Cuando
ya oscurecía, Espartaco había comprendido sin ningún género de duda que la
expedición de castigo estaba formada por reclutas noveles y que el general era
un pretor llamado Cayo Clodio Glaber, el Senado le había ordenado tomar cinco
cohortes en Capua, a su paso por la ciudad, e ir en busca de los rebeldes para
aplastarlos en su agujero del Vesubio.
Al
amanecer, la expedición de castigo ya no existía. Espartaco había enviado
durante la noche a sus grupos, que, descendiendo por las hendiduras, algunos
hasta descolgándose con cuerdas, aniquilaron a las tropas romanas con rapidez y
sigilosamente.
Tan noveles eran los reclutas que se habían quitado la coraza,
dejando apiladas las armas antes de acurrucarse en torno a los fuegos de
campamento que delataban el lugar en que dormían; y tan novel era Cayo Clodio
Glaber que pensó que la orografía era mejor que un campamento como es debido.
Ya próximo el amanecer, los primeros que se despertaron comenzaron a percatarse
de lo que sucedía y dieron la alarma. Y comenzó la estampida.
Espartaco
lanzó un ataque masivo a la luz de las antorchas sostenidas por las mujeres.
La
mitad de las tropas de Glaber perecieron y la otra mitad huyó, dejando detrás
corazas y armas.
Con los fugitivos escaparon Glaber y sus tres legados.
Dos
mil ochocientos equipos de infantería fueron a parar al escondrijo de la
hondonada y Espartaco cambió el atavío de gladiador de su ejército en aumento
por el de legionario romano y añadió los carros de Glaber a su convoy de
pertrechos.
Ahora llegaban voluntarios de todas partes, y casi todos
excombatientes. Cuando la lista llegó a cinco mil, Espartaco decidió que la hondonada
del Vesubio no daba para más y se dispuso a trasladar su legión.
Sabía
exactamente a dónde ir.
Y fue
por entonces cuando los pretores Publio Varinio y Lucio Cosinio sacaron dos
legiones de reclutas del campamento de Capua y tomaron por la carretera de
Nola. Cerca de la arrasada villa Batiato, se encontraron con una buena
fortificación al estilo romano.
Varinio, que ostentaba el mando, tenía experiencia
y tampoco le faltaba a su lugarteniente Cosinio. Les había bastado echar un
vistazo a la tropa para darse cuenta horrorizados de lo bisoña que era; apenas
habían hecho instrucción.
Para mayor dificultad de los pretores, hacía un
tiempo frío, húmedo y ventoso y en sus filas hacía estragos una especie de
infección respiratoria virulenta.
Cuando Varinio vio la competente
fortificación junto a la carretera de Nola, en seguida supo que era de los
rebeldes, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que sus hombres no podrían
asaltarla.
Lo que hizo fue acampar las dos legiones en las cercanías.
Por
entonces nadie sabía nombres ni datos de los sublevados, salvo que habían
destruido la escuela de gladiadores de Cneo Cornelio Batiato (que en los libros
figuraba como propietario), se habían refugiado en el monte Vesubio y a ellos
se habían unido varios miles de descontentos samnitas, lucanos y esclavos.
Por
el desventurado Glaber se había sabido que ahora tenían en su poder todos los
pertrechos de las cinco cohortes y que había alguien al mando con la suficiente
destreza para aplastar cinco cohortes.
No
obstante, por sus escuadras de exploradores, Varinio y Cosinio supieron que las
fuerzas del campamento rebelde serían unas cinco mil personas, y que parte de
ellas eran mujeres.
Animado, Varinio dispuso a sus legiones en formación de
combate a la mañana siguiente, convencido de que aun con tropas bisoñas y enfermas
contaba con la superioridad numérica. Seguía lloviendo sin parar.
Al
concluir la batalla, Varinio no sabía si achacar la derrota al pavor que la
vista de los rebeldes había infundido a sus hombres o a la enfermedad que había
inducido a muchos legionarios a soltar las armas y renunciar a luchar, clamando
que no podían. El peor golpe fue que Cosinio había perecido al tratar de
contener a un grupo que abandonaba el combate, y que los rebeldes se habían
apoderado de mucho armamento.
Era inútil perseguirlos bajo aquella lluvia hasta
su campamento. Varinio ordenó dar media vuelta a sus mojadas y desmoralizadas
tropas y regresó a Capua, en donde escribió al Senado con toda sinceridad, sin
excusarse, pero sin ahorrar diatribas contra el propio Senado. En Italia, les
dijo, las únicas tropas experimentadas eran las de los rebeldes.
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