jueves, 15 de enero de 2015

EL CÓNSUL MARCO LICINIO CRASO CASTIGA Y DIEZMA A LOS SOLDADOS COBARDES DE "LAS LEGIONES DE LOS CÓNSULES"

 
Al amanecer, las seis legiones de Craso estaban formadas, y frente a ellas, en diez columnas de setecientos cincuenta hombres, se hallaban los soldados que iban a ser diezmados. Mummio había trabajado denodadamente para hacerlo de la manera más rápida y simple, ya que la división numérica más importante era la decuria de diez hombres; ni que decir tiene que el propio Craso había ayudado mucho en los cálculos.

 

Las tropas permanecían tal como Mummio y sus tribunos de los soldados las habían dispuesto, vestidas sólo con túnica y sandalias, pero todos llevaban una porra en la mano derecha y habían sido numerados de uno a diez para efectuar el sorteo. Cobardes manifiestos, seguían pareciendo cobardes, pues todos ellos temblaban a ojos vistas, no se veían más que caras de terror con la frente bañada de sudor a pesar del frío matinal.

 

-Pobres -dijo César a su colega tribuno de los soldados, Cayo Popilio-. No sé qué les da más miedo, la idea de que les caiga en suerte morir o el pensar que puede tocarles en suerte ser de los nueve que deben matar. No son guerreros.

 

-Son muy jóvenes -replicó Popilio con cierta tristeza.

 

-Eso suele ser una ventaja -añadió César, que había revestido la toga pontifical, una lujosa y vistosa prenda amplia color escarlata con franjas púrpura-. ¿Qué sabe uno a la edad de diecisiete o dieciocho años? No tienen esposas ni hijos por quién preocuparse. La juventud es turbulenta y necesita desahogar sus impulsos violentos. Mejor es combatir que entregarse al vino, a las mujeres y a las riñas de taberna... En la batalla, al menos, el Estado obtiene de ellos una utilidad.

 

-Eres un hombre duro -dijo Popilio.
 -No. Soy práctico.


 Craso estaba listo para comenzar. César se aproximó al lugar en que estaban dispuestos los adornos rituales, echándose un pliego de la toga por la cabeza. Cada una de las legiones tenía su propio sacerdote y augur, y era uno de los augures militares quien examinaba el hígado de la ternera. Pero como el rito de diezmar las tropas era potestad del imperium proconsular de un general, era preceptivo que lo oficiase una autoridad religiosa superior a la que regía en las legiones, y por eso Craso se lo había encomendado a César, y era él quien tenía que verificar los hallazgos del augur.

 

Después de anunciar en voz alta que Júpiter Stator, Sol Indiges y Bellona se dignaban aceptar el sacrificio, pronunció las plegarias propiciatorias e hizo signo con la cabeza a Craso para que comenzase. Una vez recibida la aprobación divina, Craso tomó la palabra. Se había levantado un tribunal sobre un estrado al lado de las cohortes culpables y en él estaban Craso y sus legados. El único tribuno de los soldados que no formaba parte del grupo era César; todos se hallaban reunidos en torno a una mesa entre las legiones veteranas y las cohortes que iban a ser diezmadas, pues su cometido consistía en efectuar el sorteo.

 

-¡Legados, tribunos, cadetes, centuriones y soldados -dijo Craso con su voz potente y sonora- se os ha formado para que seáis testigos de un castigo tan infrecuente y severo, que hace ya varias generaciones que no se impone. Diezmar a la tropa sólo se aplica a unidades que han demostrado ser indignas de formar parte de las legiones de Roma, que han desertado de las águilas del modo más cobarde e imperdonable. He ordenado que las quince cohortes que forman ante vosotros vestidas con túnica, sean diezmadas por sobrados motivos: desde que fueron reclutadas para el servicio a principios de año no han hecho más que huir en todos los combates, y ahora, en su última derrota, han cometido el peor delito en que puede caer un soldado, abandonando las armas y la coraza en el campo de batalla, dejándoselas al enemigo. Ninguno merece vivir, pero no tengo poder para ejecutarlos a todos; eso es prerrogativa del Senado y sólo del Senado. Así pues, ejerceré mi derecho como comandante en jefe proconsular diezmando sus filas, y espero que con ello anime a los que sigan vivos a combatir en el futuro como soldados romanos y os haga ver a vosotros, mis leales y fieles seguidores, que no voy a tolerar cobardías! ¡ Sean testigos los dioses de que quedan vengados el buen nombre y el honor de los soldados romanos!

 

Conforme Craso se aproximaba a la peroración, César se fue poniendo tenso. Si la tropa de las seis legiones formadas como testigos aclamaba, Craso tenía el consentimiento del ejército, pero si su discurso era acogido en silencio, se iba a encontrar con una campaña turbulenta. A nadie le gustaba que se diezmaran las filas y por eso ningún general lo hacía. ¿Era Craso, tan hábil en negocios y política, igual de hábil juzgando a los veteranos de las legiones romanas?

 

Pero las seis legiones le aclamaron con entusiasmo, y César, que le observaba atentamente, percibió en él un ligero relajamiento de alivio. ¡Tampoco Craso las tenía todas consigo!


Se inició el sorteo. Eran setecientas cincuenta decurias, lo que significaba que habían de morir setecientos cincuenta hombres; un proceso que Craso y Mummio habían abreviado gracias a una excelente organización, disponiendo en un gran cesto setecientas cincuenta tablillas -de las cuales setenta y cinco llevaban marcada la cifra I, setenta y cinco la II y así sucesivamente hasta la X. Las habían vertido al azar, revolviéndolas a continuación, y el tribuno de los soldados Cayo Popilio se había encargado de contar setenta y cinco de aquellas tablillas cuadradas de cinco centímetros para echarlas en diez cestos más pequeños, que fueron entregando a cada uno de los diez tribunos de los soldados restantes para que los repartieran.

 

Por eso las cohortes condenadas estaban formadas en diez filas espaciadas con setenta y cinco decurias en cada una. Un tribuno de los soldados recorría la fila, deteniéndose ante cada decuria y sacando una tablilla del cesto, decía el número en voz alta, el soldado al que le correspondía daba un paso al frente y el tribuno continuaba a la siguiente decuria. Acto seguido comenzaba la ejecución, también con gran orden y meticulosidad. Los centuriones de las seis legiones de Craso, que no conocían a los soldados de las cohortes castigadas, tenían orden de supervisarla. Quedaban pocos centuriones de aquellas quince cohortes, pero los supervivientes no habían sido eximidos del castigo y formaban con los soldados. Al que le había caído en suerte, le daban muerte los otros nueve compañeros de decuria, aporreándole sin piedad. De ese modo, todos sufrían: los nueve supervivientes y el ejecutado. Los centuriones que supervisaban la ejecución sabían cómo había que hacerlo y lo decían.

 

-Arrodíllate y no te muevas -indicaban al condenado-. Tú, pártele la cabeza -añadían a los nueve restantes, que, sucesivamente, debían descargar la porra sobre el cráneo del arrodillado.

 

Era la manera más piadosa de aplicar el castigo, y al menos impedía que los porrazos se
descargaran brutalmente a ciegas sobre todas las partes del cuerpo de la víctima. Pero los centuriones encargados de ello no cesaban de gritar y gritar que sacudiesen fuerte y con tino, y las ejecuciones que se iban sucediendo a lo largo de la fila de decurias se efectuaban cada vez mejor y más rápido: el resultado de la repetición unida a la resignación de lo inevitable.

 

 Al cabo de trece horas había concluido el castigo, a la luz de antorchas en su última parte. Craso ordenó romper filas a su cansado y aburrido ejército, y los setecientos cincuenta cadáveres fueron colocados en treinta piras y devorados por el fuego.


 Las cenizas, en vez de enviárselas a sus familias, fueron arrojadas a las zanjas de las letrinas del campamento y el dinero y los objetos personales fueron enviados al Erario como compensación por aquellas corazas, cascos, cotas de malla y armas abandonadas en el campo de batalla.

 

Los que fueron testigos de aquel escarmiento por primera vez quedaron impresionados y algunos muy hondamente. Ahora los soldados de unas catorce cohortes disminuidas, formadas por los desgraciados supervivientes, se tragaban el miedo y el orgullo y se disponían a esforzarse denodadamente para convertirse en la clase de legionario que Craso quería.


 De Capua llegaron otras siete cohortes de reclutas bien entrenados y fueron incorporadas a aquellas catorce para darles plena potencia. Como Craso seguía llamándolas las legiones de los cónsules, a los doce tribunos de los soldados se les encomendó el mando, y César, primer tribuno, obtuvo el mando de la Legio 1.

( C. McC. )

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