Lucio parecía más tranquilo, y aceptó acompañar a
César mientras pasaban entre el pozo de Juturna y el pequeño aedes redondo
de Vesta, seguidos por un gran número de adictos a César, un improvisado
séquito que formaba parte de la carga de ser un gran hombre, y que Lucio César
se alegraba de ver ahora que su primo había renunciado a la escolta de los
lictores.
Aunque los tenderetes y casetas en el Foro Romano
estaban prohibidos (eso no regía para los pequeños puestos ambulantes de
tentempiés que nutrían a los visitantes del Foro), no había ninguna ley escrita
que evitara que ciertas personas ocuparan un pequeño espacio del Foro donde realizaban
actividades generalmente relacionadas con lo esotérico. Los romanos eran supersticiosos,
les encantaban los astrólogos, los adivinos y los magos orientales, de modo que
muchos de ellos pululaban por los alrededores. Si alguien depositaba en
cualquiera de aquellas manos una moneda de plata, sabría qué le depararía el
futuro, o por qué había fracasado su empresa comercial, o bien qué clase de
vida le esperaba a su hijo recién nacido.
El viejo Espurina gozaba de una reputación sin
igual entre estos adivinos. Su lugar estaba junto a la entrada de la Domus
Publica, del lado del templo de las vírgenes Vestales, junto a la puerta
por donde entraban los ciudadanos romanos que deseaban depositar su testamento
ante las Vestales. Un lugar excelente para un adivino, porque los hombres o las
mujeres que pensando en la muerte llevaban un testamento en la mano, siempre
sentían la tentación de detenerse, darle al viejo Espurina un denario y
enterarse de cuánto tiempo les quedaba de vida. Su aspecto inspiraba confianza
en sus dones místicos, pues era delgado, iba sucio y descuidado y tenía el
rostro ajado.
Cuando los Césares pasaron a su lado sin fijarse
en él, puesto que Espurina formaba parte del entorno desde hacía décadas, éste
se puso en pie.
Ambos Césares se detuvieron y se volvieron hacia
él.
-¿A qué César te refieres? -preguntó Lucio,
sonriendo.
-¡Sólo hay un César, augur jefe! Su nombre llegará
a identificarse con el del hombre que
gobierna Roma -gritó Espurina de forma es
tridente, con el iris oscuro de los ojos rodeado de un halo blanco que
anunciaba la proximidad de la muerte-. ¡«César» significa «rey»!
-Ah, no, no empecemos otra vez. -César suspiró-.
¿Quién te paga para que digas eso,
Espurina? ¿Marco Antonio?
-No es eso lo que quiero decirte, César, y nadie
me ha pagado.
-Entonces, ¿qué quieres decir?
-¡Guárdate de los idus de marzo!
César metió la mano en la bolsa que llevaba
colgada de su cinturón y le arrojó una moneda de oro que Espurina cogió sin
decir nada.
-¿Qué va a pasar en los idus de marzo, anciano?
-¡Tu vida correrá peligro!
-Te agradezco la advertencia -dijo César, y siguió
caminando.
-No suele equivocarse -comentó Lucio con un
escalofrío-. ¡César, te lo ruego, vuelve a
llamar a tus lictores!
-¿Y dejar que toda Roma se entere de que hago caso
de los rumores y los viejos adivinos? ¿Admitir que tengo miedo? ¡Nunca!
-exclamó César.
( C. McC. )
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