viernes, 23 de diciembre de 2016

LA CABEZA DE POMPEYO EL GRANDE



Unos días antes de que César desembarcara en Egipto, la pequeña flotilla de Pompeyo había llegado a Pelusio. Allí ancló a cierta distancia de la orilla, pues en aquella costa tan lisa las aguas eran poco profundas y las naves se embarrancaban con facilidad. Tenían a la vista el campamento de Ptolomeo, acuartelado en la frontera para impedir la invasión del ejército de su hermana Cleopatra. Pompeyo envió un bote con una carta, recordando al joven rey la amistad que le unía con su padre y pidiéndole audiencia.

Cuando supieron que Pompeyo el Grande estaba tan cerca, el rey y sus tres principales consejeros se reunieron para deliberar. Las noticias de la victoria de César en Farsalia ya habían llegado a Egipto. ¿Qué debían hacer? Si ayudaban a Pompeyo y este se recuperaba de su derrota, conociendo cómo había actuado en el resto de Oriente era de suponer que intentaría conquistar Egipto y quitarles a ellos el poder. Y si Pompeyo perdía de nuevo en la guerra contra César, sería este quien querría vengarse de todos aquellos que le hubieran prestado auxilio.

La mejor opción parecía congraciarse con César, el vencedor, librándolo de su mayor enemigo. Pompeyo quedó condenado con una frase lapidaria del retórico Teódoto: «Los hombres muertos no muerden». Ptolomeo hizo enviar una barcaza para recoger a Pompeyo. En ella viajaban el general Aquilas y dos oficiales gabinianos que habían servido en la campaña de Oriente, llamados Septimio y Salvio.

Desde la barcaza, Septimio saludó a Pompeyo como imperator para ganarse su confianza. Luego le explicó que si quería ver al rey debía subir a bordo de esa pequeña embarcación, ya que en la orilla apenas había fondo para un trirreme. Pompeyo, aunque no estaba demasiado convencido, decidió seguir las instrucciones. Cuando su esposa Cornelia le pidió que no fuera con aquellos hombres, él respondió citando los versos de una tragedia perdida de Sófocles: «Cuando un hombre se acoge a la protección de un tirano, en esclavo se convierte aunque como hombre libre haya llegado» (Plutarco, Pompeyo, 78).

Apenas se habían alejado unos metros del trirreme cuando Aquilas y Septimio mataron a Pompeyo con sus espadas. El asesinato lo contemplaron los soldados del rey Ptolomeo, que formaban en la playa, y también su esposa Cornelia y su hijo Sexto desde la cubierta del barco. Para no sufrir el mismo destino que Pompeyo, decidieron alejarse de la costa con toda la flotilla.

Al día siguiente, Pompeyo habría cumplido cincuenta y nueve años. Aquilas hizo que le cortaran la cabeza, lo único que le interesaba junto con el sello que llevaba su nombre. El cuerpo lo abandonaron en la playa, desnudo. Su liberto Filipo, que lo había acompañado en la barcaza, utilizó las tablas semipodridas de un bote abandonado para improvisar una pira funeraria y después guardó las cenizas en una urna. Con el tiempo, merced a César, las cenizas le llegaron a su viuda Cornelia, que las enterró en su villa de los montes Albanos.

De esta manera tan indigna acabó quien había sido durante un tiempo el hombre más poderoso de Roma y de todo el Mediterráneo. Había empezado su carrera siendo vanidoso y cruel, y aunque su temperamento se suavizó con la edad no perdió nunca la vanidad, un defecto que lo hacía demasiado fácil de manipular. En el campo de batalla no era un general tan brillante como su enemigo Sertorio o como el hombre que acabó eclipsándolo, César; pero había aprendido a conocer sus limitaciones y poseía un gran talento como organizador. De no haber sentido tal complejo ante los optimates cuya amistad tanto ansiaba, quizá no les habría hecho caso, no habría librado aquella batalla que no quería luchar y la historia de Roma y del mundo habrían cambiado.

Pocos días después del asesinato de Pompeyo, y ya cuando César desembarcó en Egipto, se presentaron ante él el eunuco Potino y el rétor Teódoto. Traían un regalo de buena voluntad de parte de Ptolomeo XIII para el cónsul de Roma, explicaron. Cuando César abrió la vasija que contenía aquel obsequio, descubrió con horror que se trataba de una cabeza humana. Era la de Pompeyo.


 Al contemplar el macabro presente que le entregaba Teódoto, César apartó la cabeza. También le entregaron el anillo de Pompeyo, cuyo sello representaba a un león agarrando una espada entre sus zarpas. Según se cuenta, César lloró al verlo. No tenía por qué ser un gesto teatral: la relación personal entre ambos nunca había sido mala y los antiguos no consideraban que hubiera que reprimir ciertas efusiones. Políticamente, no está claro que a César le conviniera la muerte de Pompeyo. Con él tal vez habría podido llegar a un arreglo amistoso, recurriendo a una mezcla de clemencia y generosidad para dejar en un lugar airoso a su antiguo socio. Pero ahora que Pompeyo estaba muerto, iba a resultar imposible firmar la paz con el resto de los optimates, al menos con los más recalcitrantes como Catón, Escipión o el reciente fichaje Labieno. César tendría que derrotarlos por completo, lo que significaba que la guerra civil no había terminado.






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