Era
un tracio que no era tracio. En el año en que César partió de Giteo para asumir
el pontificado, aquel tracio que no era tracio cumplió veintiséis años y entró
en los anales de la Historia.
Su
cuna era respetable pero no ilustre y su padre, un campanio de la parte del
Vesubio, había sido uno de los que apelaron en un plazo de sesenta días al
pretor de Roma en virtud de la lex Plautia Papiria aprobada durante la guerra
itálica, y por ello le había sido concedida la ciudadanía por no ser de los
itálicos que se habían alzado en armas contra Roma.
Nada
de los antecedentes rurales del muchacho explicaba su pasión por la guerra y
todo lo militar, pero el padre sabía sin ningún género de dudas que cuando el
muchacho cumpliera diecisiete años se alistaría en las legiones. No obstante,
el padre tenía algo de influencia y pudo conseguir que se incorporase como
cadete a la legión que Marco Craso había reclutado para Sila después del
desembarco de éste en Italia y el comienzo de la guerra contra Carbón.
El
muchacho prosperó en los medios castrenses y se distinguió en combate antes de
cumplir los dieciocho años, fue trasladado a una legión de veteranos de Sila y
en su momento fue ascendido a tribuno militar; cuando le ofrecieron la licencia
al final de la última campaña en Etruria, él optó por incorporarse al ejército
de Cayo Cosconio, enviado a Iliria para sojuzgar a las tribus que constituían
la etnia de los dálmatas.
Al
principio, se había entusiasmado con el lugar y estilo de guerra, y añadió
armillae y phalerae a su colección de condecoraciones militares; pero, luego,
Cosconio se había quedado empantanado en un asedio que duró más de dos años
ante la ciudad portuaria de Salona, que se negaba a rendirse y a luchar. Para
el muchacho, que ya se estaba haciendo hombre, el sitio de Salona fue un
episodio aburrido insoportable. Él tenía decidido lo que iba a hacer: haría
carrera en el ejército y se convertiría en vir militaris. ¡Cayo
Mario había comenzado como militar y había alcanzado los más altos honores!
Pero allí, en aquel asedio, se pasaba los días fuera de aquella masa inerte de
ladrillo y tejas sin hacer nada, sin ir a ningún sitio.
Pidió
el traslado a Hispania porque (como muchos compañeros suyos) le fascinaban las hazañas
de Sertorio, pero el legado al mando de su legión no le tenía simpatía y se lo negó;
el aburrimiento se estaba haciendo insoportable y volvió a pedir el traslado a Hispania.
Segunda negativa. Después de aquello su conducta se deterioró y comenzó a
adquirir fama por indisciplina, ebriedad y ausencia del campamento sin permiso,
todo lo cual desapareció al rendirse Salona y comenzar el general Cosconio a
colaborar con Cayo Escribonio Curio, gobernador de Macedonia, en una amplia
campaña destinada a someter a los dárdanos. ¡Ahora si que valía la pena!
El
incidente que produjo la ruina del joven fue calificado de insurrección, pues
el legado, que le tenía poca simpatía, resultó ser un enemigo oculto. Al joven
-junto con otros- le juzgaron por el delito de amotinamiento ante el tribunal
militar de Cosconio, que falló en contra suya. De haber sido un simple auxiliar
o soldado no romano, la sentencia habría sido automáticamente flagelación y
ejecución, pero como era romano y oficial con categoría de tribuno -además de
sus numerosas condecoraciones por valor-, le ofrecieron
dos alternativas: perdería, naturalmente, la ciudadanía, pero podía elegir
entre ser azotado y quedar desterrado para siempre de Italia o hacerse
gladiador. Por supuesto que optó por hacerse gladiador. Así, al menos, estaría
en Italia. Y, como era de Campania, conocía bien el oficio de gladiador, ya que
todas las escuelas estaban en los alrededores de Capua.
Le
enviaron a Aquilea con otros siete jóvenes también culpables de amotinamiento
que habían elegido el mismo destino, y fue comprado por un tratante que lo
envió a Capua para venderlo en subasta; en cuanto a él, no formaba parte de sus
intenciones mencionar su anterior ciudadanía romana. A su padre y a su hermano
mayor no les gustaba el deporte del combate de gladiadores y nunca asistían a
los juegos funerarios, por lo que, aunque no viviera lejos de ellos, podría
pasar desapercibido. Y eligió un nombre para su
nueva profesión, un buen nombre breve, que sonara marcial con connotaciones de espléndido
luchador: Espartaco. Sí, sonaba bien. Y se prometió que Espartaco sería un
gladiador famoso a quien requerirían para el espectáculo en toda Italia, se
haría famoso en Capua, traería a las mujeres de calle y le invitarían a más
fiestas de las que podría asistir.
Lo
compró en el mercado de Capua el lanista de una escuela famosa, propiedad del consular
y ex censor Lucio Marcio Filipo, por su aspecto imponente: era alto y tenía pantorrillas,
muslos, pecho, hombros y brazos de extraordinario desarrollo, cuello de toro y
piel tostada salvo unas interesantes cicatrices; y era guapo y rubio, tenía
ojos grisáceos y andares principescos. El lanista que pagó cien mil sestercios
por él por cuenta de Filipo (quien, naturalmente, no asistió a la operación,
pues él nunca había visto a los quinientos gladiadores que poseía y alquilaba
con tan pingües ganancias) pensó que, con aquel aspecto, Espartaco era un
gladiador nato. Filipo hacía una buena compra.
Había
dos estilos de gladiador: tracio y galo. Mirando a Espartaco, el lanista se vio
en un brete para decidir en qué estilo le entrenaría; generalmente el aspecto
físico orientaba en este sentido, pero Espartaco era tan impresionante que podía
ser uno u otro. Sin embargo, los galos tenían más cicatrices y corrían algo más
riesgo de quedar mutilados para siempre, y el precio había sido alto. El
lanista decidió que Espartaco sería tracio. Cuanto mejor aspecto tuviese en la
arena, por más dinero podrían alquilarle cuando comenzase a hacerse famoso.
Tenía una noble cabeza, que luciría mejor desnuda, pues los tracios no llevaban
casco.
Y
comenzó el entrenamiento. El lanista, que era cauto, se aseguró de que la
destreza atlética de Espartaco fuese equiparable a su aspecto físico antes de
encargarle una armadura plateada con incrustaciones de oro. Le vistió con
taparrabos escarlata sujeto a la cintura por una tira ancha de cuero negro, de
la que pendía el sable curvo de la caballería tracia. Iba protegido por
espinilleras altas que le llegaban más arriba de la rodilla, lo que le hacía
moverse con mayor torpeza y lentitud que el adversario galo,
y requería más inteligencia y coordinación para compensar el inconveniente; en
el brazo derecho llevaba una manga de cuero con escamas metálicas y sujeta por
correas al cuello y al tronco que le cubría la mano hasta los nudillos.
Completaba su atavío un escudo pequeño redondo.
Para
Espartaco el entrenamiento fue fácil. Naturalmente, le rodeaba un aura de
cierto misterio (sus siete compañeros habían ido a parar a otros destinos desde
Aquilea) pues nunca hablaba de su carrera militar y lo que había dicho el
agente aquileo en la carta era muy fragmentario. Pero hablaba latín de Campania
y griego de Campania, tenía cierta instrucción y conocía perfectamente la
estructura de un ejército. Todo lo cual comenzó a inquietar al lanista, que
anticipó complicaciones. Espartaco era muy belicoso, incluso en la pista de
entrenamiento con espada de madera y escudo de cuero. El primer brazo que
rompió por varios sitios podía haber sido sin querer, pero cuando por su lista
de huesos gravemente rotos hubo que dar de baja a cinco doctores durante varios
meses, el lanista le mandó llamar.
-Mira
-dijo el hombre en tono razonable-, tienes que aprender a luchar en la arena
como un deporte, no como si fuese la guerra. ¡ Ser gladiador es un deporte! Lo
inventaron los etruscos hace un siglo y se ha transmitido a través de las
épocas como una profesión honorable de gran habilidad. Es algo que no se conoce
fuera de Italia. Cuando muere alguien, sus parientes celebran, no la clase de
juegos que creó Aquiles en honor de Patroclo, de salto, carreras, pugilato con
puños y lucha, sino una contienda solemne de habilidad
atlética en forma de deporte guerrero.
El
gigante rubio le escuchaba impasible, pero el lanista advirtió que los dedos de
su mano derecha se abrían y se cerraban, como ansiando asir una espada.
-¿Me
estás escuchando, Espartaco?
-Si,
lanista.
-El
doctor es quien te entrena, no tu enemigo. ¡Y te diré que cuesta mucho formar a
un buen doctor! Pues bien, gracias a tu desaforado entusiasmo, me he quedado
con cinco doctores menos, y no puedo sustituirlos por otros tan buenos como
ellos. Su vida no corre peligro, pero dos de ellos no podrán volver a trabajar.
Espartaco, no luchas contra los enemigos de Roma; y el objeto del deporte no es
derramar cubos de sangre. El público viene a ver un deporte, un ejercicio
físico de ataque y defensa, poder y gracia, habilidad
e inteligencia. Con los cortes, tajos y rajas que sufren los gladiadores ya hay
sangre de sobra para excitar al público, que no acude a ver a dos hombres
matarse o cortarse un brazo. Viene a ver un deporte. ¡ Un deporte, Espartaco!
Una contienda de destreza atlética. Si el público quisiera ver hombres que se
matan y se mutilan, iría al campo de batalla. ¡Por los dioses que en Campania
no han faltado guerras! Bien - añadió, mirándole fijamente-, ¿lo has captado?
¿Lo entiendes ahora mejor?
-Si,
lanista -contestó Espartaco.
-Pues
sigue entrenándote y sé buen chico. Deja tu ardor para las planchas y los
muñecos de madera y la próxima vez que te enfrentes a un doctor con la espada
de madera, concéntrate para describir en el aire un bello movimiento con ella y
no para lograr un siniestro ruido de huesos rotos.
Como
Espartaco era lo bastante inteligente para entender lo que el lanista le había
dicho, durante cierto tiempo después de esta conversación estuvo dando vueltas
en la cabeza al ritual y al ceremonial de los movimientos y hasta le encontró
su atractivo. Los cautos y aprehensivos doctores que se enfrentaban a él
comprobaron con alivio que no trataba de romperles los brazos y que se
concentraba en perfeccionar las diversas fintas y movimientos que tanto
gustaban a los espectadores. El lanista tardó más en convencerse de que
Espartaco se había curado de su sed de sangre, pero al cabo de seis meses incluyó
a su problemático gladiador en una lista de seis parejas que iban a luchar en
los juegos funerarios de uno de los Gutta de Capua. Como era una celebración
local, el lanista asistió también para ver cómo se desenvolvía Espartaco.
El
adversario galo de Espartaco (formaban la tercera pareja de la lid) no le
desmerecía en nada; era algo más alto y también de cuerpo extraordinario.
Desnudo, con excepción de un pequeño taparrabos, el galo combatía con un escudo
largo ligeramente curvado y una espada recta de doble filo. Lo mejor de su atavío
era un espléndido casco de plata con placas protectoras en mejillas y cuello,
rematado por un pez de esmalte en postura de salto más grande que la habitual
pluma de adorno.
Espartaco
no le conocía ni había hablado con él antes; en un establecimiento grande como
era la escuela de Filipo, los únicos a los que había que conocer eran los
doctores, el lanista y los condiscípulos que estaban en el mismo nivel de
entrenamiento. Pero le habían comentado que aquel adversario era un luchador
experimentado que se había hecho famoso en la arena de Capua, donde solía
combatir.
Durante
un rato, la contienda se desarrolló normalmente; Espartaco, con su engorrosa indumentaria,
se movía despacio en círculo fuera del alcance del galo. Viendo aquel rostro
bien parecido y aquel cuerpo hercúleo, algunas mujeres lanzaban suspiros y le
tiraban besos. Espartaco estaba creándose un núcleo de fervientes admiradoras,
pero como el lanista no permitía a los nuevos frecuentar mujeres hasta que
hubiesen hecho méritos en la pista, aquellos besos que le dirigían distrajeron
un poco su atención del galo, y, al alzar su pequeño escudo redondo
excesivamente, éste, más rápido que una anguila, le asestó un tajo en la nalga
izquierda.
Y
aquello fue Troya. Y el final del galo. Y tan rápido que lo único que vieron
los espectadores fue un torbellino: Espartaco giró sobre el talón izquierdo y
descargó el sable curvo sobre el cuello de su adversario, con tal fuerza que la
hoja cercenó la columna vertebral, y la cabeza del galo se dobló hacia un lado
y quedó colgando sobre el hombro con los ojos aún parpadeantes y dando
boqueadas que parecían imitar los besos que las mujeres dirigían a Espartaco.
Hubo
chillidos, gritos y arremolinamientos y carreras entre los espectadores, pues
la gente se desmayaba, se marchaba o vomitaba.
Espartaco
fue conducido al barracón.
-¡Se
acabó! -exclamó el lanista-. ¡Jamás serás gladiador!
-¡Pero
él me ha herido! -protestó Espartaco.
El
lanista no cesaba de menear la cabeza.
-¿Cómo
puede alguien tan hábil ser tan estúpido? ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! ¡ Estúpido! Con tu aspecto y tu habilidad habrías podido
ser el gladiador más famoso de toda Italia, habrías adquirido un buen renombre
profesional, yo me habría ganado una palmadita en la espalda y Marcio Filipo
habría hecho una fortuna. ¡ Pero no hay manera, Espartaco, porque eres
estúpido! ¡Hábil pero estúpido! Hoy mismo te marchas de aquí.
-¿De
aquí? ¿A dónde? -inquirió el tracio, enfurecido aún-. Tengo que cumplir mi servicio
de gladiador.
-¡Sí,
descuida! -replicó el lanista-. Pero no aquí. Lucio Marcio Filipo tiene otra
escuela en las afueras de Capua y allí vas a ir. Es un establecimiento muy
acogedor con unos cien gladiadores y unos diez doctores y con el mejor lanista
de la profesión. Cneo Cornelio Léntulo Batiato. El viejo Batiato, bárbaro de Iliria.
Ya verás como, comparado conmigo, Batiato te parecerá un demonio.
Al
día siguiente, al amanecer, llegó un carro cerrado tirado por bueyes para
llevarse al proscrito, quien montó rápido y descubrió al oír cerrarse el
cerrojo que la única comunicación con el exterior eran las ranuras entre los
tablones. ¡ Era un prisionero que ni sabía a dónde le llevaban! ¡ Prisionero!
Tan extraño y horrible era el concepto para un romano, que cuando el carromato
cruzó las enormes puertas enrejadas de la escuela de gladiadores, conducido por
Cneo Cornelio Léntulo Batiato, el cautivo ya se había contusionado y estaba medio
inconsciente de los golpes que él mismo se había propinado contra las paredes
de su encierro.
Muy interesante y muy ameno.
ResponderEliminarPero que pasa con Lentulo??