-¿Qué
es lo que tienes que decir, jovencita?
-Esta
vez estoy preparada, padre. ¡Puedes pegarme hasta matarme porque me da igual!
¡No quiero casarme con Quinto Pompeyo y no puedes obligarme!
-Hija,
te casarás con Quinto Pompeyo aunque tenga que atarte y drogarte -replicó Sila
en un tono suave, presagio de gran violencia.
Pero,
a pesar de sus lágrimas y pataletas, era mucho más hija suya que de Julilla.
Notó que se afirmaba sobre los pies, como dispuesta a recibir un tremendo
golpe, y advirtió que sus ojos brillaban como zafiros.
-¡No
voy a casarme con Quinto Pompeyo!
-¡Por
todos los dioses que lo harás, Cornelia!
-¡No
me casaré con él!
Normalmente,
tal desafío habría provocado una ira desatada en Sila, pero en esta ocasión,
quizá porque viera en el rostro de la muchacha algún rasgo de su hijo muerto,
no tuvo fuerzas para encolerizarse.
-Hija
-espetó con un bufido-, ¿sabes quién es Pietas?
-Claro
que lo sé: el deber -contestó Cornelia Sila, cautelosa.
-Amplía
la definición, Cornelia.
-Es
la diosa del deber.
-¿Qué
clase de deber?
-Toda
clase de deber.
-Incluido
el deber de los hijos para con sus padres, ¿no es cierto? -dijo Sila con
suavidad.
-Sí
-contestó ella.
-Desafiar
al paterfamilias es una cosa horrible, Cornelia. No sólo se ofende a
Pietas, sino que, conforme a la ley, estás obligada a obedecer al cabeza de
familia. Y yo lo soy -dijo Sila, severo.
-El
primer deber es para conmigo misma -contestó ella, heroica.
-No,
hija, tu primer deber es conmigo. Dependes de mi mano.
-¡Padre,
con mano o sin mano, no pienso traicionarme!
-¡Oh,
vete! -exclamó él cuando pudo-. ¡Cumple con tu deber o te vendo como esclava! -
gritó tras ella, sin dejar de reír-. ¡Puedo hacerlo y nadie me lo impedirá!
-¡Ya
soy una esclava! -replicó ella a voces.
-¡Qué
soldado habría sido!
( C.
McC. )
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