Efectivamente,
Pompeyo había sido muy considerado, decidido como estaba a que nadie, y menos los
estirados parientes de Emilia Escaura, le reprochasen no ser el más amable y
cariñoso de los maridos, pues ansiaba formar parte del clan.
Al
saber que el hijo de Mario había tenido intimidad con la conocida prostituta
Praecia, él también había adquirido la costumbre de ir a su suntuosa casa, pues
no consideraba que era rebajarse degustar lo que otro había dejado con tal de
que el otro en cuestión hubiese sido famoso, tuviese influencia o fuese de
nobilísima familia. Además, Praecia era sexualmente una verdadera delicia, y
capaz de complacerle con variantes que él estaba seguro de que Emilia Escaura
no aprobaría cuando llegase la ocasión. Las esposas eran para el serio asunto
de la procreación, pese a que a la pobre Antistia ni siquiera eso le había sido
concedido.
Si le
gustaba estar casado era porque tenía el feliz don de saber enamorar a las
mujeres; a su esposa la abrumaba a cumplidos a toda hora, y no le importaba que
las tonterías que le decía pudiera oírlas Metelo Pío, pontífice máximo (aunque
tenía buen cuidado de no decírselas cuando Metelo Pío podía oírlas), y mantenía
una actitud alegre y animada que propiciaba el amor de Emilia hacia él. Y era
tan inteligente que hasta le consentía que se enfadase, llorase, se quejase por
nada y le castigase. Ni Antistia ni Emilia Escaura se daban cuenta de que las
manipulaba y creían que eran ellas quienes lo hacían, mejor que mejor. Todos
contentos y se evitaban disensiones.
Su
gratitud hacia Sila por haberle concedido la hija del antiguo príncipe del
Senado casi no conocía límites; sabía que él merecía algo más que la hija de
Escauro, pero también reforzaba su propia estima saber que una persona como
Sila le consideraba digno de la hija de Escauro. Desde luego, no se le escapaba
que a Sila le convenía vincularle a su familia mediante aquel matrimonio, y eso
reforzaba también su amor propio. A los aristócratas romanos como Glabrio, el
dictador podía arrinconarlos, mientras que a Cneo
Pompeyo Magnus le atribuía suficiente importancia como para darle lo que había
arrebatado a Glabrio. Porque el dictador hubiera podido (por ejemplo) haber
dado la hija de Escauro a su sobrino Publio Sila o a su protegido Lúculo.
Pompeyo
se había empeñado en no ingresar en el Senado, pero no entraba en sus planes apartarse
del círculo íntimo del dictador. No, sus sueños se encaminaban ahora a convertirse
en el único héroe militar de la historia de la República que obtuviese poderes
proconsulares sin ser senador. Decían que eso era imposible; se habían burlado
de él y le habían ridiculizado. ¡No sabían el riesgo a que se exponían! En su
momento se lo haría pagar... no matándolos, como habría hecho Mario, ni
declarándolos proscritos, como hacia Sila: él los haría sufrir obligándoles a
someterse, incitándoles a ocupar una posición tan envidiable, que el oprobio de
tener que mostrarse complacientes destruyese su amor propio. ¡Para él eso era
mucho más dulce que verles morir!
Así,
Pompeyo logró dominar su deseo por la deliciosa ramita de la gens Emilia y se contentó
con visitar asiduamente a Praecia y consolarse con mirar el vientre de Emilia
Escaura, que nunca jamás engendraría más que su progenie.
Emilia
debía dar a luz a primeros de diciembre, pero a finales de octubre le sobrevino
un repentino y difícil parto. Hasta aquel momento su embarazo no había
presentado incidentes, por lo que el episodio sorprendió a todos, incluidos los
físicos. El raquítico niño que trajo prematuramente al mundo murió al día siguiente
y no tardó en seguirle la madre, consumida por una hemorragia inexorable.
Su
muerte hundió a Pompeyo en la desesperación. La había amado sinceramente a su manera
egoísta, y si Sila hubiese buscado por toda Roma la novia adecuada para él con
el deseo de complacerle, no hubiera podido encontrar ninguna mejor que la
risueña, un poco torpe y totalmente ingenua Emilia Escaura. Hijo de un hombre
apodado el Carnicero, y él mismo llamado el Joven Carnicero, la experiencia de
Pompeyo en relación con la muerte era de toda la vida, y sin que la redujese
impulso alguno de compasión o misericordia. Moría un hombre y otro nacía; moría
una mujer y otra nacía. Seres mortales. Al morir su madre había llorado algo,
pero hasta la muerte de Emilia Escaura ninguna muerte había llegado a afectarle,
salvo la de su padre.
El
fallecimiento de su esposa estuvo a punto de inducirle a acompañárla en la pira
funeraria; Varrón y Sila no llegaron nunca a saber si aquella pugna por querer
saltar a las llamas había sido sincera del todo; hasta tal punto estaba
afligido. Ni el propio Pompeyo lo sabía. Lo único cierto es que la Fortuna le
había favorecido con el regalo de la hija de Escauro y luego se la había
arrebatado antes de que pudiera disfrutarla.
Sumido
en un mar de lágrimas, el joven salió de Roma por la puerta Colina, por segunda
vez por motivo de una muerte repentina. Primero su padre y ahora Emilia. Para
el picentino Pompeyo no había otra solución que volver a su casa.
( C. McC. )
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