Desde
aquel año de -508 en que fue fundada la República, todos los monumentos que los
romanos elevaron un poco en todas partes llevaron la sigla SPQR, que
quiere decir; Senatus Populos Que Romanas, o sea «el Senado y el pueblo
romano».
Ya
hemos dicho lo que era el Senado. En cambio, no hemos dicho todavía qué era el
pueblo, que no correspondía en absoluto a lo que nosotros entendemos con esta
palabra. En aquellos lejanos días de Roma no incluía toda la ciudadanía, como
ocurre hoy, sino tan sólo dos «órdenes», o sea dos clases sociales: la de los
«patricios» y la de los ¿quites o «caballeros»?.
Los
patricios eran los que descendían de los paires,o sea de los
fundadores de la ciudad. Según Tito Livio, Rómulo había elegido un
centenar de cabezas de familia que le ayudasen a construir Roma. Naturalmente,
éstos acapararon los mejores predios y se consideraban un poco los dueños de la
casa con respecto a los que, vinieron después. Los primeros reyes no habían
tenido, en efecto, ningún problema social que resolver, porque todos los
súbditos eran iguales entre sí, y el mismo soberano no era más que uno de ellos
encargado por todos los demás del desempeño de funciones determinadas, sobre
todo de las religiosas.
RÓMULO VICTORIOSO |
Con
Tarquino Prisco había comenzado a llover sobre Roma un montón de otra
gente, especialmente de Etruria. Y con estos nuevos vecinos, los descendientes
de los paires mantenían las distancias con mucho recelo, defendiéndose
dentro de la fortaleza del Senado, accesible solamente a los miembros de sus
familias. Cada una de éstas llevaba el nombre del antepasado que la fundara: Manlio,
Julio, Valerio, Emilio, Cornelio, Horacio, Fabio.
Fue
a partir del momento, en que dentro de los muros de la ciudad comenzaron a
convivir esas dos poblaciones, los descendientes de los antiguos pioneros y los
llegados luego, cuando las clases principiaron a diferenciarse; de un lado, los
patricios y del otro los plebeyos.
No
tardaron los patricios en ser desbordados por el número, como siempre sucede en
todos los países nuevos, por ejemplo, América del Norte. En lo que es hoy
Estados Unidos los patricios se llamaban pilgrim fathers, los padres
peregrinos, y estaban representados por los trescientos cincuenta colonizadores
que fueron los primeros en establecerse allí a bordo de un buque llamado
Mayflower, hace un poco más de tres siglos. También sus descendientes
siguen aún hoy considerándose un poco como los patricios de América pero no han
podido mantener ningún privilegio porque las sucesivas oleadas de inmigrantes
pronto los sumergieron. Descender de un padre peregrino del Mayflower es
sólo un título honorífico.
Los
patricios romanos resistieron a esa mezcla mucho más tiempo. Y para
defender mejor sus prerrogativas, hicieron lo que hacen todas las clases
sociales, cuando son astutas y se encuentra en minoría numérica; llamaron a los
plebeyos a compartir sus privilegios, comprometiéndoles así a
defenderles también a ellos.
Bajo
el rey Servio Tulio, las clases sociales no eran ya tan sólo dos. Entre
los plebeyos se había diferenciado una alta burguesía o clase media, bastante
numerosa y sobre todo muy fuerte desde el punto de vista financiero. Cuando el
rey organizó los nuevos comicios centuriados dividiéndolos en cinco
clases según los patrimonios y dando a la primera, la de los millonarios, votos
suficientes para derrotar a las otras cuatro, los patricios no estuvieron nada
contentos porque se vieron sobrepasados, como potencia política, por gente «sin
cuna», como se dice hoy, o sea que no tenían antepasados, pero que en
compensación, poseía más dinero que ellos. Sin embargo, cuando Tarquino el
Soberbio fue echado y en su puesto se instauró la República, comprendieron
que no podían quedarse solos contra todos los demás y pensaron en tomar por
aliados a aquellos ricachones que en el fondo, como todos los burgueses de
todos los tiempos, no pedían nada mejor que entrar a formar parte de la
aristocracia, es decir, del Senado. Si los nobles franceses del siglo XVIII
hubiesen hecho otro tanto, se habrían ahorrado la guillotina.
Aquellos
ricachones, como hemos dicho, se llamaban quites, caballeros. Procedían
todos del comercio y de la industria y su gran sueño era convertirse en
senadores. Para lograrlo, no sólo votaban siempre, en los comicios
centuariados, de acuerdo con los patricios que tenían las llaves del
Senado, sino que no vacilaban en entrar pagando de su bolsillo cuando se les confiaba
una oficina o un cargo. Pues los patricios se hacían pagar muy caro la
concesión del alto honor. Y cuando se casaban con una hija de caballero, por
ejemplo, exigían una dote de reina. Y tampoco el día en que el caballero
lograba finalmente convertirse en senador, no era acogido como pater, es
decir como patricio, sino como conscriptus, en aquella asamblea que de
hecho estaba constituida por «padres y conscriptos», paires et conscripti.
El
pueblo lo constituían, pues, solamente estos dos órdenes: patricios y
caballeros. Todo el resto era plebe, y no contaba. En ésta se incluía un poco
de todo: artesanos, pequeños comerciantes, empleaduchos y libertos. Y,
naturalmente, no estaban contentos de su condición. De hecho, el primer siglo
de la nueva historia de Roma estuvo enteramente ocupado en las luchas sociales
entre los que querían ampliar el concepto de pueblo y los que querían
mantenerlo restringido a las dos aristocracias: la de la sangre y la de las
carteras repletas.
Esa
lucha comenzó en 494 antes de Jesucristo, es decir, catorce años después de la
proclamación de la República, cuando Roma, atacada por todas partes, había
perdido todo lo conquistado bajo el rey y, reducida casi a cabeza de partido,
tuvo que conformarse con ser miembro de la Liga Latina en pie de igualdad con
todas las demás ciudades. Al final de aquella ruinosa guerra, la plebe, que
había proporcionado la mano de obra para llevarla a cabo, se encontró en
condiciones desesperadas. Muchos habían perdido los campos, que quedaron en territorios
ocupados por el enemigo. Y todos, para mantener a la familia mientras estaban
en filas, se habían cargado de deudas, que en aquellos tiempos no era cosa
baladí, como lo es ahora. Quien no las pagaba, se convertía automáticamente en esclavo
del acreedor, el cual podía encarcelarlo en su bodega, matarlo o venderlo.
Si
los acreedores eran varios, estaban autorizados también a repartirse el
cuerpo del desdichado tras haberle degollado. Y aun cuando, al parecer, no se
llegó jamás a este extremo, la condición del deudor seguía siendo igualmente
incómoda.
¿Qué
podían hacer aquellos plebeyos para reclamar un poco de justicia? En los
comicios centuriados no tenían voz, porque pertenecían a las últimas
clases: las que tenían demasiado pocas centurias, y por ende pocos votos, para
imponer su voluntad. Comenzaron a agitarse por calles y plazas, pidiendo por
boca de los más desenvueltos, que sabían hablar, la anulación de las deudas, un
nuevo reparto de tierras que les permitiese remplazar el predio perdido y el
derecho de elegir magistrados propios.
Los
«órdenes» y el Senado prestaron oídos de mercader a estas demandas. Y entonces,
la plebe, o por lo menos amplias masas de plebe, se cruzaron de brazos, se
retiraron al Monte Sacro, a cinco kilómetros de la ciudad, y dijeron que a
partir de aquel momento no darían un bracero a la tierra, ni un obrero a las
industrias, ni un soldado al ejército.
Esta
última amenaza era la más grave y apremiante, pues, precisamente en aquellos
momentos, restablecida de cualquier manera la paz con los vecinos de casa,
latinos y sabinos, una amenaza nueva se perfilaba por la parte de los Apeninos,
desde cuyos montes habían comenzado a irrumpir hacia el valle, en busca de
tierras más fértiles, las tribus bárbaras de los ecuos y de los volseos, que ya
estaban sumergiendo las ciudades de la Liga.
El
Senado, con el agua al cuello, mandó embajada tras embajada a los plebeyos para
inducirles a regresar a la ciudad y a colaborar en la defensa común. Y Menenio
Agripa, para convencerles, les contó la historia de aquel hombre cuyos
miembros, para fastidiar al estómago, se habían negado a procurarle comida; con
lo que, habiéndose quedado sin alimento, acabaron por morir ellos también, como
el órgano del cual querían vengarse. Pero los plebeyos, duros, respondieron que
no había elección: o el Senado cancelaba las deudas liberando a quienes se
habían convertido en esclavos porque no las habían pagado, y autorizaba a la
plebe a elegir sus propios magistrados que la defendiesen, o la plebe se quedaba
en Monte Sacro, aunque viniesen todos los volscos de este mundo a destruir
Roma.
Finalmente,
el Senado capituló. Canceló las deudas, restituyó la libertad a quienes habían
caído en la esclavitud por ellas, y puso a la plebe bajo la protección de dos
tribunos y de tres ediles elegidos por ésta cada año. Fue la primera
gran conquista del proletariado romano, la que le dio el instrumento legal para
alcanzar también las demás por el camino de la justicia social. El año 494 es
muy importante en la historia de la Urbe y de la democracia.
Con
el retorno de los plebeyos, fue posible poner en campaña un ejército para la
amenaza de los volscos y de los ecuos. En esa guerra, que duró cerca de sesenta
años y que tenía como envite su propia supervivencia, Roma no estuvo sola. El
peligro común le mantuvo fieles no sólo a los aliados latinos y sabinos, sino
también otro pueblo limítrofe, el de los hérnicos.
En
los combates que en seguida se encendieron con éxito incierto, se distinguió,
cuéntase, un joven patricio llamado Coriolano, por el nombre de una
ciudad que había expugnado. Era un conservador intransigente y se oponía a que
el Gobierno hiciese una distribución de trigo al pueblo hambriento. Los
tribunos de la plebe, que entretanto habían sido elegidos, pidieron su exilio.
Coriolano se pasó entonces al enemigo, hizo entregarse el mando y, como un buen
estratega, lo condujo de victoria en victoria hasta las puertas de Roma.
También
a él los senadores le mandaron embajada tras embajada para hacerle desistir. No
hubo manera. Sólo cuando vio acercársele, suplicantes, a su madre y a su
esposa, ordenó a los suyos que se replegasen, los cuales, por toda
contestación, le dieron muerte; después, habiéndose quedado sin jefe, fueron
derrotados y obligados a retirarse.
Sobre
su remolino aparecieron los ecuos que ya habían despanzurrado a Frascati.
Lograron romper las coaliciones entre los romanos y sus aliados. Y el peligro
fue tan grave que el Senado, para hacer frente a él, concedió títulos y poderes
del dictador a L. Quincio Cincinato, quien, con un nuevo ejército,
liberó a las legiones sitiadas y las condujo, en 431, a una definitiva
victoria; luego, depuesto del mando después de haberlo ejercido solamente
durante dieciséis días, regresó a arar la finca de la cual había venido.
Pero
aún antes de esta feliz conclusión, una nueva guerra se había encendido en el
Norte por parte de la etrusca Veyes que no quería perder aquella favorable
ocasión para destruir definitivamente a Roma. Le había hecho ya varios feos
mientras estaba empeñada en defenderse de ecuos y volscos. Y Roma había
aguantado a la inglesa, es decir, preparando el desquite. En cuanto tuvo las
manos libres, las empleó para ajustar las cuentas. Fue una guerra dura que
también requirió en un momento dado, el nombramiento de un dictador. Éste fue Marco
Furio Camilo, gran soldado y, sobre todo, un hombre de bien, que aportó al
Ejército una gran novedad: el estipendio, o sea la «soldada». Hasta
entonces, los soldados habían tenido que prestar servicio gratis, y si tenían
mujer, las familias que quedaban en la patria se morían de hambre. Camilo lo
encontró injusto y lo remedió. La tropa, satisfecha, redobló su celo, conquistó
de un embate Veyes, la destruyó y deportó como esclavos a sus habitantes.
Esta
gran victoria y el ejemplar castigo que la rubricó llenaron de orgullo a los
romanos; cuadruplicaron sus territorios llevándolos a más de dos mil kilómetros
cuadrados, pero abrigaron hondos recelos de quien se los había procurado.
Mientras Camilo seguía conquistando ciudad tras otra en Etruria,
empezóse a decir en Roma que era un ambicioso y que se embolsaba el botín de
los pueblos vencidos en vez de entregarlo al Estado. Camilo quedó tan amargado
que renunció al mando y en vez de volver a la patria, para disculparse, se
marchó voluntariamente al exilio, en Árdea.
Tal
vez hubiera muerto allí dejando un nombre manchado por la calumnia, si los
ingratos romanos no hubiesen vuelto a necesitarle para salvarse de los galos,
el último y más grave peligro del que tuvieron que defenderse antes de iniciar
la gran conquista. Los galos eran una población bárbara, de raza céltica, que,
venida de Francia, había inundado ya la llanura del Po. Repartieron aquel
fértil territorio entre sus tribus, los insubrios, los bonnos, los cenomanos,
los senones: mas una de éstas, al mando de Breno, dirigióse hacia el
Sur, conquistó Chiusi, desbarató las legiones romanas en el río Alia, y marchó
sobre Roma.
Los
historiadores han contado después, envuelto en muchas leyendas, este capítulo que
debió ser muy desagradable para la Urbe. Dicen que cuando los galos intentaron
escalar el Capitolio, los gansos consagrados a Juno se pusieron a chillar
despertando así a Manlio Capitolino quien, al frente de los defensores,
rechazó el ataque. Puede ser. Pero los galos entraron igualmente en el
Capitolio como en todo el resto de la ciudad, de donde la población había huido
en masa para refugiarse en los montes circundantes. Dicen también que los
senadores, sin embargo, se habían quedado, al completo, solemnemente sentados
en los toscos sillones de madera de su curia, y que uno de ellos, Papirio,
al sentirse tirar de la barba por broma de un galo, que la creía postiza, le
arrojó a la cara el cetro de marfil. Y por fin narran que Breno, tras
haber pegado fuego a toda Roma, pidió, para irse, no sé cuántos kilos de oro e
impuso, para pesarlo, una balanza apañada. Los senadores protestaron y entonces
Breno, sobre el platillo de las pesas, arrojó también su espada pronunciando la
famosa frase: Vae victis!, «¡ay de los vencidos!». A lo que
Camilo, reaparecido de milagro respondería: Non auro, sed ferro, recuperanda
est patria, «la patria se restaura con el hierro, no con el oro», se
pondría al frente de un ejército que hasta aquel momento no se comprende dónde
lo tuvo escondido y pondría en fuga al enemigo.
La
verdad es que los galos expugnaron Roma, la saquearon y se marcharon
perseguidos por las legiones, pero cargados de dinero. Eran bandoleros robustos
y zafios, que no seguían ninguna línea política y estratégica en sus
conquistas. Asaltaban, depredaban y se retiraban sin preocuparse en absoluto
del mañana. De haber podido imaginar la venganza que Roma habría de sacar de
aquella humillación, no hubieran dejado piedra sobre piedra. En cambio, la
devastaron, sí, pero sin destruirla. Y volvieron sobre sus pasos, hacia la
Emilia y Lombardía, facilitando a Camilo, llamado urgentemente de Árdea,
reparar los daños. Probablemente no tuvo ni una sola escaramuza con los galos.
Habían partido ya cuando él llegó. Mas, dejando a un lado los rencores, volvió
a tomar el título de dictador, se arremangó la camisa y se puso a reconstruir
la ciudad y el ejército.
Los
mismos que le habían llamado ambicioso y ladrón le llamaron ahora «el segundo
fundador de Roma».
Pero
mientras sucedía todo esto en el frente exterior, la Urbe alcanzaba en el
interior una importante meta con la Ley de las Doce Tablas.
Fue
un éxito de los plebeyos que, desde que habían vuelto del Monte Sacro, no
cesaron de pedir que las leyes no fuesen dejadas más en manos del Senado, que a
su vez era monopolio de los patricios, sino que se publicasen de modo que cada
uno supiese cuáles eran sus deberes y cuáles las penas en que incurrirían en
caso de infringirlas. Hasta aquel momento las normas en que se basaba el
magistrado que juzgaba habían sido secretas, reunidas en textos que los
sacerdotes conservaban celosamente y mezcladas con ritos religiosos con los que
se pretendía indagar la voluntad de los dioses. Si el dios estaba de buen
humor, un asesino podía salir de apuros; si el dios tenía mal día, un pobre
ladronzuelo de gallinas podía terminar en la horca. Dado que quienes
interpretaban su voluntad, magistrados y sacerdotes, eran patricios, los
plebeyos se sentían indefensos.
Bajo
la presión del peligro exterior, de los volseos, de los ecuos, de los veientos,
de los galos y la amenaza de una segunda secesión en el Monte Sacro, el Senado,
tras muchas resistencias, capituló, y mandó tres de sus miembros a Grecia, para
estudiar lo que había hecho Solón en este terreno. Cuando los mensajeros
volvieron, fue nombrada una comisión de diez legisladores, llamados por su
número decenviros. Bajo la presidencia de Apio Claudio,
redactaron el código de las Doce Tablas, que constituyó la base, escrita
y pública, del derecho romano.
Esta
gran conquista lleva la fecha del año 451, que correspondía, aproximadamente,
al tricentenario de la fundación de la Urbe.
No
anduvo sobre ruedas, pues los plenos poderes que el Senado había conferido a
los decenviros para realizarla les gustó tanto a éstos, que al finalizar
el segundo año, cuando vencían, se negaron a restituirlos a quien se los había
dado. Cuentan que la culpa fue de Apio Claudio, que quiso continuar
ejerciéndolos para reducir a esclavitud y vencer la resistencia de una bella y
apetitosa plebeya, Virginia, de la que se había enamorado. El padre, Lucio
Virginio, fue a protestar. Y, visto que Apio no le hacía caso, antes que
dejar su hija a merced de aquel tipejo, le apuñaló. Después de lo cual, como ya
hiciera Colatino después del caso de Lucrecia, corrió al cuartel, contó
lo acaecido a los soldados y les exhortó a sublevarse contra el déspota.
Indignada, la plebe se retiró otra vez al Monte Sacro (ya había aprendido), y
el ejército amenazó con seguirla. Y el Senado, reunido de urgencia, dijo a los
decenviros (con profunda satisfacción, creemos) que no podía mantenerles en
el cargo. Fueron, pues, destituidos por decreto, Apio Claudio se convirtió en
bandido, y el poder ejecutivo se devolvió a los cónsules.
No
era aún el triunfo de la democracia, que sólo había de venir un siglo después,
con las leyes de Licinio Sextio, pero era ya un gran paso adelante. La
pe de aquella sigla SPQR comenzaba a ser el Populas, tal y como nosotros
lo entendemos hoy.
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