En
la fantasía de la gente, sobreexcitada por malas novelas y peores filmes, la
persecución de los cristianos lleva, sobre todo, el nombre de Nerón.
Pero es un error. Nerón hizo condenar y supliciar a cierto número de cristianos
por el incendio de Roma con el solo objeto de desviar las sospechas de la gente
contra su propia persona.
Fue la suya una maniobra de diversión que no se
apoyaba en ningún resentimiento serio del pueblo y del Estado contra aquella
comunidad religiosa que, por lo demás, era de las más pacificas y que, como
todas las demás, gozaba en Roma de amplia tolerancia. La Urbe albergaba
liberalmente a todos los dioses de todos los extranjeros que vivían en ella, y
en esto era realmente Caput mundi. Esos dioses pasaban de treinta mil y
convivían con toda normalidad. Y cuando un extranjero pedía la ciudadanía, su
concesión no quedaba supeditada a ninguna condición religiosa.
Las
primeras discordias surgieron cuando se impuso reconocer al emperador como dios
y adorarle. Para los paganos era fácil: en su Olimpo había ya tantos dioses que
uno más, se llamase Caracalla o Cómodo, no estorbaba. Pero los hebreos y los
cristianos, a quienes la policía no lograba diferenciar, adoraban a uno solo,
Aquél, y no estaban en modo alguno dispuestos a cambiarlo. Al final, antes de
Nerón, fue promulgada una ley que les eximía de aquel gesto que para ellos era
de abjuración. Pero Nerón y sus sucesores hacían poco caso de las leyes, y así
surgió el primer equívoco que puso de manifiesto otras y más hondas
incompatibilidades.
No fue por casualidad que Celso, primero en
analizarlas seriamente, dijo que la negativa de adorar al emperador era, en
sustancia, negarse a someterse al Estado, del cual la religión no constituía,
en Roma, más que un instrumento. Descubrió que los cristianos ponían a Cristo
por encima del César y que su moral no coincidía en absoluto con la romana
que hacía de los propios dioses los primeros servidores del Estado.
Tertuliano, al responderle que precisamente en esto consistía su
superioridad, reconoció lo fundado de tales acusaciones y fue más lejos,
proclamando que el deber del cristiano era precisamente desobedecer a la Ley
cuando la encontraba injusta.
Mientras
esa diatriba quedóse en monopolio de los filósofos, no dio lugar más que a
disputas. Pero cuando los cristianos aumentaron en número y su conducta comenzó
a hacerse notar entre la población, ésta empezó a sentir desconfianzas que
hábiles propagandistas explotaban debidamente, como más tarde se ha hecho
contra los judíos. Se empezó a decir que hacían exorcismos y magias, que bebían
sangre romana, que veneraban a un asno, que traían mal de ojo. Era el «¡duro
con ellos!» que maduraba y creaba la atmósfera del pogromo y del
«proceso de las brujas».
Después
de Nerón, la hostilidad hacia ellos se convirtió en mar de fondo, y la ley que
juzgaba delito capital el profesar la nueva fe no fue el antojo de un emperador
que la sugirió, sino resultado de una conmoción de odio colectivo. Al
contrario, la mayoría de los emperadores trataron de eludirla o de aplicarla con
indulgencia. Trajano escribió a Plinio, elogiando su tolerancia: Apruebo tus
métodos. El acusado que niega ser cristiano y lo prueba con actos de respeto a
nuestros dioses debe ser absuelto sin más. Adriano, como verdadero escéptico,
iba más lejos: concedía la absolución incluso mediante un simple gesto de
arrepentimiento formal.
Pero era difícil oponerse a las oleadas de odio popular
cuando se desencadenaban, especialmente en ocasión de alguna calamidad que
regularmente era atribuida a la indignación de los dioses por la tolerancia que
se mostraba hacia los impíos cristianos.
La religión pagana de Roma había
muerto, pero la superstición seguía viva; y no existía terremoto, o epidemia, o
carestía, que no fuese cargada en la cuenta de aquellos pobres diablos. Ni
siquiera aquel santo varón de Marco Aurelio, bajo cuyo reinado las
calamidades se multiplicaron, pudo resistir aquellas acometidas y tuvo que inclinarse.
Átalo, Potino y Policarpo fueron de los más ilustres entre aquellos
mártires.
La
persecución empezó a hacerse sistemática con Septimio Severo, quien
decretó que el bautismo era un delito. Mas a la sazón los cristianos ya eran lo
bastante fuertes para reaccionar y lo hicieron a través de una obra
propagandística que calificaba a Roma de «nueva Babilonia», propugnaba su
destrucción y afirmaba la incompatibilidad del servicio militar con la nueva
fe.
Era la predicación abierta del derrotismo y suscitó la ira de aquellos
«patriotas» que ya no se batían por la patria amenazada por el enemigo
exterior, pero que con el interior indefenso se mostraban intransigentes. Decio
vio en ese ataque de indignación una base para la unidad nacional y lo explotó dándole
satisfacción.
Organizó una gran ceremonia de obediencia a los dioses,
advirtiendo que se tomarían los nombres de quienes participasen en ella. Hubo,
por miedo, muchas apostasías, pero también muchos heroísmos recompensados con
la tortura. Tertuliano había dicho: «No lloréis a los mártires. Ellos
son nuestra semilla.» Terrible y despiadada verdad. Seis años después, bajo Valeriano,
el mismo Papa Sixto II fue condenado a muerte.
EMPERADOR PUBLIO LICINIO VALERIANO |
La
batalla más grande fue la desencadenada por Diocleciano. Es curioso que
un tan grande emperador no hubiese visto su inutilidad y, más aún, que era
contraproducente. Mas al parecer le movió a ello un arrebato de ira. Un día que
estaba oficiando como Pontífice Máximo, los cristianos que le rodeaban hicieron
la señal de la cruz. Encolerizado,
Diocleciano ordenó que todos los
súbditos, civiles y militares, repitiesen el sacrificio y que aquéllos que se
negasen fuesen azotados. Las negativas fueron muchas y entonces el emperador
ordenó que todas las iglesias cristianas fuesen arrasadas, todos sus bienes,
confiscados, sus libros, quemados y sus adeptos, muertos.
Estas
órdenes estaban todavía en curso de ejecución cuando él se retiró a Split,
donde tuvo todo el tiempo y el desahogo de meditar acerca de los resultados de
aquella persecución, que constituyó la prueba más brillante del cristianismo y
que lo «doctoró», por decirlo así, como triunfador.
Las Actas de los
Mártires, donde se narran, tal vez con alguna exageración, los suplicios y
las muertes de los cristianos que no renegaron, constituyeron un formidable
motivo de propaganda. Difundieron el convencimiento de que el Señor hacía
insensible al sufrimiento a quienes los afrontaban en Su nombre y que les abría
de par en par el Reino de los Cielos.
No
sabemos si también Constantino estaba convencido de ello cuando hizo
estampar la Cruz de Cristo en su lábaro. Su madre era cristiana. Pero poco pudo
hacer en la educación de aquel muchacho que se había formado bajo la tienda
entre soldados y rodeado de filósofos y retóricos paganos.
Incluso ya converso
siguió bendiciendo los ejércitos y las cosechas según el ritual pagano, iba
raramente a la iglesia y a un amigo que le preguntó el secreto de un éxito, le
respondió; «Es la Fortuna quien hace de un hombre un emperador.» La fortuna, no
Dios.
En su trato con los sacerdotes, adoptaba una actitud imperativa, y sólo
en las cuestiones teológicas les dejaba hacer, no porque reconociese su
autoridad, sino porque se trataba de asuntos que le importaban un bledo.
En los
testimonios de los cristianos contemporáneos, como Eusebio, que tenían
los más fundados motivos de gratitud hacia él, pasa por algo poco menos que un
santo. Pero nosotros creemos que fue sobre todo un hombre político equilibrado,
de amplia visión y de notable buen sentido que, habiendo comprobado
personalmente el fracaso de la persecución, prefirió aboliría.
EMPERADOR CONSTANTINO |
Es
muy probable, sin embargo, que a ese cálculo de contingente oportunidad, se
hubiese sumado también otro, más complejo. Debió de quedar muy impresionado por
la superior moralidad de los cristianos, de la decencia de sus vidas, en suma,
por la revolución puritana que habían operado en las costumbres de un Imperio
que ya no tenía ninguna. Poseían formidables cualidades de paciencia y de
disciplina.
Y ya entonces, si se quería encontrar un buen escritor, un buen
abogado o un funcionario honesto y competente, entre ellos había de buscarse.
No existía, puede decirse, ciudad alguna donde el obispo no fuese mejor que el
prefecto. ¿Acaso no se podía sustituir a los viejos y corrompidos burócratas
por aquellos prelados irreprochables, y hacer de ellos los instrumentos de un
nuevo Imperio? Las revoluciones triunfan no por la fuerza de sus ideas, sino
cuando logran constituir una clase dirigente mejor que la anterior. Y el
cristianismo logró precisamente esta empresa.
Constantino
comenzó reconociendo a los obispos competencia de jueces en sus
circunscripciones y diócesis. Después eximió de impuestos los bienes de la
Iglesia, reconoció como «personas jurídicas» a las asociaciones de fieles, dio
un sacerdote tutor a su hijo después de haberle bautizado y por fin consintió
el edicto de Milán que garantizaba la tolerancia de todas las religiones
en pie de igualdad, para reconocer la primacía de la católica que desde
entonces fue la religión oficial, haciendo obligatorios para todos los
ciudadanos los preceptos del Sínodo.
Obrando
más como papa que como rey, convocó el primer Concilio Ecuménico, es
decir, universal, de la Iglesia, para resolver las disensiones internas que la
roían. Él mismo proporcionó, con fondos del Estado, los medios a trescientos
dieciocho obispos y a infinidad de otros prelados para que se trasladasen a
Nicea, cerca de Nicomedia. Había grandes cuestiones que dirimir. Algunos
extremistas del ascetismo se habían apartado de un sacerdocio que a sus ojos se
mostraba demasiado dispuesto a los compromisos y apegado a los bienes de esta
tierra, con lo que diose comienzo a un movimiento monástico.
Casi
al mismo tiempo, el obispo de Cartago, Donato, lanzó el proyecto, que
inmediatamente hizo prosélitos, de una «depuración» en perjuicio de los
sacerdotes que habían abjurado por miedo durante las persecuciones y de quienes
habían sido bautizados por ellos. La proposición fue rechazada, pero dio lugar
a un cisma que había de continuar durante siglos.
Pero el peligro mayor era el
representado por Arrio, un predicador de Alejandría que atacaba la
doctrina en su base, refutando la consustancialidad de Cristo con Dios. El
obispo le excomulgó, pero Arrio siguió predicando y haciendo secuaces.
Constantino mandó llamar a los dos litigantes y trató de hacer de mediador
entre ellos invitándoles a buscar una solución de compromiso. La tentativa
fracasó y el conflicto adquirió mayores proporciones y se hizo más profundo.
Esto fue lo que hizo necesario el Concilio.
El
Papa Silvestre, viejo y enfermo, no pudo intervenir. Atanasio
apoyó las acusaciones contra Arrio, quien le contestó con valentía y
honradez. Era un hombre sincero, pobre, melancólico, que erraba de buena fe. De
los trescientos dieciocho obispos, sólo dos le apoyaron hasta el fin y fueron
excomulgados con él. Constantino asistió a todos los debates, pero no intervino
sino raramente, para exhortar a los contendientes a la calma y la ponderación
cuando las discusiones se acaloraban. Cuando el veredicto que reafirmaba la
divinidad de Cristo y condenaba a Arrio fue formulado, quedó traducido en un
edicto que expulsaba al herético con sus dos seguidores, condenaba a la hoguera
sus libros y conminaba con la pena de muerte a quien los hubiese escondido.
Constantino
clausuró el Concilio con un gran banquete a los participantes y después se puso
a organizar la nueva capital que, con solemne ceremonia, dedicó a la Virgen. La
llamó Nueva Roma, pero los posteriores le dieron su nombre: el de Constantinopla.
No
sabemos si él se daba cuenta de que con aquel traslado de capital estaba
decretando prácticamente el fin del Imperio romano y el inicio de otro, que
debería continuarlo, sí, pero del cual Italia sólo sería una provincia, con
Roma como cabeza de distrito.
Constantino
fue un extraño y complejo personaje. Hacía ostentosas demostraciones de fervor
cristiano, pero en sus relaciones de familia no se mostró muy respetuoso con
los preceptos de Jesús. Mandó a su madre, Elena, a Jerusalén para destruir el
templo de Afrodita que los impíos gobernadores romanos habían erigido sobre la
tumba del Redentor, donde, según Eusebio, fue hallada la cruz en la cual
había sido supliciado. Pero inmediatamente después hizo matar a su esposa, a su
hijo y a su sobrino.
Se
casó dos veces: primero con Minervina, que le dio a Crispo, un
buen oficial que se había cubierto de medallas en las campañas contra Licinio,
y después con Fausta, la hija de Maximiano, que le dio tres
chicos y tres chicas. Parece que Fausta, para excluir de la sucesión a Crispo,
le acusó ante el emperador de haber tratado de seducirla, y que después, Elena,
que tenía debilidad por Crispo, le contó a Constantino que fue Fausta quien
sedujo a su hijastro. Para no equivocarse, el emperador las mató a las dos. En
cuanto al sobrino Liciniano, hijo de su hermana Constancia, que lo tuvo de
Licinio, dicen que le hizo ejecutar porque conspiraba.
Nada
de todo eso se halla en la Vida de Constantino escrita por Eusebio a
modo de panegírico y atenta, lógicamente, a la exaltación de quien habla hecho,
de una secta perseguida, la Iglesia del Imperio. Constantino no era un santo,
como dice su biógrafo. Fue un gran general, un sagaz administrador, un hombre
de Estado previsor, que también cometió empero, algunos errores.
El
día de Pascua del 337 después de Jesucristo, trigésimo aniversario de su subida
al trono, se dio cuenta de que se aproximaba su fin. Llamó a un sacerdote,
pidió los sacramentos, dejó la estola de púrpura para ponerse la blanca de los
cristianos, y esperó tranquilamente la muerte.
Ante
el tribunal de los hombres, los servicios que había prestado a la causa de la
civilización cristiana son sobradamente suficientes para hacerle perdonar los
delitos con los que se mancilló. Ante Dios, no lo sabemos.
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