa, destinada no al consumo directo, sino a la venta, y cultivada con mano
de obra esclava.
Los pequeños campesinos, que habían constituido el nervio
de la sociedad romana, se vieron incapaces de competir con esta agricultura y
terminaron por malvender sus campos y emigrar a Roma con sus familias,
esperando encontrar allí otras posibilidades de subsistencia. Pero el rápido
crecimiento de la población de Roma no permitió la creación de las necesarias infraestructuras
para absorber la continua inmigración hacia la Ciudad de campesinos desposeídos
o arruinados. La doble tenaza del alza de precios y del desempleo,
especialmente grave para las masas proletarias, aumentó la atmósfera de
inseguridad y tensión en la ciudad de Roma, con el consiguiente peligro de
desestabilización política. En una época en la que el Estado tenía necesidad de
un mayor contingente de reclutas, éstos tendieron a disminuir como consecuencia
del empobrecimiento general y de la depauperación de las clases medias, que empujaron a las filas de los proletarii a muchos pequeños
propietarios. Así, a partir de la mitad del siglo II a.C., se hicieron
presentes cada vez en mayor medida dificultades en el reclutamiento de
legionarios.
Por otra parte, la explotación de las provincias favoreció
la rápida acumulación de ingentes capitales mobiliarios, cuyos beneficiarios
terminaron constituyendo una nueva clase privilegiada por debajo de la
senatorial: el orden ecuestre. En posesión de un gran poder económico, especialmente
como arrendatarios de las contratas del Estado y, sobre todo, de la recaudación
de impuestos, los equites («caballeros») no consiguieron, sin embargo, un
adecuado reconocimiento político. Por ello, se encontraron enfrentados en
ocasiones contra el exclusivista régimen oligárquico senatorial, aunque siempre
dispuestos a cerrar filas con sus miembros cuando podía peligrar la estabilidad
de sus negocios.
El control político estaba en las manos exclusivas de la
nobleza senatorial, que, gracias a su coherencia interna, férrea y sin fisuras
hacia el exterior, había logrado construir una voluntad de grupo, materializada
en un orden político aceptado por toda la sociedad. Pero los problemas políticos
y sociales que comienzan a manifestarse hacia mediados del siglo II a.C.
afectaron a esta cohesión interna y dividieron el colectivo senatorial en una
serie de grupos o facciones, enfrentados por intereses distintos. La pugna
trascendió del seno de la nobleza y descubrió sus debilidades internas, porque
estos grupos buscaron la materialización de sus metas políticas —una despiadada
lucha por las magistraturas y el gobierno de las provincias, fuentes de enriquecimiento—
fuera del organismo senatorial, con ayuda de las asambleas populares y de los magistrados
que las dirigían, los tribunos de la plebe.
En el año 133 a.C. un tribuno de la plebe, Tiberio Sempronio
Graco, hizo aprobar con métodos revolucionarios una ley que intentaba
reconstruir el estrato de pequeños agricultores, para poder contar de nuevo con
una abundante reserva de futuros legionarios. La ley imponía que ningún
propietario podría acaparar más de 250 hectáreas de tierras propiedad del
Estado (ager publicus), y que las cuotas excedentes serían distribuidas en
pequeñas parcelas entre los proletarios. La ley suscitó una encarnizada
oposición por parte de la oligarquía senatorial (nobilitas), usufructuaria de
la mayor parte de estas tierras, que, tras generaciones de explotación,
consideraban como propiedad privada. El asesinato del tribuno puso un fin
violento a la puesta en marcha de esta reforma agraria, que fue reemprendida
por su hermano Cayo, diez años después, desde una plataforma política mucho más
ambiciosa. Cayo, además de la ley agraria, hizo aprobar, desde su magistratura de tribuno de
la plebe, un paquete de medidas tendentes a satisfacer las exigencias del
proletariado urbano, de los caballeros y de los estratos comerciales y
empresariales. Pero cuando intentó hacer pasar una ley que ampliaba la
ciudadanía romana a los itálicos, sus enemigos supieron azuzar demagógicamente
los instintos egoístas de la plebe, que le privó de su apoyo y le libró a una
sangrienta venganza.
Los proyectos de reforma de los Gracos no consiguieron
ninguna mejora positiva en la dirección del Estado, donde se afirmó todavía más la
oligarquía senatorial, pero en cambio sí consiguieron romper para siempre la
tradicional cohesión en la que esta oligarquía había basado desde siglos su
dominio de clase. Tiberio y su hermano Cayo descubrieron las posibilidades de hacer
política contra el poder y extender a otros colectivos, hasta entonces al
margen de la política, el interés por participar activamente en los asuntos de
Estado. Si bien esta politización no trascendió fuera de la nobleza, en su seno
aparecieron dos tendencias que minaron el difícil equilibrio en que se
sustentaba la dirección del Estado. Por un lado, quedaron los tradicionales partidarios
de mantener a ultranza la autoridad absoluta del Senado, como colectivo
oligárquico, los optimates; por otro, y en el mismo seno de la nobleza,
surgieron políticos individualistas que, en la persecución de un poder personal,
se enfrentaron al colectivo senatorial y, para apoyar su lucha, interesaron al pueblo con sinceras o pretendidas
promesas de reformas y, por ello, fueron llamados populares.
Durante mucho tiempo aún, el contraste político se mantuvo
en la esfera de lo civil. Pero un elemento, cuyas consecuencias en principio no
fueron previstas, iba a romper con esta trayectoria estrictamente civil y
favorecer su militarización. Fue, a finales del siglo II a.C., la profunda reforma
operada por un advenedizo, Cayo Mario, en el esquema tradicional del ejército
romano. Si hasta entonces el servicio militar estaba unido a la cualificación
del ciudadano por su posición económica —y por ello excluía a los proletarü,
aquellos que no alcanzaban un mínimo de fortuna personal—, Mario logró que se
aceptase legalmente el enrolamiento de proletarü en el ejército. Las
consecuencias no se hicieron esperar. Paulatinamente desaparecieron de las
filas romanas los ciudadanos que contaban con medios de fortuna —y, por ello,
no interesados en servicios prolongados, que les mantenían alejados de sus
intereses económicos—, para ser sustituidos por aquellos que, por su propia
falta de medios económicos, veían en el servicio de las armas una posibilidad
de mejorar sus recursos o labrarse un porvenir. Fue precisamente esa ausencia
de ejército permanente, que condicionaba los reclutamientos a las necesidades
concretas de la política exterior, el elemento que más favoreció la
interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. El Senado dirigía la política exterior y
autorizaba, en consecuencia, los reclutamientos necesarios para hacerla efectiva. Pero el
mando de las fuerzas que debían operar en los puntos calientes de esa política
estaba en manos de miembros de la nobilitas. Investidos con un poder legal, que
incluía el mando de tropas —el imperium—, apenas existían instancias legales
que impusieran un control sobre su voluntad, convertida en instancia suprema en
el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad, en su provincia.
Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las
armas se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía
ofrecer de campañas victoriosas y rentables. La libre disposición de botín por parte del comandante, por otro
lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo
con generosas distribuciones. Y, como no podía ser de otro modo, fueron
creándose lazos entre general y soldados, que, trascendiendo el simple ámbito
de la disciplina militar, se convirtieron en auténticas relaciones de
clientela, mantenidas aun después del licenciamiento, en la vida civil.
Con un ejército de proletarios, Mario logró terminar, a
finales del siglo II a.C., con una vergonzosa guerra colonial en África contra el príncipe
númida Yugurta, que había logrado, corrompiendo a un buen número de senadores,
llevar adelante sus ambiciones incluso en perjuicio de los intereses romanos.
No bien concluida esta guerra, que le reportó un triunfo concedido a
regañadientes por la oligarquía senatorial, el general popular aniquiló en las batallas
de Aquae Sextiae y Vercellae a las hordas celto-germanas de cimbrios y
teutones, que en sus correrías amenazaban el norte de Italia. Estas victorias
le valieron a Mario su reelección año tras año como cónsul (107-101). Pero la
necesidad de atender al porvenir de sus soldados con repartos de tierra
cultivable, que el Senado le negaba, echó al general en los brazos de un joven político
popular, Saturnino, que aprovechó el poder y prestigio de Mario para llevar a
cabo un ambicioso programa de reformas. Esta ofensiva de los populares alcanzó
su punto culminante durante las elecciones consulares del año 100 a.C., desarrolladas
en una atmósfera de guerra civil. El Senado consideró necesario recurrir al
estado de excepción, decretando el senatus consultus ultimum, cuya fórmula
—«que los cónsules tomen las medidas necesarias para que la república no sufra
daño alguno»— autorizaba a los cónsules a utilizar la fuerza militar dentro del
territorio de la Ciudad, donde estaba estrictamente prohibida la presencia de
ejércitos en armas. Mario, obligado en su condición de cónsul a poner fin a los
disturbios, hubo de volverse contra sus propios aliados, y el nuevo intento
popular acabó otra vez en un baño de sangre: Saturnino fue linchado con muchos
de sus seguidores, y Mario, odiado por partidarios y oponentes, hubo de
retirarse de la escena política.
La victoria de la reacción tras los tumultos del año 100
a.C. no restableció la paz interna: los optimates volvieron a sus tradicionales
luchas de facciones, mientras se generaba un nuevo problema que comprometía la
estabilidad del Estado: la cuestión itálica. Los aliados itálicos reivindicaban insistentemente su integración en el estado romano como ciudadanos de pleno derecho,
tras haber ayudado a levantar con sus hombros y su sacrificio material, durante
generaciones, el edificio en el que se asentaba la grandeza de Roma. A
comienzos del siglo I a.C., para muchos itálicos el deseo de integración derivó
peligrosamente hacia sentimientos nacionalistas, que sólo veían en la rebelión
armada el final de una dominación.
En el año 91 a.C. los itálicos, conscientes de que el
Senado jamás accedería a concederles de grado la ciudadanía romana, tras el
asesinato del tribuno de la plebe Livio Druso, que defendía sus
reivindicaciones, se rebelaron abiertamente contra Roma. Esta llamada «Guerra
Social» (de socii, «aliados») fue uno de los más difíciles problemas que hubo
de afrontar el estado romano. Porque debía enfrentarse en el campo de batalla a
los propios aliados, en los que Roma había descargado buena parte de su
potencial militar, y además en la misma Italia. Sin embargo, la formidable
fuerza que la confederación itálica logró reunir —unos cien mil hombres— estaba
debilitada por su propio paradójico objetivo: destruir un Estado en el que
deseaban fervientemente integrarse. Bastó que el peligro abriese los ojos al
gobierno romano y le hiciera ceder en el terreno político —concesión, mediante
una serie de provisiones legales, de la ciudadanía romana a los itálicos que
así lo solicitaran— para que el movimiento se deshiciera.
Pero la guerra había obligado a relegar a un segundo plano
los problemas de política exterior: no sólo se redujeron las fuentes de
ingresos provinciales; más grave todavía fue que enemigos exteriores de Roma
creyeran ver el momento oportuno para levantarse contra la odiada potencia. Éste
fue el caso de Mitrídates del Ponto, un dinasta de la costa meridional del mar
Negro, que intentó sublevar toda Asia Menor contra el dominio romano.
En estas condiciones, en el año 88 a.C. un joven tribuno de
la plebe, Publio Sulpicio Rufo, presentó una serie de propuestas legales que
pretendían reformas políticas y sociales. La recalcitrante oposición de la nobilitas
senatorial, acaudillada por el cónsul Lucio Cornelio Sila, obligó a Sulpicio a
la utilización de métodos revolucionarios: movilización de las masas y alianzas
con personajes y grupos de tendencia popular, y, entre ellos y sobre todo, con
el viejo Cayo Mario. Como medida de presión, y gracias a sus prerrogativas de
tribuno, Sulpicio consiguió arrancar a la asamblea popular un decreto que
quitaba a Sila el mando de la inminente campaña que se preparaba contra
Mitrídates —campaña que prometía sustanciosas ganancias —, para transferirlo a
Mario. Sila se hallaba en esos momentos en Campana, al frente de un ejército, y
con burdos argumentos demagógicos hizo ver a los soldados que la transferencia
del mando a Mario les privaba de la posibilidad de enriquecerse, puesto que
serían los soldados de Mario los que coparían gloria y ganancias. Y los soldados
se dejaron conducir hacia Roma. Con la entrada de fuerzas armadas en la Urbe se
cumplía el último paso de un camino que llevaba a la dictadura militar (88 a.C.).
Por primera vez se había violado el marco de la libertad ciudadana. Pero Sila sólo
tuvo tiempo de tomar algunas medidas de urgencia en la Ciudad, puesto que
apremiaba la guerra contra Mitrídates. Apenas fuera de Roma, los populares,
encabezados por Cornelio Cinna y el propio Mario, volvieron a tomar las riendas
del poder y desataron un baño de sangre entre los senadores pro silanos.
César tenía trece años cuando Mario, a finales del año 87,
entraba con Cinna en Roma. Su parentesco con el viejo general iba a ponerlo muy
pronto en el ojo del huracán político que amenazaba con destruir la república.
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