Al
amanecer, las seis legiones de Craso estaban formadas, y frente a ellas, en
diez columnas de setecientos cincuenta hombres, se hallaban los soldados que
iban a ser diezmados. Mummio había trabajado denodadamente para hacerlo de la
manera más rápida y simple, ya que la división numérica más importante era la
decuria de diez hombres; ni que decir tiene que el propio Craso había ayudado
mucho en los cálculos.
Las
tropas permanecían tal como Mummio y sus tribunos de los soldados las habían dispuesto,
vestidas sólo con túnica y sandalias, pero todos llevaban una porra en la mano
derecha y habían sido numerados de uno a diez para efectuar el sorteo. Cobardes
manifiestos, seguían pareciendo cobardes, pues todos ellos temblaban a ojos
vistas, no se veían más que caras de terror con la frente bañada de sudor a
pesar del frío matinal.
-Pobres
-dijo César a su colega tribuno de los soldados, Cayo Popilio-. No sé qué les
da más miedo, la idea de que les caiga en suerte morir o el pensar que puede
tocarles en suerte ser de los nueve que deben matar. No son guerreros.
-Son
muy jóvenes -replicó Popilio con cierta tristeza.
-Eso
suele ser una ventaja -añadió César, que había revestido la toga pontifical,
una lujosa y vistosa prenda amplia color escarlata con franjas púrpura-. ¿Qué
sabe uno a la edad de diecisiete o dieciocho años? No tienen esposas ni hijos
por quién preocuparse. La juventud es turbulenta y necesita desahogar sus impulsos
violentos. Mejor es combatir que entregarse al vino, a las mujeres y a las
riñas de taberna... En la batalla, al menos, el Estado obtiene de ellos una
utilidad.
-Eres
un hombre duro -dijo Popilio.
Después
de anunciar en voz alta que Júpiter Stator, Sol Indiges y Bellona se dignaban aceptar
el sacrificio, pronunció las plegarias propiciatorias e hizo signo con la
cabeza a Craso para que comenzase. Una vez recibida la aprobación divina, Craso
tomó la palabra. Se había levantado un tribunal sobre un estrado al lado de las
cohortes culpables y en él estaban Craso y sus legados. El único tribuno de los
soldados que no formaba parte del grupo era César; todos se hallaban reunidos
en torno a una mesa entre las
legiones veteranas y las cohortes que iban a ser diezmadas, pues su cometido consistía
en efectuar el sorteo.
-¡Legados,
tribunos, cadetes, centuriones y soldados -dijo Craso con su voz potente y
sonora- se os ha formado para que seáis testigos de un castigo tan infrecuente
y severo, que hace ya varias generaciones que no se impone. Diezmar a la tropa
sólo se aplica a unidades que han demostrado ser indignas de formar parte de
las legiones de Roma, que han desertado de las águilas del modo más cobarde e
imperdonable. He ordenado que las quince cohortes que forman ante vosotros
vestidas con túnica, sean diezmadas por sobrados motivos: desde que fueron
reclutadas para el servicio a principios de año no han hecho más que huir en
todos los combates, y ahora, en su última derrota, han cometido el peor delito
en que puede caer un soldado, abandonando las armas y la coraza en el campo de
batalla, dejándoselas al enemigo. Ninguno merece vivir, pero no tengo poder
para ejecutarlos a todos; eso es prerrogativa del Senado y sólo del Senado. Así
pues, ejerceré mi derecho como comandante en jefe proconsular diezmando sus
filas, y espero que con ello anime a los que sigan vivos a combatir en el
futuro como soldados romanos y os haga ver a vosotros, mis leales y fieles
seguidores, que no voy a tolerar cobardías! ¡ Sean testigos los dioses de que
quedan vengados el buen nombre y el honor de los soldados romanos!
Conforme
Craso se aproximaba a la peroración, César se fue poniendo tenso. Si la tropa
de las seis legiones formadas como testigos aclamaba, Craso tenía el
consentimiento del ejército, pero si su discurso era acogido en silencio, se
iba a encontrar con una campaña turbulenta. A nadie le gustaba que se diezmaran
las filas y por eso ningún general lo hacía. ¿Era Craso, tan hábil en negocios
y política, igual de hábil juzgando a los veteranos de las legiones romanas?
Pero
las seis legiones le aclamaron con entusiasmo, y César, que le observaba atentamente,
percibió en él un ligero relajamiento de alivio. ¡Tampoco Craso las tenía todas
consigo!
Se
inició el sorteo. Eran setecientas cincuenta decurias, lo que significaba que
habían de morir setecientos cincuenta hombres; un proceso que Craso y Mummio habían
abreviado gracias a una excelente organización, disponiendo en un gran cesto
setecientas cincuenta tablillas -de las cuales setenta y cinco llevaban marcada
la cifra I, setenta y cinco la II y así sucesivamente hasta la X. Las habían
vertido al azar, revolviéndolas a continuación, y el tribuno de los soldados
Cayo Popilio se había encargado de contar setenta y cinco de aquellas tablillas
cuadradas de cinco centímetros para echarlas en diez cestos más pequeños, que
fueron entregando a cada uno de los diez tribunos de los soldados restantes
para que los repartieran.
Por
eso las cohortes condenadas estaban formadas en diez filas espaciadas con
setenta y cinco decurias en cada una. Un tribuno de los soldados recorría la
fila, deteniéndose ante cada decuria y sacando una tablilla del cesto, decía el
número en voz alta, el soldado al que le correspondía daba un paso al frente y
el tribuno continuaba a la siguiente decuria. Acto seguido comenzaba la
ejecución, también con gran orden y meticulosidad. Los centuriones de las seis
legiones de Craso, que no conocían a los soldados de las cohortes castigadas,
tenían orden de supervisarla. Quedaban pocos centuriones de aquellas quince
cohortes, pero los supervivientes no habían sido eximidos del castigo y
formaban con los soldados. Al que le había caído en suerte, le daban muerte los
otros nueve compañeros de decuria, aporreándole sin piedad. De ese modo, todos
sufrían: los nueve supervivientes y el ejecutado. Los centuriones que
supervisaban la ejecución sabían cómo había que hacerlo y lo decían.
-Arrodíllate
y no te muevas -indicaban al condenado-. Tú, pártele la cabeza -añadían a los
nueve restantes, que, sucesivamente, debían descargar la porra sobre el cráneo
del arrodillado.
Era
la manera más piadosa de aplicar el castigo, y al menos impedía que los
porrazos se
descargaran
brutalmente a ciegas sobre todas las partes del cuerpo de la víctima. Pero los
centuriones encargados de ello no cesaban de gritar y gritar que sacudiesen
fuerte y con tino, y las ejecuciones que se iban sucediendo a lo largo de la
fila de decurias se efectuaban cada vez mejor y más rápido: el resultado de la
repetición unida a la resignación de lo inevitable.
Al cabo de trece horas había concluido el
castigo, a la luz de antorchas en su última parte. Craso ordenó romper filas a
su cansado y aburrido ejército, y los setecientos cincuenta cadáveres fueron
colocados en treinta piras y devorados por el fuego.
Las cenizas, en vez de
enviárselas a sus familias, fueron arrojadas a las zanjas de las letrinas del
campamento y el dinero y los objetos personales fueron enviados al Erario como compensación
por aquellas corazas, cascos, cotas de malla y armas abandonadas en el campo de
batalla.
Los
que fueron testigos de aquel escarmiento por primera vez quedaron impresionados
y algunos muy hondamente. Ahora los soldados de unas catorce cohortes
disminuidas, formadas por los desgraciados supervivientes, se tragaban el miedo
y el orgullo y se disponían a esforzarse denodadamente para convertirse en la
clase de legionario que Craso quería.
De Capua llegaron otras siete cohortes de
reclutas bien entrenados y fueron incorporadas a aquellas catorce para darles
plena potencia. Como Craso seguía llamándolas las legiones de los cónsules, a
los doce tribunos de los soldados se les encomendó el mando, y César, primer
tribuno, obtuvo el mando de la Legio 1.
( C.
McC. )
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