Alquiló
un caballo y regresó a Pérgamo por un terreno fácil por el que Burgundus y Demetrio
difícilmente podían seguirle. César cabalgaba sin pausa, impulsado por la ira,
sin preocuparse por el cansancio. No habían transcurrido siete días cuando ya
estaba de nuevo en Pérgamo, dos días antes que la galera de Rodas, que aún
cruzaba el Helesponto.
-¡Ya
está! -dijo animoso al procuestor Pompeyo-. Espero que hayas preparado las cruces,
porque no tengo tiempo que perder.
-¿Las
cruces? -inquirió Pompeyo, atónito-. ¿Cómo voy a hacer cruces para unos hombres
que Marco Junio pondrá a la venta?
-Al
principio, es lo que pensó -dijo César con toda naturalidad-, pero cuando le
expliqué que había dado mi palabra de crucificarlos, lo entendió. ¡Vamos a
empezar a hacer las cruces! Tenía que haber comenzado a estudiar con Apolonio
Molón hace dos meses y el tiempo vuela, Pompeyo. ¡Manos a la obra!
El
aturdido procuestor se vio obligado a una actividad como no había conocido con
el propio Junco, pero César era incansable y acabó por comprar madera a un
almacén y obligar a los piratas a hacerse sus propias cruces.
-¡Y
hacedlas bien, escoria, porque de ellas seréis colgados! Y no hay nada peor que
agonizar durante días en una cruz mal hecha.
-¿Por
qué el gobernador no ha optado por vendernos como esclavos? -preguntó Polígono,
que era torpe manejando las herramientas y estaba muy retrasado en la
confección de su cruz-. Yo estaba convencido de que nos vendería.
-Pues
te has equivocado -dijo César, cogiéndole los clavos y poniéndose a clavar el travesaño-.
¿Cómo has podido hacer tan buena carrera como pirata, Polígono? ¡ Eres un
manazas!
-Hay
hombres que hacen una buena carrera por ser incompetentes -contestó el pirata, apoyándose
en una pala.
-¡Yo
no! -espetó César, dando el último martillazo y poniéndose en pie.
-Ya
lo he visto -añadió Polígono con un suspiro.
-¡Vamos,
empieza a cavar!
-¿Y
eso para qué es? -inquirió Polígono, señalando un montón de cuñas de madera mientras
César le arrebataba la pala.
-Cuñas
-gruñó César, cavando la tierra-. Cuando este hoyo sea lo bastante profundo
para el peso de la cruz y del crucificado, meteremos el madero; pero como la tierra
es blanda y no quedará recto, lo fijaremos con cuñas por la base. Así, una vez
que estés muerto, la cruz saldrá con facilidad al quitarlas, y el gobernador
podrá volver a utilizar estos estupendos instrumentos de tortura para la
próxima banda de piratas que capture.
-¿No
pierdes aliento?
-Tengo
energía de sobra para trabajar y hablar al mismo tiempo. Vamos, Polígono, ayúdame
a meter en el hoyo tu última morada... ¡ Eso es! -exclamó César, retrocediendo
un paso-. Ahora mete una cuña, que está ladeada -añadió, dejando la pala y
cogiendo la maza-. ¡No, no, al otro lado! ¡Por el lado en que se inclina! ¡Ya
se ve que no eres ingeniero!
-No
seré ingeniero -replicó Polígono con aviesa sonrisa- pero he logrado que mi ejecutor
me haga la cruz.
César
se echó a reír.
-Amigo
mío, ¿te crees que no me he dado cuenta? Pero eso tiene un precio, como debe saber
todo buen pirata.
-¿Un
precio? -inquirió Polígono, ya serio.
-A
los demás les quebraremos las piernas para que mueran rápido, mientras que a ti
te pondré un apoyo en los pies para que el peso sea menor y tardes días en
morir, Polígono.
Cuando
la galera de Rodas, que había salido de Nicomedia siguiendo a César, entró en el
río que conducía al puerto de Pérgamo, los remeros se quedaron sin respiración
y temblando. En Rodas morían hombres -y ejecutados-, pero la justicia al estilo
romano no se conocía en la isla, pues Rodas era amiga y aliada, pero no formaba
parte de ninguna provincia. Por ello, el espectáculo de quinientas cruces en
unos campos en barbecho junto al puerto les resultaba tan extraño como
monstruoso. Un campo de muertos, menos uno -su jefe-, que para mayor ironía
tenía puesta una diadema, y aún gemía y gritaba.
Quinto
Pompeyo permaneció en Pérgamo, negándose a marchar hasta que César no partiera.
La visión de aquellas cruces era como un bosque de árboles perfectamente
homogéneos. La crucifixión era una pena capital impuesta a esclavos -no a
libertos-, pero nunca en forma masiva, y aquello era un regimiento de muertos
perfectamente alineados. Y el hombre capaz de planearlo y llevarlo a cabo en
tan poco tiempo era persona a quien no convenía quitar ojo de encima. Ni
dejarle al mando de Pérgamo, aun de
modo oficioso. Por eso Quinto Pompeyo aguardó a que la flota de César zarpase hacia
Rodas y Patara.
( C.
McC. )
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