Y
así, a finales de junio, Craso, sus legados, sus tribunos de los soldados y los
tribunos militares nombrados por él, con la sola escolta de un escuadrón de
caballería, salieron de Capua por la vía Apia, cuyo lado izquierdo se veía
cubierto de cruces hasta Roma: cada cien pies había un seguidor de Espartaco colgando
desmadejado de las crueles cuerdas que le sujetaban por codos y rodillas al
madero.
Y
Craso fue implacable y ordenó que dejasen morir despacio a aquellos seis mil
seiscientos desgraciados sin que les fuesen quebrados los miembros, por lo que
todo el camino desde Capua a la puerta Capena de Roma era un gemido
interminable.
Acudía
gente a ver el espectáculo, y hubo quien llevó a un esclavo rebelde para mostrarle
lo que era un derecho de todo amo.
Pero
muchos, nada más echar una ojeada, volvían a sus casas, y los que no tenían más
remedio que viajar por la vía Apia entre Capua y Roma se congratularon de que
las cruces adornasen únicamente un lado de la carretera.
Como
de lejos la visión era más soportable, el puesto de observación más concurrido
de los habitantes de Roma era lo alto de las murallas servianas a ambos lados de
la puerta Capena. La ristra se perdía a lo lejos y las caras se veían borrosas.
Estuvieron
colgados año y medio, sometidos al prolongado proceso de putrefacción hasta que
quedaran en los huesos mondos, pues Craso no permitió que los descolgasen hasta
el último día de su consulado.
Y
César pensó admirado que ninguna otra campaña militar en la historia de Roma
había sido tan redonda, tan limpia y tan definitiva: lo que había comenzado con
una orden de diezmar a la tropa, concluía con una crucifixión masiva.
( C.
McC. )
No hay comentarios:
Publicar un comentario