Los
legionarios veteranos de la campaña gala marcharían en esta primera
celebración, lo cual representaba sólo cinco mil hombres; únicamente unos
cuantos de cada una de las legiones participantes en la guerra de las Galias
seguían bajo las Águilas, ya que Roma no mantenía un ejército regular con
servicio prolongado. Aunque el mayor de los veteranos de las Galias contaría sólo
treinta y un años si se había alistado a los diecisiete, el desgaste natural de
la guerra, las heridas y el retiro habían mermado su número.
Pero
cuando se dio la orden de marchar, la Décima descubrió con consternación que no
iría a la cabeza. Se había concedido ese honor a la Sexta. Tras tres
amotinamientos, la Décima había perdido el favor de César, y desfilaría la
última.
Las
once legiones originales entre la Quinta Alauda y la Decimoquinta aportaron
estos cinco
mil veteranos, ataviados con túnicas nuevas, con nuevos penachos de pelo de caballo
en los yelmos, y empuñaban bastones enguirnaldados con hojas de laurel (no se
permitía el uso de armas reales). Los portaestandartes lucían armadura de
plata, y los aquilíferos, portadores del águila de plata de cada legión,
llevaban pieles de león sobre la armadura de plata. No fue compensación para la
desventurada Décima, que decidió vengarse de una manera peculiar.
Aquélla
era una parada en la que podían participar los cónsules del año, ya que el
triunfador, cuyo imperium tenía que superar el de todos los demás, era
dictador. Por tanto, Lepido se sentó con los otros magistrados curules en el
podio de Castor en el Foro. El resto del Senado encabezó el desfile; lo
formaban en su mayoría miembros recién nombrados por César, así que los
senadores, alrededor de quinientos, constituían una imponente parte del
desfile, aunque por desgracia pocos llevaban togas orladas de púrpura.
Al
Senado seguían los tubilustra, una banda de cien hombres que hacían
sonar las trompetas de oro con cabeza de caballo que un Ahenobarbo anterior
había traído de su campaña en la Galia contra los arverni. Luego venían
las carretas con el botín, intercaladas con grandes carromatos de plataforma
plana que hacían las veces de escenarios donde unos actores debidamente
ataviados y rodeados del debido decorado representaban los incidentes de la
campaña.
Los empleados de los banqueros de César que habían asumido la colosal
labor de organizar aquel imponente espectáculo habían echado el resto en su
esfuerzo por encontrar actores suficientes que se parecieran a César, ya que él
ocupaba un lugar destacado en las escenas de la mayoría de los carromatos, y en
Roma todos lo conocían.
Allí
estaban todas las escenas famosas: reproducción de la plataforma del sitio de Avarico;
un barco de roble con velas de cuero y obenques de hierro; César en Alesia
yendo al rescate del campamento en el que habían irrumpido los galos; un mapa
de las dobles murallas que rodeaban Alesia; Vercingetorix sentado con las
piernas cruzadas en el suelo al someterse a César; una maqueta de la meseta y
su fortaleza en Alesia; carros abarrotados de estrafalarios galos melenudos, el
largo cabello acartonado con arcilla para darle grotescas formas, sus ropajes
vistosos, sus largas espadas (de madera plateada) en alto; todo un escuadrón de
caballería de Remi con sus brillantes atuendos; el famoso sitio de Quinto
Cicerón y la Séptima contra la plena potencia de sus enemigos; la
representación de una fortaleza británica; un carro de guerra británico con
cochero, lancero
y un par de pequeños caballos incluidos; y otras veinte escenas. Cada carreta o
carromato iba arrastrado por una yunta de bueyes adornados con flores,
enajaezados de escarlata, verde chillón, vistoso azul y amarillo.
En
medio de toda esta fabulosa exhibición danzaban grupos de rameras con togas de
color fuego, acompañadas de enanos saltarines con capotes de retazos de muchos colores
llamados centunculi, músicos de toda clase, hombres que sacaban fuego
por la boca, magos y fenómenos. No se exhibían coronas de oro ni guirnaldas, ya
que los galos no habían ofrecido ninguna a César, pero en las carretas con el
botín resplandecían los tesoros de oro. En Atuatuca, César había encontrado las
riquezas acumuladas de los cimbrios germánicos y los teutones, y también había
reunido preciosas ofrendas votivas guardadas por los druidas en Carnuto durante
siglos.
Luego
vinieron las víctimas sacrificiales: dos bueyes blancos que se ofrecerían a
Júpiter óptimo Máximo cuando el triunfador llegara al pie de la escalinata de
su templo en el Capitolio, un destino situado a unos cinco kilómetros de
distancia de aquella procesión que recorría el velabro y el Foro Boario, luego
entraba en el Circus Maximus, daba una vuelta, salía por el extremo de Capena a
la Via Triunfalis y finalmente recorría todo el Foro romano hasta el pie del
monte Capitolino, donde se detenía.
Allí los prisioneros de guerra condenados a
muerte fueron conducidos al Tuliano, donde los estrangulaban; allí las carretas
y los participantes secundarios se dispersaron; allí el oro fue devuelto al erario;
y allí las legiones entraron en el Vicus lugarius para marchar de regreso hacia
el Campo de Marte a través del Velabro, donde celebrarían un banquete y
esperarían el reparto de dinero por parte de los pagadores de las legiones.
Sólo el Senado, los sacerdotes, los animales sacrificiales y el triunfador
ascendieron por el monte Capitolino hasta el templo de Júpiter óptimo Máximo,
acompañados ahora por unos músicos especiales que tocaban el tibicen,
una flauta hecha con la espinilla de un enemigo muerto.
Los
dos bueyes blancos iban adornados con guirnaldas y flores y llevaban los cascos
y los cuernos dorados; los guiaban el popa, el cultarius y sus
acólitos, que realizarían expertamente el sacrificio.
Les
seguían el colegio de pontífices y el colegio de augures con sus togas
multicolores de rayas escarlata y púrpura, cada augur con su lituus, un
bastón con arabescos que lo distinguía de los pontífices. Detrás caminaban los
otros colegios sacerdotales menores con sus túnicas específicas, el flamen
Martialis con un aspecto muy extraño envuelto en su pesada capa circular,
con sus coturnos de madera y su yelmo apex de marfil.
En la celebración de los
triunfos de César no habría flamen Quirinalis, ya que Lucio César
desfilaba en calidad de augur jefe y no en su otra función, ni tampoco había flamen
Dialis, ya que ese sacerdote de Júpiter en particular era de hecho César, exento
desde hacía mucho de sus obligaciones.
La
siguiente sección del desfile era siempre muy bien recibida por la multitud, ya
que la formaban los prisioneros. Cada uno iba vestido con sus mejores galas,
oro y joyas, la viva imagen de la salud y la prosperidad; Roma, en la
celebración del triunfo, no exhibía prisioneros maltratados o apaleados. Por esta
razón los hospedaban en la mansión de algún potentado mientras aguardaban aquel
momento. La Roma de la República no encerraba a nadie en prisiones.
El
rey Vercingetorix era el primero; sólo él, Coto y Lucterio morirían.
Vercasivellauno, Eporedorix
y Biturgo -y todos los demás, prisioneros de guerra menos importantes-
regresarían ilesos junto a sus pueblos. En otro tiempo, muchos años atrás,
Vercingetorix se había maravillado ante la profecía que decía que pasarían seis
años entre su captura y su muerte; en ese momento sabía que se cumpliría.
Gracias a la guerra civil y otros problemas, César había tardado seis años en celebrar
su triunfo sobre la Galia Trasalpina.
El
Senado había decretado un privilegio muy especial para César: lo precederían
sesenta y dos lictores en lugar de los habituales veinticuatro propios de un
dictador. Cantores y danzarinas especiales acompañarían a los lictores,
entonando loas al triunfador César.
Así
pues, cuando llegó el turno a César, el desfile llevaba ya en marcha dos largas
horas de verano. Iba montado en el carro triunfal, un vehículo de cuatro ruedas
extremadamente antiguo más parecido a la carroza ceremonial del rey de Armenia
que a la cuádriga de dos ruedas; tiraban de él cuatro caballos grises idénticos
con crines y colas blancas, elegidos por César. Éste lucía las vestiduras
triunfales, que consistían en una túnica bordada con hojas de palma y una toga
púrpura bordada profusamente en oro.
En la cabeza llevaba una corona de laurel,
en la mano derecha una rama de laurel, y en la izquierda el cetro retorcido de
marfil propio del triunfador, coronado por un águila de oro.
Su cochero vestía
una túnica púrpura, y en la parte trasera del espacioso carruaje un hombre
con túnica púrpura sostenía una corona de hojas de roble doradas sobre la cabeza
de César y de vez en cuando entonaba la advertencia que se daba a todos los
triunfadores: «Respice post te, hominem te memento» ( Vuelve la vista
atrás, recuerda que eres un mortal).
Aunque
Pompeyo Magno había sido demasiado vanidoso para seguir la antigua costumbre, César
sí lo hizo. Se pintó la cara y las manos con minim de vivo color rojo,
imitando el rostro y las manos de terracota de la estatua de Júpiter óptimo
Máximo en su templo. Sólo el triunfo permitía que un romano imitara hasta tal
punto a un dios.
Detrás
del carro triunfal iba el caballo de guerra del César, el famoso Génitor (en
realidad el actual era uno de los varios que había tenido a lo largo de los
años, que César criaba a partir del Génitor original, un regalo de Sila),
cubierto con el paludamentum escarlata del general. Para César, habría
sido inconcebible celebrar el triunfo sin que Génitor, el símbolo de su
legendaria suerte, disfrutara de su propia pequeña celebración.
En
pos de Génitor venía la muchedumbre de hombres que consideraba que la campaña
gala de César los había liberado de la esclavitud; todos llevaban el gorro de
la libertad en la cabeza, un tocado cónico que identificaba a los libertos. A
continuación desfilaban aquellos de sus legados en la guerra de las Galias que
en ese momento estaban en Roma, todos con armadura y montados en sus Caballos
Públicos.
Y en
último lugar el ejército, cinco mil hombres de once legiones que mientras marchaban
gritaban: "¡Io triunfe!" Las canciones obscenas vendrían más
tarde, cuando hubiera más gente para oírlas y reír.
(
Relato de Colleen McCullough, en su libro "El caballo de César" )
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