Era
viejo y estaba enfermo; durante cincuenta y ocho años había batallado con una
concatenación de circunstancias y acontecimientos adversos que constantemente
le habían privado del placer de la justicia y la recompensa, de su justo papel
en la historia de Roma, al que tenía derecho por nacimiento y capacidad. No
había tenido otra elección ni ninguna oportunidad para continuar su ascenso
legal en el cursus honorum honorablemente. En todas las etapas había habido
alguien o algo que le entorpecía el camino, imposibilitando la vía recta y
legal. Pues allí estaba, cabalgando en la dirección indebida por el circo
Máximo. Un despojo de cincuenta y ocho años, sintiendo en sus entrañas el ardor
del triunfo y del fracaso. Amo de Roma. El primer hombre de Roma. Se había
vengado. Pero la desilusión de la edad, su físico estragado y la muerte inexorable,
convertían su júbilo en amarga tristeza, destruyendo el placer y exacerbando su
dolor. Qué tarde, qué amarga, qué tuerta era su victoria...
No
pensaba en la Roma que tenía a sus pies con amor e idealismo; el precio había
sido demasiado alto. Ni se sentía con ánimos para la tarea que sabía
ineludible. Lo que más deseaba era paz, tiempo libre, materializar mil
fantasías sexuales, embriagarse sin freno y olvidarse de toda responsabilidad.
¿Por qué no podía desear todo aquello? Por culpa de Roma, por culpa del deber,
porque no podía aceptar la idea de abandonar la tarea con tanto como quedaba
por hacer. La única razón por la que cabalgaba en dirección contraria por la
pista del circo Máximo vacío era por estar convencido de que había una tarea
ingente que hacer. Y la tenía que hacer él porque no había nadie capaz.
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