No
sabemos con precisión cuándo fueron instituidas en Roma las primeras escuelas
regulares, o sea «estatales». Plutarco dice que nacieron hacia 250 antes de
Jesucristo, esto es, casi quinientos años después de la fundación de la ciudad.
Hasta aquel momento los muchachos romanos habían sido educados en casa, los más
pobres por sus padres y los más ricos, por magistri, o sea maestros o
institutores, elegidos habitualmente en la categoría de los libertos,
los esclavos liberados, que, a su vez, eran elegidos entre los prisioneros de
guerra, preferentemente entre los de origen griego, que eran los más cultos.
Sabemos,
empero, con certeza, que tenían que fatigarse menos que los de hoy. El latín lo
sabían ya. Si hubiesen tenido que estudiarlo, decía el poeta alemán Heine, no
habrían encontrado jamás tiempo para conquistar el mundo. Y en cuanto a la
historia de su patria, se la contaban más o menos así:
Cuando
los griegos de Menelao, Ulises y Aquiles conquistaron Troya, en el Asia Menor,
y la pasaron a sangre y fuego, uno de los pocos defensores que se salvó fue Eneas,
fuertemente «recomendado» (ciertas cosas se usaban ya en aquellos tiempos) por
su madre, que era nada menos que la diosa Venus —Afrodita—. Con una maleta a
los hombros, llena de imágenes de sus celestes protectores, entre los cuales,
naturalmente, el puesto de honor correspondía a su buena mamá, pero sin un
sestercio en el bolsillo, el pobrecito se dio a recorrer mundo, al azar.
Y
después de no se sabe cuántos años de aventuras y desventuras, desembarcó,
siempre con la maleta a cuestas, en Italia; se puso a remontarla hacia el
Norte, llegó al Lacio, donde casó con la hija del rey Latino, que se llamaba Lavinia,
fundó una ciudad a la que dio el nombre de la esposa, y al lado de ésta vivió
feliz y contento el resto de sus días.
Su
hijo Ascanio fundó Alba Longa, convirtiéndola en nueva capital. Y tras
ocho generaciones, es decir, unos doscientos años después del arribo de Eneas,
dos de sus descendientes, Numitor y Amulio, estaban aún en el trono del
Lacio. Desgraciadamente, dos en un trono están muy apretados. Y así, un día,
Amulio echó al hermano para reinar solo, y le mató todos los hijos, menos una: Rea
Silvia. Mas, para que no pudiese poner al mundo algún hijo a quien, de
mayor, se le pudiese antojar vengar al abuelo, la obligó a hacerse sacerdotisa
de la diosa Vesta, o sea monja.
Un
día, Rea, que probablemente tenía muchas ganas de marido y se resignaba mal a
la idea de no poder casarse, tomaba el fresco a orillas del río porque era un
verano tremendamente caluroso, y se quedó dormida. Por casualidad pasaba por
aquellos parajes el dios Marte, pues bajaba a menudo a la Tierra, un poco para
organizar una guerrita que otra, que era su oficio habitual, y otro poco en
busca de chicas, que era su pasión favorita. Vio a Rea Silvia. Se enamoró de
ella. Y sin despertarla siquiera, la dejó encinta.
Amulio se encolerizó muchísimo
cuando lo supo. Más no la mató. Aguardó a que pariese, no uno, sino dos
chiquillos gemelos. Después, ordenó meterlos en una pequeñísima almadía que
confió al río para que se los llevase, al filo de la corriente, hasta el mar, y
allí se ahogasen. Mas no había contado con el viento, que aquel día soplaba con
bastante fuerza, y que condujo la frágil embarcación no lejos de allí,
encallando en la arena de la orilla, en pleno campo. Ahí, los dos desamparados,
que lloraban ruidosamente, llamaron la atención de una loba que acudió para
amamantarlos. Y por eso este animal se ha convertido en el símbolo de Roma, que
fue fundada después por los dos gemelos.
Los
maliciosos dicen que aquella loba no era en modo alguno una bestia, sino una
mujer de verdad, Acca Laurentia, llamada Loba a causa de su
carácter selvático y por las muchas infidelidades que le hacía a su marido, un
pobre pastor, yéndose a hacer el amor en el bosque con todos los jovenzuelos de
los contornos. Mas acaso todo eso no son más que chismorreos.
Los
dos gemelos mamaron la leche, luego pasaron a las papillas, después echaron los
primeros dientes, recibieron uno el nombre de Rómulo, el otro, el de Remo,
crecieron, y al final supieron su historia. Entonces, volvieron a Alba Longa,
organizaron una revolución, mataron a Amulio y repusieron en el trote a Numitor.
Después, impacientes, como todos los jóvenes, por hacer algo importante, en vez
de esperar un buen reino edificado por el abuelo, que sin duda se lo hubiera
dejado, se fueron a construir otro nuevo un poco más, lejos. Y eligieron el
sitio donde su almadía había encallado, en medio de las colinas entre las que
discurre el Tíber, cuando está a puntó de desembocar en el mar. En aquel lugar,
como a menudo sucede entre hermanos, litigaron sobre el nombre que dar a la
ciudad. Luego decidieron que ganaría el que hubiese visto más pájaros. Remo vio
seis sobre el Aventino. Rómulo, sobre el Palatino, vio doce: la ciudad se
llamaría, pues, Roma. Uncieron dos blancos bueyes, excavaron un surco y
construyeron las murallas jurando matar a quienquiera las cruzase. Remo,
malhumorado por la derrota, dijo que eran frágiles y rompió un trozo de un
puntapié. Y Rómulo, fiel al juramento, le mató de un badilazo. Todo
esto, dícese, aconteció setecientos cincuenta y tres años antes de que
Jesucristo naciese, exactamente el 21 de abril, que todavía se celebra como
aniversario de la ciudad, nacida, como se ve, de un fratricidio. Sus habitantes
hicieron de ella el comienzo de la historia del mundo, hasta que el
advenimiento del Redentor impuso otra contabilidad.
Tal
vez también los pueblos vecinos hacían otro tanto: Cada uno de ellos databa la
Historia del Mundo por la fundación de la propia capital. Alba Longa, Rieti,
Tarquinia o Arezzo. Mas no lograron que los otros lo reconocieran, porque
cometieron el pequeño error de perder la guerra, más aún, las guerras. Roma, en
cambio, las ganó. Todas. La finca de pocas hectáreas que Rómulo y Remo
recortaron con el arado entre las colinas del Tíber convirtióse en el espacio
de pocos siglos en el centro del Lacio, después de Italia, y más tarde del
mundo conocido hasta entonces. Y en todo él se habló su lengua, se respetaron
sus leyes, y se contaron los años ab urbe condita, o sea desde
aquel famoso 21 de abril de 753 antes de Jesucristo, comienzo de la historia de
Roma y de su civilización.
Naturalmente,
las cosas no acontecieron precisamente así. Pero así los papas romanos
quisieron durante muchos siglos que les fuesen contadas a sus hijos: un poco,
porque creían en ellas y otro poco, porque, grandes patriotas, les halagaba
mucho el hecho de poder mezclar los dioses influyentes como Venus y Marte
y personalidades de elevada posición como Eneas, al nacimiento de su Urbe.
Sentían oscuramente que era muy importante educar a sus hijos en la convicción
de que pertenecían a una patria edificada con el concurso de seres
sobrenaturales, que seguramente no se hubiesen prestado a ello de no haberles
propuesto asignarle un gran destino. Esto dio un fundamento religioso a toda la
historia de Roma, que, en efecto, se derrumbó cuando se prescindió de él. La
Urbe fue caput mundi, capital del Mundo, mientras sus habitantes
supieron pocas cosas y fueron lo bastante ingenuos para creer en aquéllas,
legendarias, que les habían enseñado papas y magistri; mientras
estuvieron convencidos de ser descendientes de Eneas, de que corría por sus
venas sangre divina y de ser «ungidos de Señor», aunque en aquellos tiempos se
llamase Júpiter. Fue cuando comenzaron a dudar de ello cuando su imperio se
hizo añicos y el caput mundi convirtióse en colonia. Más no nos
precipitemos.
En
la fábula de Rómulo y Remo, acaso no todo es fábula. Tal vez hay también algo
de verdad. Tratemos de desentrañarlo basándonos en los datos bastante seguros
que la Arqueología y la Etnología nos han proporcionado.
Parece
ser que ya treinta mil años antes de la fundación de Roma, Italia estaba
habitada por el hombre. Qué hombre fue, los entendidos dicen haberlo
reconstruido con ciertos huesecitos de su esqueleto encontrados aquí y allá, y
que se remontan a la llamada «edad de piedra». Pero nosotros nos fiamos poco de
estas deducciones, y, por lo tanto, saltamos a una era más próxima, la
«neolítica», de hace algo así como ocho mil años, o sea cinco mil antes de
Roma.
Parece ser que nuestra península estaba poblada entonces por ciertos
ligures al norte y sículos al sur, gentes de cabeza en forma de pera, que
vivían un poco en las cavernas, un poco en cabañas redondas construidas con
estiércol y fango, domesticaban animales y se alimentaban de caza y pesca.
ESTATUA QUE REPRESENTA A ROMA TRIUNFANTE
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Hagamos
otro salto de cuatro mil años, es decir, lleguemos al año 2000 antes de
Jesucristo. Y he aquí que del Septentrión, o sea de los Alpes, llegan otras
tribus, quién sabe desde cuánto tiempo en marcha desde su patria de origen; la
Europa central. Éstas no están mucho más adelantadas que los indígenas de
cabeza en forma de pera; pero tienen la costumbre de construir sus viviendas no
en cavernas, sino sobre estacas sumergidas en el agua, las llamadas
palafitos. Proceden, se ve, de sitios pantanosos y, en efecto, al llegar a
nuestro país eligen las regiones de los lagos, el Mayor, el de Como, el de
Garda, anticipándose en algunos milenios al gusto de los turistas modernos. E
introducen en nuestro país algunas grandes innovaciones; la ganadería, la
agricultura, el tejido de telas y la construcción de bastiones de barro y
tierra apisonada en torno a los poblados para defenderlos tanto de los ataques
de animales como de hombres.
Poco
a poco empezaron a descender hacia el sur, donde se habituaron a construir
cabañas también en tierra firme pero apuntalándolas todavía sobre estacas;
aprendieron de ciertos primos suyos, instalados al parecer en Germania, el uso
del hierro con el que fabricaron un montón de zarandajas nuevas: azadas,
cuchillos, navajas, etc., y fundaron una verdadera ciudad, que se llamó
Villanova, y que debió de estar emplazada en las cercanías de la que hoy es
Bolonia. Éste fue el centro de una civilización que se llamó precisamente de
Villanova y que poco a poco se extendió por toda la península. De ella se cree
que derivan, como raza, como lengua y como costumbres los umbros, los sabinos y
los latinos.
No
se sabe lo que aquellos villanoveses, tras haberse establecido a horcajadas del
Tíber, hicieron con los indígenas ligures y sículos. Tal vez les exterminaron,
como era de uso en aquellos tiempos llamados «bárbaros» para distinguirlos de
los nuestros en que se hace otro tanto si bien se llamen «civilizados»; acaso
se mezclaron con ellos tras haberlos sometido. El hecho es que, hacia el año
1000 antes de Jesucristo, entre la desembocadura del Tíber y la bahía de
Nápoles, los nuevos venidos fundaron muchas poblaciones que, aun cuando
habitadas por gente de la misma sangre, se hacían la guerra entre sí y no se
apaciguaban más que ante algún enemigo común o en ocasión de alguna fiesta
religiosa.
La
mayor y más poderosa de aquellas ciudades fue Alba Longa, capital de
Lacio, a los pies del monte Albano, que corresponde probablemente a
Castelgandolfo. Los albalonganos son considerados como aquel puñado de jóvenes
aventureros que un buen día emigraron una docena de kilómetros más hacia el
Norte, y que fundaron Roma.
Tal vez eran braceros, que iban en busca de un poco
de tierra que apropiarse y cultivar. Tal vez eran un poco maleantes que tenían
cuentas que ajustar con la policía y los tribunales de su ciudad. Tal vez eran
emisarios mandados por su Gobierno a vigilar aquellos parajes, en los confines
de la Toscana, en cuyas costas había desembarcado a la sazón un nuevo pueblo,
el etrusco, que no se sabía de qué parte del Mundo venía, pero del que se
decían pestes. Y tal vez entre aquellos pioneros había dos que verdaderamente
se llamaban Rómulo y Remo. A pesar de todo, no debían de ser más de un
centenar.
El
lugar que eligieron tenía muchas ventajas y no pocas desventajas. A una
veintena de kilómetros del mar, se hallaba a resguardo de los piratas que lo
infestaban, y podía ser convertido en puerto, pues para las embarcaciones de
aquel tiempo, el brazo de río que lo separaba de la desembocadura era
fácilmente navegable. Pero las marismas y los pantanos que lo rodeaban lo
condenaban al paludismo, enfermedad que ha llamado a sus puertas hasta hace
pocos años. Pero estaban las colinas que, al menos en parte, protegían a los
habitantes de los mosquitos. Y fue, en efecto, en una de ellas, el Palatino,
donde se alojaron primero, con el propósito de poblar también en seguida las
otras seis que se elevaban en torno.
Más,
para poblarlas, tenían que nacer hijos. Y para ello, hacían falta esposas. Y
aquellos pioneros eran solteros.
Aquí,
en defecto de historia, hemos de volver por fuerza a la leyenda, que nos cuenta
lo que hizo Rómulo, o como se llamase el capitoste de aquellos tipejos, para
procurarse mujeres para él y sus compañeros. Organizó una gran fiesta, tal vez
para celebrar el nacimiento de su ciudad e invitó a tomar parte en ella a los
vecinos sabinos (o quirites), con su rey Tito Tacio, y sobre todo, a sus
hijas. Los sabinos acudieron. Más, mientras estaban dedicados a apostar en las
carreras a pie y a caballo, que era su deporte preferido, los dueños de la
casa, muy poco deportivamente, les robaron a sus hijas y les echaron a ellos a
puntapiés.
Nuestros
antiguos eran muy sensibles en cuestiones de mujeres. Poco antes, el rapto de
una de ellas, Helena, había costado una guerra que duró diez años y que acabó
con la destrucción de un gran reino: el de Troya. Los romanos las raptaron a
docenas y es, por tanto, natural que el día siguiente tuvieran que enfrentarse
con sus papas y hermanos, que volvieron, armados, a recuperarlas. Se
atrincheraron en el Campidoglio, pero cometieron el imperdonable error de
confiar las llaves de la fortaleza a Tarpeya, una chica romana que,
dícese, estaba enamorada de Tito Tacio. Abrió una puerta a los
invasores, los cuales, gente caballeresca, por lo tanto, refractaria a toda
traición, comprendieron la perpetrada en su favor y la recompensaron aplastando
a la chica bajo sus escudos. Los romanos dieron más tarde su nombre a las rocas
desde donde solían arrojar a los traidores a la patria condenados a muerte.
Todo
acabó en un pantagruélico banquete nupcial. Pues las otras mujeres, en nombre
de las cuales se había encendido la batalla, en cierto momento se interpusieron
entre ambos ejércitos y declararon que no querían quedarse huérfanas, como
habría sucedido si sus maridos romanos hubiesen vencido, o viudas, como habría
ocurrido si hubiesen vencido sus papas sabinos. Y que ya era hora de dejarlo
porque con aquellos maridos, aunque expeditivos y largos de manos, lo habían
pasado muy bien. Más valía regularizar los matrimonios, en vez de seguir
degollándolos. Y así fue Rómulo y Tacio decidieron gobernar juntos, ambos con
el título de rey, aquel nuevo pueblo nacido de la fusión de las dos tribus, de
las cuales llevó el nombre conjuntamente; romanos quirites. Y como que
Tacio tuvo, acto seguido, la gentileza de morir, el experimento de reino a dos
marchó bien aquella vez.
¡Quién
sabe lo que se ocultaba bajo esta historia! Tal vez no sea más que la versión,
sugerida por el patriotismo y el orgullo, de una conquista de Roma por parte de
los sabinos. Pero puede darse también que los dos pueblos se hubieran mezclado
voluntariamente y que el famoso rapto fuese tan sólo la normal ceremonia del
matrimonio, como se celebraba entonces, es decir, con el robo de la novia por
parte del novio, pero con el consentimiento del padre de ella, como todavía se
hace en ciertos pueblos primitivos.
Si
ocurrió verdaderamente así, es probable que esa fusión fuese, más que sugerida,
impuesta por el peligro de un enemigo común: aquellos etruscos que, mientras
tanto, se habían desparramado desde la costa tirrena por Toscana y Umbría y
que, provistos de una técnica mucho más adelantada, presionaban hacia el Sur.
Roma y la Sabina estaban en la dirección de esta marcha y bajo su amenaza
directa. Efectivamente, no se libraron de ella.
La
Urbe había nacido apenas y ya tenía que habérselas con uno de los más difíciles
e insidiosos rivales de su historia. Lo abatió a través de prodigios de
diplomacia primero, y de valor y tenacidad después. Pero necesitó siglos.
MOSAICO DE LA DIOSA ROMA
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