MARCO AURELIO |
Al presentarle a los soldados como sucesor suyo, Marco
Aurelio llamó a Cómodo el «sol naciente». Y tal vez sus ojos de padre (si
es que lo era) le veían así. Pero también gustó aquel muchacho pendenciero, de pocos
escrúpulos, de apetito vigoroso y de charla soez, a los legionarios. Le creían
más militarista que su padre.
Grandes fueron, por tanto, su estupor y mal humor cuando el
jovenzuelo, en vez de exterminar al enemigo ya acorralado en una «bolsa», le ofreció
la más desconsiderada y presurosa de las paces. Por dos veces se producía un
milagro para que aquellos turbulentos germanos pudieran salvarse: un milagro
del que más adelante Roma habría de pagar las consecuencias.
Cómodo no era un cobarde, pero la única guerra que le
gustaba era contender con los gladiadores y las fieras del Circo. Al
levantarse, no desayunaba hasta después de haber degollado a su tigre
cotidiano. Y dado que en Germania no había tigres, tenía prisa en volver a
Roma, donde los gobernadores de Oriente estaban encargados de mandarlos a
manadas. Por esto, burlándose del Imperio y de sus destinos, concertó aquella
ruinosa paz que dejaba sin resolver todos los problemas. El Senado renunció a
su derecho de elección que desde Nerva en adelante había dado tan buenos frutos
y aceptó el restablecimiento, que aquel emperador encarnaba, del principio
hereditario.
CÓMODO |
Como para Nerón y Calígula, aun echando un poco de
agua al vino sobre lo que sus contemporáneos escribieron acerca de Cómodo, hay
de donde echar mano para clasificar a este emperador entre las desdichas
públicas. Jugador y bebedor, con un serrallo, dicen de centenares de muchachas
y de jovenzuelos para sus placeres, parece que tan sólo tuvo un afecto: por una
tal Marcia, quien, por ser cristiana, no se comprende cómo conciliaba su
fe austera con aquel amante disoluto, pero que, sin embargo, fue útil a sus
correligionarios salvándoles de una probable persecución.
LUCILA |
Lo peor comenzó cuando algunos delatores denunciaron a
Cómodo una conjura encabezada por su tía Lucila, la hermana de su padre.
Sin preocuparse de buscar pruebas, la mató y fue el comienzo de un nuevo terror
que se dio en contrata a Cleandro, el jefe de los pretorianos. Por
primera vez después de Domiciano, Roma se puso a temblar por los abusos
de aquellos guardias. Un día, la población, más por miedo que por valentía, le
sitió en Palacio y pidió la cabeza de Cleandro. Cómodo se la entregó sin
titubear, sustituyendo a la víctima por Leto, hombre avisado, que en
seguida se dio cuenta de que, una vez ascendido a aquel cargo, o se hacía matar
por el pueblo para complacer al emperador, o bien se hacía matar por el
emperador para complacer al pueblo. Para eludir este dilema, había sólo un
camino: matarle a él, al emperador. Y lo escogió con la complicidad de Marcia,
de quien también en esta ocasión discernimos mal su cristiandad, la cual
administró a Cómodo un brebaje envenenado. Le remataron estrangulándole en el
baño, pues el jovenzuelo, que tenía apenas treinta años, era duro de pelar.
Era el 31 de diciembre de 192 después de Jesucristo.
Comenzaba la gran anarquía.
Los senadores, eufóricos por la muerte de Cómodo, actuaron
como si ellos hubiesen sido los autores, eligiendo por sucesor a un colega
suyo, Pertinax, que no quería saber nada de ello, y con razón. Para
poner en orden las finanzas, tuvo que hacer economías y para hacer economías
tuvo que despedir a muchos aprovechados entre ellos a los pretorianos. Tras dos
meses de gobierno en ese sentido, le encontraron muerto, asesinado por sus
guardias, los cuales anunciaron que el trono estaba en subasta: subiría quien
les ofreciera una mayor gratificación.
PERTINAX |
Un banquero multimillonario llamado Didio Juliano
estaba comiendo tranquilamente en su palacio, cuando su mujer y su hija, que tenían
mucha ambición, le echaron encima la toga ordenándole que se apresurase a
concurrir. Con desgana, pero temiendo más a las mujeres de casa que a las
incógnitas del poder, Didio ofreció a los pretorianos tres millones por barba
(¡debía de tenerlos claro!), y salió triunfante.
El Senado había caído muy bajo, pero no hasta el punto de
avenirse a semejante venta. Expidió secretamente desesperados requerimientos de
ayuda a los generales destacados en provincias, y uno de ellos, Septimio
Severo, vino, vio, prometió el doble de lo que diera Juliano, y venció. El
banquero lloraba, encerrado en un cuarto de baño, donde le decapitaron. Su
mujer se quedó viuda, pero se consoló con el título dé ex emperatriz.
Por primera vez, con Septimio subía al trono un africano de
origen hebreo. Roma no lo había elegido; al contrario, el Senado se declaró
partidario de otro general, Albino. Pero no le sentó mal Septimio cuando
hubo ganado la partida, tras haber eliminado a sus oponentes y transformado
definitivamente el Principado en una monarquía hereditaria de cuño militar. Era
triste que se hubiese llegado a este punto. Era triste una vez alcanzado, y no
ciertamente por culpa de Septimio; éste no podía proceder de otra manera. Se
requería una mano de hierro para poner un dique a la catástrofe, y Septimio la
tuvo. Era un hombre cincuentón, robusto, excelente estratega, conversador
ingenioso, pero comandante de una pieza. Procedía de una familia acomodada,
había estudiado Filosofía en Atenas y Derecho en Roma, pero hablaba latín con
marcado acento fenicio. No tenía ciertamente las cualidades morales de un
Antonino o de un Marco Aurelio, ni la complejidad de un Adriano. Antes bien era
un cínico, pero recto y honrado, con un claro sentido de la realidad. Su única
rareza era la astrología, a la que debía un matrimonio que no trajo suerte, a
Roma. Se encontraba en Siria cuando murió su primera esposa, que era una mujer
buena y sencilla. El viudo, que en seguida interrogó a los astros, supo que uno
de éstos, probablemente un meteorito, había caído en las cercanías de Emesa.
Acudió allí, y sobre aquel fragmento de cielo halló erigido un templo, donde se
veneraba la reliquia, atendida por un sacerdote y su hija, Julia Donna,
quien, más que nada, era un encanto de chica. Al verla, fue fácil para Septimio
convencerse de que aquélla era la esposa que los astros le ordenaban. Y hasta
aquí, nada de malo. Convertida en emperatriz, Julia le hizo varias malas
pasadas a su marido, que tenía demasiado quehacer para darse cuenta. Y también
ésta fue una desventura, sí, más de carácter privado. Julia era una mujer
inteligente y culta, que reunió un salón literario y aportó a él las maneras y
las modas de Oriente. Desgraciadamente, sin embargo, trajo al mundo a Caracalla
y a Geta.
Septimio gobernó diecisiete años, casi siempre guerreando, y
dirigiéndose al Senado sólo para darle órdenes. Introdujo una importante y
peligrosa novedad: el servicio militar obligatorio para todos, a excepción de
los italianos, a los cuales, por el contrario, les estaba vedado. Era el
reconocimiento de la decadencia guerrera de nuestro país y de que ya no tenía
remedio. A partir de entonces estuvo a merced de las legiones extranjeras. Con
ellas, Septimio emprendió una serie de guerras afortunadas, no sólo para
reforzar las fronteras, sino también para mantener adiestradas a las
guarniciones. Y estaba llevando a cabo una enésima, cuando la muerte le
sorprendió en Britania, en 211 después de Jesucristo. Aquel que había criticado
a Marco Aurelio por haber designado sucesor a Cómodo, designó a Caracalla y a
Geta. ¿Porque era padre también, o porque no conocía a sus hijos, de los que
siempre estuvo alejado? Tal vez porque no le importaba nada. A un lugarteniente
suyo le dijo: «He sido todo lo que he querido. Y me doy cuenta de que no valía
la pena.» Y a sus dos herederos les recomendó: «No escatiméis el dinero con los
soldados y burlaos siempre de todo lo demás.»
Recomendación superflua; Caracalla y Geta se burlaron
tanto de todo lo demás, que, incluyendo también a su padre, ordenaron a los
médicos que apresurasen su muerte. De los dos, el primero fue el Cómodo de turno y no tardó en
demostrarlo. Fastidiado de tener que compartir el poder con su hermano, le hizo
asesinar, condenó a muerte a veinte mil ciudadanos sospechosos de ser
partidarios de aquél y, recordando las instrucciones de su padre, aplacó el mal
humor de los soldados llenándoles los bolsillos de sestercios. No era un chico
incapaz: era, sencillamente, un amoral. Cada mañana, al levantarse quería un
oso vivo con el que medirse para conservar los músculos en forma, se sentaba a
la mesa con un tigre por comensal y se acostaba con un león, durmiendo entre
sus garras. No recibía a los senadores que se agolpaban en su antesala, pero
era cordial con los soldados, a los que colmaba de favores. Extendió la
ciudadanía a todos los varones del Imperio, pero sólo para aumentar el importe
de los impuestos de sucesión, al que solamente los ciudadanos estaban
obligados.
De política se ocupaba poco. Prefería dejarla a su madre que
entendía de ello, pero que naturalmente la hacía a lo mujer, o sea basándose en
simpatías o antipatías. Era ella quien despachaba la correspondencia y recibía
en audiencia a ministros y embajadores. En Roma decían que se había procurado
esta posición cediendo a los incestuosos apetitos de su hijo. Probablemente no
era verdad. Caracalla era bastante serio por ese lado, y su verdadera
pasión eran las guerras y los duelos. Un día alguien le habló de Alejandro
Magno. Se entusiasmó y quiso imitarle. Reclutó una «falange» armada como las
del héroe y dirigióse a Persia, pero en los combates se olvidaba de ser general
porque se divertía más haciendo de soldado y provocando al enemigo en luchas
singulares cuerpo a cuerpo. Hasta que un día los legionarios, cansados de marchas
y de aquel guerrear sin pies ni cabeza, y sobre todo sin botín, le apuñalaron.
Julia Donna, deportada a Antioquía tras haberlo
perdido todo, marido, trono e hijos, se negó a comer hasta que murió. Pero dejó
detrás a una hermana» Julia Mesa, que la igualaba en cerebro y ambición.
Tenía dos nietos, hijos de dos de sus hijas: uno se llamaba Vario Avito y
hacía con el seudónimo de Heliogábalo, que
quiere decir dios sol, de sacerdote en Emesa, de donde la familia de la
emperatriz era oriunda; el otro se llamaba Alexiano y era aún un niño.
Mesa difundió la voz de que Heliogábalo era hijo natural de
Caracalla, y los legionarios, que allí en Siria se habían convertido a la
religión local y respetaban en aquel clérigo de catorce años al representante
del Señor, le proclamaron emperador y, con la abuela y la madre, le condujeron
triunfante a Roma.
Un día de primavera del 219 después de Jesucristo, la Urbe
vio llegar al más extraño de los Augustos: un muchacho vestido de seda
colorada, con los labios pintados de carmín, las pestañas teñidas con henné, un
collar de perlas, brazaletes de esmeraldas en muñecas y tobillos, y una corona
de brillantes en la cabeza. Pero le aclamó lo mismo. Ya no le escandalizaba
ninguna mascarada.
Otra vez más el verdadero emperador fue una mujer: la abuela
Mesa, hermana de la precedente. Para Heliogábalo el trono era un juguete y lo
compró como tal. En su infantil inocencia, aquel chiquillo era hasta simpático
como un cachorrito. Su diversión favorita consistía en gastar bromas a todos,
pero bromas inocentes: tómbolas y loterías con sorpresas, burlas, juegos de
cartas. Pero también era un sibarita, quería lo mejor de todo, y gastaba
montones de dinero en ello. No viajaba con menos de quinientos carros de
séquito y por un frasquito de perfume estaba dispuesto a pagar millones. Cuando
un adivino le dijo que moriría de muerte violenta, vació las cajas del Estado
para proveerse de todos los instrumentos de suicidio más refinados: una espada
de oro, un arsenal de cuerdas, cajitas cuajadas de brillantes para la cicuta...
De vez en cuando, al recordar su pasado sacerdotal, tenía crisis místicas. Un
día se circuncidó; otro, intentó castrarse, y aun otro se hizo enviar de Emesa
el famoso meteorito de su bisabuelo materno, hizo construir encima un templo y
propuso a hebreos y cristianos reconocer sus religiones como oficiales, si unos
aceptaban sustituir a Jehová y otros a Jesús por aquel pedrusco suyo.
Abuela Mesa comprendió que aquel nietecito ponía en peligro
a la dinastía. Le convenció de que adoptase al primito Alexiano y le
nombrase César con el imponente nombre de Marco Aurelio Alejandro Severo. Y
con el desenfado característico de la familia, le hizo asesinar con su madre,
que además era su hija.
Es curioso ver nacer, de un degüello tan horrendo, el reino
de un santo, Alejandro Severo, que tenía catorce años y hacía honor a su
nombre: había estudiado con diligencia, dormía sobre un duro camastro, comía
sobriamente, tomaba duchas frías incluso en invierno, vestía como uno cualquiera,
y de su predecesor sólo heredó una cosa: la imparcialidad hacía todas las
religiones, con pronunciada simpatía por la regla moral de los hebreos y de los
cristianos. Su precepto: «No hagas a los demás lo que no quieras que te sea
hecho» fue esculpido por él en muchos edificios públicos. Discutía
imparcialmente con los teólogos y hasta, presionado por su madre, Mamea,
que había tomado el puesto de Mesa, fallecida ya, y que se inclinaba hacia el
cristianismo, tuvo una debilidad por Orígenes, un asceta que aportaba a la
nueva fe una vocación de estoico.
JULIA MAMEA |
Mientras Alejandro se ocupaba ante todo del Cielo, Mamea
gobernaba bien la Tierra, asistida por los consejos de Ulpiano, que había sido
tutor de Alejandro, Condujo una hábil política económica, redujo la influencia
de los militares y devolvió al Senado parte de sus poderes. Sólo cometió
injusticias con su nuera porque, después de haberla dado por esposa a su hijo,
se puso celosa de ella y la hizo expulsar. También las emperatrices son mujeres
y madres. Pero cuando los persas empezaron de nuevo a amenazar, partió con su
hijo al frente del ejército para rechazarlos. Antes de presentar batalla,
Alejandro envió una carta al rey enemigo en la que trataba de convencerle de no
luchar. El otro lo tomó como un signo de debilidad, atacó y fue batido. El
emperador, que no amaba la guerra, intentó evitar, al menos, batirse con los
germanos. Y habiendo encontrado en la Galia a sus emisarios, les ofreció un
tributo anual si aceptaban retirarse.
Fue tal vez su único error y lo pagó cara. Los legionarios
ya no estaban ansiosos por batallar, pero todavía no estaban dispuestos a
comprarse las paces. Indignados, se rebelaron, mataron a Alejandro, bajo la
tienda, con su madre y todo el séquito y aclamaron emperador al general del
ejército de Panonia, Julio Maximino.
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