Ramsés II (« nacido de Ra, querido de
Amón» ) fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo.
Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su
reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las
listas de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque
los egipcios medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi
perfecto complementado con otro lunar y con un tercero que tomaba como
referencia el ciclo de la estrella Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en
particular la historia, no era como la nuestra.
Las listas de rey es son
sucesiones de nombres en las que se indica el número de año de reinado
(primero, segundo…) junto con algunas informaciones consideradas relevantes en
el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios sintieron la necesidad de
escribir su historia en los términos en que hoy en día lo hacemos. Lo esencial
en su mentalidad era el concepto de continuidad y, por tanto, no había por qué
relatar los acontecimientos remontándose a un origen sino continuarlos añadiendo
los nuevos hechos.
La primera historia del antiguo Egipto escrita desde su
origen fue la redactada por el sacerdote Manetón, que en el siglo III a.
C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de Alejandro Magno, Ptolomeo II. A
él se debe la división de la historia de Egipto en dinastías que aún hoy
manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología, la historia de
Egipto se dividiría en tres grandes períodos
Imperio Antiguo, Medio y Nuevo— separados por varias etapas de
inestabilidad denominadas « períodos intermedios» . Todos ellos engloban varias
dinastías. Ramsés II accedió al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C.
y 1279 a. C. (fechas extremas contempladas por los especialistas), es decir,
durante el Imperio Nuevo, cuando la cultura egipcia y a conocía casi dos mil
años.
Toda la historia de Egipto
está marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura
aluvial del Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación
determinó dos cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una
parte, el aislamiento respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de
las crecidas anuales del río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue
la zona del delta del Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los
que habitaban en las actuales Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental
de conflicto de intereses con pueblos como los hititas. Durante el Imperio
Nuevo, Egipto se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del
exterior, por razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés
II sería el paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que
explicarían el bienestar material que caracterizó su imperio.
Las crecidas del río Nilo
permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría
estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El
desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus
márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado.
La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de rey es se consignaba
anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las
crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos
egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues
en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las
cosas tal y como se había dado en la creación.
Cuando en época predinástica
surgió la realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante
la vinculación de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris,
Horus y Seth. De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y
era parte esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los
dioses habían establecido en la creación a los rey es (faraones) como medio
imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden
con su sola presencia, y parte esencial del « orden» en el mundo egipcio era la
regularidad de las crecidas del Nilo.
Por otra parte, sólo los
faraones podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón
egipcio y los hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus
funciones religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los
templos puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en
contacto con el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una
sociedad que se concebía a sí misma en términos religiosos. En palabras del
profesor de Egiptología Antonio Pérez Lagacha, « los egipcios necesitaban de algo
que estuviera por encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros:
unas divinidades que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el
rey » . De los faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo
aquello que representaba el « caos» y el « desorden» , es decir, todo lo que
podía poner en peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques
de otros pueblos. Pocos faraones mantuvieron tanto a raya el « caos» como lo
hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de gobierno.
UNA
NUEVA DINASTÍA
A diferencia de muchos de sus
predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen
real. Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de
su reinado (1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar
príncipe regente a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar,
el abuelo de Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le
sucedió en el trono con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la
dinastía XIX, aquella que se identifica con la época dorada de la cultura egipcia.
Ramsés I no llegaría a gobernar ni dos años; le sucedió su hijo Seti I,
al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había asociado al
trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten establecerlo de
forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés I accedió al
trono y a había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el futuro faraón
debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.
Seti I fue por encima de todo el «
faraón restaurador» . Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo
largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional
tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV
durante la llamada « herejía amarniense» . En su quinto año de reinado, Amenofis
IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el
centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel
predominante en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón
(el disco solar). La práctica proscripción de todos los dioses del panteón
egipcio en favor de Atón vino acompañada de toda una serie de cambios radicales
en la vida egipcia.
Para empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el
de Akhenatón (« el que actúa efectivamente en bien de Atón» ) y trasladó
la capital de Menfis a una nueva ciudad que llamó Akhetatón (« horizonte
de Atón» ). Se cerraron los antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió
la clase sacerdotal y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de
seguidores del dios Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal,
creador de todos los hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que,
en consecuencia, eran iguales ante él.
Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.
Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.
Así, durante la infancia de
Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de
los antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur
de Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de
obra barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte
debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro
de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía
atender. Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y
el faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur
de Palestina y a en el primer año de su reinado.
A esta campaña le seguirían
varias más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios
en la parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el
norte, incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría
aunque posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas
campañas tenía una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento,
por lo que, como indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio
Nuevo todos los faraones reproducirían este patrón: « En el Reino Nuevo una de
sus primeras acciones de gobierno será realizar una campaña militar en el
exterior simbolizando que nada había cambiado, que el orden seguía existiendo y
que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados» .
Ramsés creció sabiéndose futuro
faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó
cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo
relativo a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos
instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los
que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de
su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad
interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los
miembros del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y
el control de los hititas.
La importancia de la faceta militar en su formación
como futuro gobernante de Egipto está directamente relacionada con su
nombramiento como « comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba
a la adolescencia, aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter
honorífico y a que resulta difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento
armado con guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun
así, la participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano
dada su consideración como una de las tareas propias de la realeza más
importantes en la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón.
Cuando contaba unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus
campañas contra los libios del delta occidental y un año después conoció los
enfrentamientos armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años
cuando se embarcó en su primera campaña militar en solitario, una acción
destinada a sofocar una rebelión en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico
pues que, como apunta el egiptólogo Ian Shaw, « casi sin excepciones,
cada príncipe heredero ramésida ostentó el título, honorífico o real, de
“comandante en jefe del ejército”, que vemos por primera vez en Horemheb,
el fundador de la dinastía» .
Cada paso, cada decisión que Seti
I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde
o más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun
siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él,
formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía
nueva y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio,
más aún teniendo en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se
habían vivido en la fase final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés
como príncipe corregente era una forma de asegurar que la sucesión en la
realeza egipcia volvía a ser hereditaria.
La cuestión sucesoria era de la
máxima relevancia en la consolidación del poder real, de ahí la importancia
dada a que el faraón pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El
abultado número de esposas reales con las que contaban los faraones no era más
que un mero reflejo de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el
lecho del faraón, más posibilidades había de garantizar su sucesión,
especialmente en una sociedad en la que la mortalidad infantil se situaba en
torno a un tercio de los nacidos. Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén
siendo todavía corregente. Tener un heredero formaba parte de las obligaciones
inherentes a la realeza y, según parece, Ramsés II se encargó de cumplir
holgadamente con este cometido.
Ya durante el reinado de Seti
I puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y
múltiples hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales,
varias secundarias e innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la
increíble cifra de más de noventa hijos. La preocupación por la sucesión
durante el período ramésida también encontró su reflejo en las expresiones
artísticas de la época como atestiguan entre otros muchos los relieves del
templo de Beit-el Wali en los que se representa la primera campaña militar de Ramsés
en solitario. En ellos puede contemplarse al futuro faraón combatiendo a los
enemigos que caen abatidos por una lluvia de flechas bajo las ruedas de su carro
en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef, el heredero, y Khaemwaset)
disfrutan del espectáculo.
Como ha indicado el profesor Shaw, « durante todo el
período ramésida los príncipes herederos, que durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente
aparecen representados en las tumbas de sus profesores y niñeras, que no
pertenecen a la familia real, aparecen de forma destacada en los monumentos
reales de sus progenitores, quizá con la intención de enfatizar que la realeza
de la nueva dinastía era completamente hereditaria de nuevo» .
De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.
De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.
COMBATIR
EL CAOS: LA BATALLA DE QADESH
Durante los tres primeros años
de su reinado, Ramsés II no llevó a cabo ninguna campaña militar y
centró todos sus esfuerzos en asegurar su recién adquirida posición mediante el
inicio de una intensa política de construcción de templos y monumentos que se
convertiría en seña de su reinado. Pero entre esas medidas una revelaba las intenciones
expansionistas del nuevo faraón, el traslado de su residencia de Tebas,
en el valle medio del Nilo, a Avaris, en la frontera oriental del delta, que
desde ese momento pasó a denominarse Pi-Ramsés (« casa de Ramsés» ).
Si bien es
cierto que de allí procedían sus antepasados, las razones fundamentales para
decidir el traslado fueron de orden político y táctico. Desde la zona oriental
del delta Ramsés II podía controlar de cerca el siempre preocupante escenario
asiático y las campañas militares, en caso de ser necesarias, podían llegar a
sus objetivos con mucha más rapidez, puesto que Pi- Ramsés se encontraba
situada estratégicamente cerca del camino que conducía tanto a la fortaleza
fronteriza de Sile como a Siria y Palestina.
Por otra parte, al abandonar Tebas
Ramsés II hacía una inteligente apuesta económica, pues asegurando la
presencia egipcia en la zona favoreció el intercambio comercial y cultural con
los ricos pueblos de Próximo Oriente, lo que terminó haciendo del reinado del
tercer faraón de la dinastía XIX una de las épocas más prósperas y
culturalmente cosmopolitas de la historia de Egipto. Como afirma el egiptólogo
Ian Shaw, Pi-Ramsés « no tardó en convertirse en el centro comercial y
base militar más importante del país» . La propia ciudad fue reflejo de la
riqueza de este intercambio pues, como explica el historiador Joaquín Muñiz,
« se hallaba dividida en dos grandes barrios, uno consagrado a la gran diosa
madre del Asia Anterior, Ishtar, y el otro dedicado y patrocinado a la antigua
diosa madre del delta, Uadjet» .
Instalado en Pi-Ramsés, el
nuevo faraón no tardó en dejar claro al rey hitita Muwatali cuáles eran
sus objetivos como gobernante de Egipto. En el cuarto año de su reinado organizó
una primera campaña militar con el fin de recuperar el vasallaje del país de
los amorritas (Amurru) que estaba bajo control hitita y resultaba esencial para
asegurar el control de la costa de Siria y, en consecuencia, de la comunicación
marítima de Egipto.
El regreso victorioso de las tropas del faraón apenas tuvo
ocasión de celebrarse pues rápidamente Muwatali respondió con una ofensiva que
le permitió recuperar las posiciones perdidas. La perspectiva de una respuesta
egipcia en forma de avance armado hacia el norte llevó a Muwatali a tomar las
disposiciones diplomáticas necesarias para formar una gran coalición de hasta
veinte tribus y pequeños estados aliados de Anatolia y Siria con la que hacer
frente al faraón. Las dos potencias políticas y militares más importantes del
momento estaban listas para tener un enfrentamiento definitivo por el dominio
del Mediterráneo oriental, y éste tuvo lugar en la batalla de Qadesh.
Al inicio del quinto año de
su reinado, Ramsés II comenzó a preparar un potente ejército con el que
enfrentarse a Muwatali. Cuatro grandes cuerpos armados de militares egipcios,
el de Amón procedente de Tebas y a cuyo frente iba el propio Ramsés II, y los de
Re, Ptah y Seth (de Heliópolis, Menfis y Pi- Ramsés, respectivamente)
acompañados de mercenarios shardanos y amorritas, se dirigieron al encuentro de
las tropas del rey hitita. Su número era cercano a los veinte mil hombres, pero
la coalición comandada por Muwatali no era menor.
Como ha indicado el profesor José
María Santero, « en ambos bloques puede calcularse un equilibrio numérico
de fuerzas y un equilibrio de técnicas bélicas, porque el elemento guerrero más
decisivo del momento, el carro de guerra, era conocido y utilizado en los dos
bandos. La única diferencia era que el carro egipcio llevaba dos hombres —un
conductor y un guerrero—, mientras que el hitita llevaba tres —un conductor y
dos guerreros» .
Lo sucedido en el
enfrentamiento de ambos bandos en Qadesh constituye uno de los pasajes
mejor conocidos y documentados de la Antigüedad, en parte por la increíble
labor de propaganda emprendida por Ramsés II tras los hechos mediante
inscripciones y relieves relativos a la batalla en templos y monumentos, y en
parte porque se ha conservado un relato oficial de lo sucedido, el llamado Poema de Pentaur. Obviamente se trata de
fuentes que transmiten la versión oficial egipcia de los hechos, es decir,
aquella que convenía a sus intereses, por lo que presentan como una gran
victoria de Ramsés II lo que en realidad fue un enfrentamiento que finalizó en
tablas.
Hacia finales del mes de
abril del quinto año de su reinado, Ramsés II abandonó la fortaleza de
Tharu al frente de la división de Amón. Tras él iba la de Re y en la retaguardia
las de Ptah y Seth. Atravesaron Palestina hasta llegar a Amurru y, transcurrido
un mes, se hallaron en el valle del río Orontes desde el que se divisaba la
ciudad de Qadesh, el lugar en que el faraón suponía reunido el ejército de
Muwatali. Según las fuentes, que quizá de este modo justifican el posterior
error táctico de Ramsés II, dos beduinos shasu espías del rey hitita llegaron
al campamento egipcio haciéndose pasar por desertores y dieron información
falsa al faraón sobre la situación y las características de las supuestas
tropas enemigas.
Aseguraron que Muwatali, impresionado por la magnitud
del ejército egipcio, había decidido retroceder por el norte hacia Alepo para
evitar el enfrentamiento. Pero la realidad era muy diferente. Las poderosas tropas
de la coalición asiático-hitita esperaban que el ardid surtiese efecto escondidas
tras la fortaleza de Qadesh, a buen recaudo de los ojos de su enemigo. Ninguna
noticia como la de la retirada del enemigo aterrorizado podía disponer más para
la batalla el ánimo guerrero del joven Ramsés II. Sin pensarlo dos veces tomó
el mando de la división de Amón tras acordar con las restantes un punto de
reunión cercano a Qadesh y cruzó el Orontes para dar caza al ejército hitita.
Pero cuando la división de Re, sin sospechar peligro alguno, se encontraba en
camino del punto acordado, sufrió la carga devastadora de los carros del ejército
hitita. Sin capacidad para reaccionar por la sorpresa, las filas de la división
de Re se quebraron y sucumbieron irremediablemente bajo las flechas enemigas. Los
que lograron sobrevivir huyeron hacia el lugar donde se encontraba la división
de Amón perseguidos por los hititas.
Ramsés II no había podido reaccionar pues
la colina y la fortaleza de Qadesh le impedían ver la maniobra de las tropas
enemigas. Cuando tras capturar y apalear a unos espías logró hacerlos confesar
la verdad ya era demasiado tarde, las divisiones de Ptah y de Seth se
encontraban excesivamente lejos, pero los carros hititas estaban por todas
partes.
Y entonces ocurrió el
milagro. El momento se describe así en el Poema de Pentaur: « Entonces apareció Su Majestad [Ramsés II], parecido a su
padre el
dios Montu.
Cogió sus armas y se ciñó la coraza (…) se lanzó al galope, y se hundió en las entrañas de los
ejércitos de esos miserables hititas, completamente solo, sin nadie con él. Al
dirigir la mirada hacia atrás vio que dos mil quinientos carros le habían cortado toda
salida, con todos los guerreros del miserable país de los hititas, así como de los
numerosos países confederados (…)» . En ese instante, según el Poema, Ramsés II exclama: « ¡Yo te
imploro Amón, padre mío!» , y con la fuerza sobrehumana de un dios acaba con los enemigos:
« Y entonces los
dos mil
quinientos carros en medio de los cuales estaba son derribados en tierra ante mis caballos, ninguno de
ellos sabe batirse (…) los precipito al agua como si fuesen cocodrilos; caen unos
encima de otros, y los voy matando a mi antojo» .
Más allá de la descripción mítica de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el ejército egipcio pudo rechazar al hitita.
Tanto Muwatali como Ramsés II presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.
Más allá de la descripción mítica de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el ejército egipcio pudo rechazar al hitita.
Tanto Muwatali como Ramsés II presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.
Una sola cosa había quedado clara tras la batalla, tanto hititas como egipcios eran poderosos enemigos, por lo que se imponía la necesidad de lograr una paz de equilibrio que evitase un estallido bélico general de gravísimas consecuencias para todos los pueblos de Próximo Oriente. Por esta razón, en los años que siguieron a la batalla de Qadesh y pese a no haberse firmado ningún acuerdo formal de paz por las partes en conflicto, egipcios e hititas renunciaron a continuar con su política de hostigamiento mutuo.
Por fortuna han llegado hasta
nuestros días ejemplares del tratado de paz tanto egipcios como hititas lo
cual, a diferencia de lo que ocurre con Qadesh, permite hacerse una idea
bastante fidedigna de lo que en él se acordó. El contenido del acuerdo revela
la madurez política de Ramsés II y su visión de futuro como gobernante: se
hacía una declaración formal de paz que obligaba a las futuras generaciones,
ambas partes renunciaban a intervenir militarmente en la zona siria, se establecía
una alianza defensiva de ayuda mutua en caso de ataques extranjeros… Con todo
ello se fortalecía la base del crecimiento económico que para Egipto suponía el
desarrollo de la actividad comercial en condiciones pacíficas en la zona
nordeste del delta del Nilo.
La prosperidad sin precedentes que alcanzó la
sociedad egipcia bajo el gobierno de Ramsés II fue sin duda consecuencia de la
hábil política exterior que éste desarrolló. En palabras de Ian Shaw, « la paz
trajo una nueva estabilidad en el frente norte y, con las fronteras abiertas al
Éufrates, el Mar Negro y el Egeo oriental, el comercio internacional no tardó
en florecer como no lo había hecho desde los tiempos de Amenhotep III» .
Las relaciones pacíficas con
los hititas se convirtieron en una de las claves de la política exterior y
económica de todo el reinado de Ramsés II, de ahí que trece años después
de la firma del tratado de paz, y como símbolo de la continuidad de las intenciones
de las dos potencias, se concertase un matrimonio entre una de las hijas de
Hattusilli III y el faraón. Maa-Hor-Nefrure (« Nefura quien completa a Horus»
), que así pasó a llamarse, fue entregada personalmente por su padre a Ramsés
II en Damasco y llegó a ser una de las siete mujeres que ostentó el título de «
gran esposa real» .
Ramsés II se había revelado
como uno de los más grandes gobernantes de su tiempo y quizá el más brillante
de la historia egipcia. Otros faraones antes que él también habían logrado
importantes cotas de desarrollo para su pueblo, pero Ramsés II logró combinar con
acierto todas las facetas posibles del crecimiento. Estabilidad política y
religiosa, potencia militar, ampliación de los límites exteriores y prosperidad
económica de la mano de un creciente intercambio comercial y cultural, y todo
ello durante un larguísimo período de tiempo, pues Ramsés II gobernó casi
sesenta y siete años, algo que para la época constituía todo un récord. Nada
tiene entonces de raro que este faraón, consciente como pocos antes de la
trascendencia de su propia obra, quisiese dejar memoria de ello. A juzgar por
la imagen que aún hoy se conserva de él, logró su objetivo.
GOBERNAR
PARA EL PRESENTE Y REINAR PARA LA ETERNIDAD
Todos los especialistas
coinciden en señalar a Ramsés II como el mayor constructor de la historia de Egipto. La costumbre faraónica
de levantar grandes monumentos
religiosos y funerarios como forma de preservar la continuidad de las tradiciones egipcias y de
exaltar los más destacados logros de cada gobernante, llegó con Ramsés II a su más esplendoroso
apogeo. Tanto por el número
como por el colosalismo de las construcciones llevadas a cabo durante las casi siete décadas que
ocupó el trono egipcio, puede afirmarse sin miedo al error que ni antes ni después
faraón alguno llegó a igualarle. Ya en sus primeros años de gobierno dio muestras
de hasta qué punto estaba dispuesto a desarrollar una política propagandística
de prestigio personal usurpando a sus verdaderos promotores monumentos y a existentes. La apropiación de
éstos era práctica habitual
entre los faraones, pero, una vez más, Ramsés II la practicó con una intensidad verdaderamente
frenética. Como indica el profesor Shaw, « apenas hay un lugar de Egipto donde
sus cartuchos (representación jeroglífica del nombre) no aparezcan en los monumentos» .
En sus muchas usurpaciones
Ramsés II mostró un especial gusto por las estatuas de rey es y dioses de época
de Amenofis III —último faraón antes del período amarniense— y los
conjuntos monumentales de la dinastía XII. Estas expresiones artísticas se caracterizaban
por su marcado clasicismo y se las considera como algunas de las mejores
expresiones de la tradición cultural egipcia. Ramsés II buscaba con ellas vincular
su reinado con el período clásico frente a la ruptura con la tradición que
había supuesto la etapa amarniense. Desde que su abuelo iniciase la dinastía
XIX, la realeza del Imperio Nuevo encontraba sus modelos en todo aquello que
supusiese una afirmación de la tradición pues los peligros de hacer lo
contrario habían quedado a la vista tras el convulso período de Amenofis IV y
sus sucesores. Desde luego Ramsés II había aprendido bien sus lecciones
de infancia.
La huella constructora del
faraón quedaría en innumerables lugares (Abydos, Luxor, Karnak, Heracleópolis,
Menfis, Saqqara…) en los que erigió un sinfín de templos dedicados a la
veneración de los dioses del panteón egipcio y a la propia. En ellos dejaría
testimonio de los hechos de su reinado y muy en especial de sus victorias
militares entre las que la batalla de Qadesh ocupó un lugar más que destacado.
Largas inscripciones jeroglíficas y maravillosos relieves profusos en detalles
cubrieron sus paredes dejando un legado de incalculable valor para la Historia
y el Arte. Pero si una de esas construcciones destaca entre todas las demás es
sin lugar a dudas el templo de Abu-Simbel. Como ha apuntado el catedrático de
Historia Antigua Francisco José Presedo, « de todos los templos de Nubia,
y para algunos de todo el Egipto antiguo, Abu-Simbel es la obra más extraordinaria»
.
En realidad fue Seti I quien
inició su construcción, aunque Ramsés II, que prosiguió con ella tras su
llegada al trono, no dejó memoria de ello en ninguna de sus numerosas
inscripciones. El templo, de unos 63 metros de profundidad, está completamente
excavado en la roca. En su interior las paredes de las salas sorprenden por una
rica decoración de relieves de temas militares y escenas de culto entre los que
destaca por su grandiosidad el que reproduce con todo lujo de detalles la
batalla de Qadesh. Sin embargo es en el exterior donde el templo ofrece su
imagen más conocida, la de la inmensa fachada a cuyo frente se sitúan cuatro
colosales estatuas del propio Ramsés II de veinte metros de altura. A sus pies
pequeñas figuras retratan a su amada esposa Nefertari y a algunos de sus hijos.
En ningún templo como en éste la deificación del faraón, que en el interior aparece
prestándose culto a sí mismo, ha resultado tan escandalosamente explícita.
En Abu-Simbel,
Ramsés II es mediador entre los dioses y los hombres y un dios en sí mismo.
El pasmo, la admiración, la sorpresa y el temor que semejantes representaciones
del faraón debían de infundir tanto en el pueblo egipcio, que jamás tenía
ocasión de contemplarle directamente, como en cualquier visitante o
representante extranjero llegado a su corte, constituyeron un arma política que
Ramsés II manejó con habilidad de auténtico maestro. Para la construcción de
estos fabulosos monumentos, Ramsés II empleó, además de arquitectos y obreros
especializados, una gran cantidad de mano de obra procedente en no pocos casos
de los prisioneros de sus campañas militares, razón por la que hasta los libros
bíblicos del Génesis y el Éxodo se hicieron eco de su reinado.
Entre los muchos
obreros que trabajaron en las obras de construcción de Pi-Ramsés parece que
pudieron encontrarse los hebreos que habían sido deportados a Egipto. El
Génesis recoge su presencia en lo que denomina como « tierra de Ramsés» al este
del delta y que según los especialistas probablemente se trataría de Pi-Ramsés.
La imagen transmitida por el Éxodo del pueblo de Israel esclavizado por un faraón
tirano de cuyo yugo finalmente consiguió escapar también contribuiría a inmortalizar
la memoria de Ramsés II. Pero nada como los increíbles templos funerarios levantados
en su nombre contribuyó a proyectar en la Historia la imagen de este faraón de
leyenda.
MORIR
PARA SEGUIR VIVIENDO
Todos los monumentos erigidos
por los faraones buscaban hacer perdurar su memoria para la eternidad, pero en
el caso de las grandes tumbas reales lo que se pretendía sobre todo era
garantizar la vida de sus ocupantes aun después de la muerte. Los egipcios creían
firmemente en la vida en el más allá, por lo que toda su religiosidad giraba en
torno a una cultura funeraria que hacía del culto a los muertos uno de sus
principales pilares.
En la concepción egipcia el cuerpo humano no sólo poseía
una dimensión material sino que en él también se hallaba el « Ka» o elemento
espiritual. Para que una persona pudiese vivir en el más allá su « Ka»
necesitaba continuar teniendo un soporte físico, razón por la cual el cuerpo se
momificaba. Pero al igual que en vida, el cuerpo y su « Ka» debían seguir
proveyéndose de cuidados y comida. La presencia en las tumbas de ofrendas en
forma de alimentos, joyas, perfumes o vestidos se explica por esta razón, a la
que también obedece la representación de estos elementos mediante pinturas y
relieves; es decir, lo representado cobraba vida en el más allá. Cuanto más
rica era una tumba, mejor vida se garantizaba para el fallecido después de la
muerte, de ahí los lujosísimos ajuares funerarios de los faraones y miembros de
la familia real y la magnificencia de sus sepulturas.
Como no podía ser de otro
modo, Ramsés II ordenó construir fantásticas tumbas tanto para sí mismo
como para sus esposas e hijos. La devoción de Ramsés II por la primera de sus «
grandes esposas reales» , Nefertari, resulta evidente con la sola
contemplación de las bellísimas pinturas murales que decoran la tumba que hizo
excavar para ella a doce metros bajo tierra en el Valle de las Reinas en Tebas.
No cabe duda de que deseaba que su vida en el más allá fuese inmejorable. Por
lo que se refiere a la del propio Ramsés II, ubicada en el Valle de los Rey es,
responde a unas dimensiones mucho mayores de las habituales en este tipo de
monumentos aunque aún no se conoce a fondo al haber sido parcialmente destruida
por varias riadas.
Por fortuna, parece que la momia del faraón se extrajo de la
tumba antes de que esto sucediera. En 1881 se hallaron en una misma tumba
varias momias reales que, según parece, habrían sido depositadas en ella por
sacerdotes que intentaban protegerlas de los expolios que padecían las
sepulturas dada la riqueza de los ajuares funerarios. Aunque resulta difícil
identificarlas con total seguridad, todo parece indicar que la que aparecía
bajo el nombre de Ramsés II pudo efectivamente ser la del faraón. Se trata de
un hombre de cerca de noventa años (lo que corresponde con la edad a la que se
supone murió) que debió de padecer algún tipo de enfermedad reumática y que
presenta una gran infección en la mandíbula que pudo motivar su fallecimiento.
Desde luego Ramsés II sobrevivió a buena parte de sus hijos por lo que no
parece raro que quisiese construir para ellos la que es a día de hoy la mayor
tumba del Valle de los Rey es. Los relieves del faraón ofreciendo a sus hijos
muertos a los dioses para que los acojan y protejan en el más allá hablan, como
en el caso de la tumba de Nefertari, no sólo del rey sino también del hombre.
Se sabe que Ramsés II gobernó
Egipto durante casi sesenta y siete años. De hecho llegaría a celebrar hasta
catorce fiestas « Sed» o jubileos reales, lo cual, teniendo en cuenta que
sucedió a su padre con más de veinte años, quiere decir que vivió mucho más de
lo que era frecuente en su época. A su muerte le sucedió su hijo Merenptah
—el cuarto de su segunda gran esposa Isisnefret— que por entonces debía
de tener entre cincuenta y sesenta años, pero ni él ni ningún otro faraón después
pudo compararse con Ramsés II, que ya en los últimos años de su reinado se
había convertido para propios y extraños en una auténtica leyenda viva.
Su
habilidad administrativa, su inteligencia y prudencia políticas, su gusto por
la arquitectura y las artes en general, pero, por encima de todo, su capacidad para
dejar memoria de ello, no volverían a igualarse. Su muerte supuso el fin de una
época. El gran Egipto de los faraones se llamaría por siempre Ramsés II.
( Argumento del Canal Historia, de televisión )
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