El 13
de enero, cuando Octavio tenía treinta y cinco años y era cónsul por séptima
vez, reunió al Senado.
- Es
hora de que ceda todos mis poderes -les dijo-. Los peligros han pasado. Marco Antonio,
pobre tonto, lleva muerto dos años y medio, y con él, la Reina de las Bestias,
que lo corrompió vilmente. Los pequeños sustos y terrores pasajeros del momento
también han muerto, no son nada comparados con el poder y la gloria de Roma. He
sido el fiel guardián de Roma, su infatigable adalid. Por lo tanto, en este
día, padres conscriptos, os comunico que cedo todas mis provincias: las islas
del trigo, las Hispanias, las Galias, Macedonia y Grecia, la provincia de Asia,
África, Cyrenaica, Bitinia y Siria. Las entrego al Senado y al pueblo de Roma.
Todo lo que deseo mantener es mi dígnitas, que representa mi estatus como
consular, como vuestro princeps senatus, y mi rango personal como tribuno
honorario de la plebe.
El
Senado estalló en un rugido espontáneo.
- No,
no -resonó en los oídos de Octavio desde todas partes, un rugido machacante.
-
¡No, gran César, no! -llegó la voz de Planeo, la más sonora-. ¡Mantén en tus
leales manos a Roma, te lo rogamos!
-
¡Sí, sí, sí! -se oía desde todas partes.
La
farsa continuó durante unas horas, Octavio intentando decir que ya no era
necesario y el Senado insistiendo en que lo era. Por fin, Planco, el eterno chaquetero,
suspendió la sesión sin resolver el asunto hasta que el Senado volviese a
reunirse dentro de tres días.
El 16
de enero el Senado, en la persona de Lucio Munatio Planco, se dirigió a su
mayor luminaria.
-
César, tu mano siempre será necesaria -manifestó Planeo, con su tono más
melifluo-. Por lo tanto, te rogamos que mantengas tu imperium maius sobre todas
las provincias de Roma y continúes como su cónsul superior durante el futuro.
Tu escrupulosa atención hacia el bienestar de la República no se nos ha pasado
por alto, y nos congratulamos de que, bajo tu cuidado, la República haya
recibido un nuevo impulso, rejuvenecida para siempre. Así continuó durante otra
hora, y llegó al final con una voz estruendosa que resonó en toda la cámara.
-
Como manera especial de darte las gracias de esta cámara deseamos otorgarte el nombre
de César Augusto y recomendar una ley por la que ningún otro hombre pueda
volver a utilizarlo. ¡César Augusto, el más alto de los altos, el más valiente
de los valientes! ¡César Augusto, el hombre más grande en la historia de la República
romana!
-
Acepto.
«¿Qué
otra cosa se podía decir?»
-
¡César Augusto! -gritó Agripa, y lo abrazó.
El
primero entre sus partidarios, el primero entre sus amigos. Augusto salió de la
Curia Hostilia como Divus Julius rodeado por una multitud de senadores, pero
del brazo de Agripa. En el vestíbulo abrazó a su esposa y a su hermana, y luego
avanzó hasta el borde de las escalinatas y levantó ambos brazos para saludar a
la multitud que lo aclamaba.
«Siempre
ha habido un Rómulo -pensó-. Soy Augusto, y único.»
( C.
McC. )
ANEXO:
Dicen
que fue Virgilio el poeta quien le sugirió el sobrenombre de
"Augusto", aunque en principio quería llamarse Octavio Rómulo, en
recuerdo del primer líder de Roma.
-
¿Qué te parece Augusto? -preguntó Mecenas con delicadeza.
Octavio
parpadeó.
-
¿Augusto?
- Sí,
Augusto.
- Significa
el más alto de los altos, el más glorioso de los gloriosos, el más grande de
los grandes. Además, nunca ha sido utilizado como apellido por ninguno; nadie
en absoluto.
-
Augusto. -Octavio pronunció el nombre como si lo saborease-. Augusto… sí, me gusta.
Muy bien, que sea Augusto.
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