Unos días
antes de que César desembarcara en Egipto, la pequeña flotilla de Pompeyo había
llegado a Pelusio. Allí ancló a cierta distancia de la orilla, pues en aquella
costa tan lisa las aguas eran poco profundas y las naves se embarrancaban con
facilidad. Tenían a la vista el campamento de Ptolomeo, acuartelado en la
frontera para impedir la invasión del ejército de su hermana Cleopatra. Pompeyo
envió un bote con una carta, recordando al joven rey la amistad que le unía con
su padre y pidiéndole audiencia.
Cuando
supieron que Pompeyo el Grande estaba tan cerca, el rey y sus tres principales
consejeros se reunieron para deliberar. Las noticias de la victoria de César en
Farsalia ya habían llegado a Egipto. ¿Qué debían hacer? Si ayudaban a Pompeyo y
este se recuperaba de su derrota, conociendo cómo había actuado en el resto de
Oriente era de suponer que intentaría conquistar Egipto y quitarles a ellos el
poder. Y si Pompeyo perdía de nuevo en la guerra contra César, sería este quien
querría vengarse de todos aquellos que le hubieran prestado auxilio.
La
mejor opción parecía congraciarse con César, el vencedor, librándolo de su
mayor enemigo. Pompeyo quedó condenado con una frase lapidaria del retórico
Teódoto: «Los hombres muertos no muerden». Ptolomeo hizo enviar una barcaza
para recoger a Pompeyo. En ella viajaban el general Aquilas y dos oficiales
gabinianos que habían servido en la campaña de Oriente, llamados Septimio y
Salvio.
Desde
la barcaza, Septimio saludó a Pompeyo como imperator para ganarse su
confianza. Luego le explicó que si quería ver al rey debía subir a bordo
de esa pequeña embarcación, ya que en la orilla apenas había fondo para
un trirreme. Pompeyo, aunque no estaba demasiado convencido, decidió
seguir las instrucciones. Cuando su esposa Cornelia le pidió que no
fuera con aquellos hombres, él respondió citando los versos de una
tragedia perdida de Sófocles: «Cuando un hombre se acoge a la protección
de un tirano, en esclavo se convierte aunque como hombre libre haya llegado»
(Plutarco, Pompeyo, 78).
Apenas
se habían alejado unos metros del trirreme cuando Aquilas y Septimio mataron a
Pompeyo con sus espadas. El asesinato lo contemplaron los soldados del rey
Ptolomeo, que formaban en la playa, y también su esposa Cornelia y su hijo
Sexto desde la cubierta del barco. Para no sufrir el mismo destino que Pompeyo,
decidieron alejarse de la costa con toda la flotilla.
Al
día siguiente, Pompeyo habría cumplido cincuenta y nueve años. Aquilas
hizo que le cortaran la cabeza, lo único que le interesaba junto con el sello
que llevaba su nombre. El cuerpo lo abandonaron en la playa, desnudo. Su
liberto Filipo, que lo había acompañado en la barcaza, utilizó las tablas
semipodridas de un bote abandonado para improvisar una pira funeraria y después
guardó las cenizas en una urna. Con el tiempo, merced a César, las cenizas le
llegaron a su viuda Cornelia, que las enterró en su villa de los montes
Albanos.
De
esta manera tan indigna acabó quien había sido durante un tiempo el hombre más
poderoso de Roma y de todo el Mediterráneo. Había empezado su carrera siendo vanidoso
y cruel, y aunque su temperamento se suavizó con la edad no perdió nunca la
vanidad, un defecto que lo hacía demasiado fácil de manipular. En el campo de
batalla no era un general tan brillante como su enemigo Sertorio o como
el hombre que acabó eclipsándolo, César; pero había aprendido a conocer sus
limitaciones y poseía un gran talento como organizador. De no haber sentido tal
complejo ante los optimates cuya amistad tanto ansiaba, quizá no les habría hecho
caso, no habría librado aquella batalla que no quería luchar y la historia de
Roma y del mundo habrían cambiado.
Pocos
días después del asesinato de Pompeyo, y ya cuando César desembarcó en Egipto,
se presentaron ante él el eunuco Potino y el rétor Teódoto.
Traían un regalo de buena voluntad de parte de Ptolomeo XIII para el cónsul de
Roma, explicaron. Cuando César abrió la vasija que contenía aquel obsequio, descubrió
con horror que se trataba de una cabeza humana. Era la de Pompeyo.
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