martes, 13 de enero de 2015

DIÁLOGO ENTRE POLÍGONO (JEFE DE LOS PIRATAS CAPTURADO Y LISTO PARA SER CRUCIFICADO) Y SU EX REHÉN CAYO JULIO CÉSAR

 

Alquiló un caballo y regresó a Pérgamo por un terreno fácil por el que Burgundus y Demetrio difícilmente podían seguirle. César cabalgaba sin pausa, impulsado por la ira, sin preocuparse por el cansancio. No habían transcurrido siete días cuando ya estaba de nuevo en Pérgamo, dos días antes que la galera de Rodas, que aún cruzaba el Helesponto.

-¡Ya está! -dijo animoso al procuestor Pompeyo-. Espero que hayas preparado las cruces, porque no tengo tiempo que perder.

 

-¿Las cruces? -inquirió Pompeyo, atónito-. ¿Cómo voy a hacer cruces para unos hombres que Marco Junio pondrá a la venta?

-Al principio, es lo que pensó -dijo César con toda naturalidad-, pero cuando le expliqué que había dado mi palabra de crucificarlos, lo entendió. ¡Vamos a empezar a hacer las cruces! Tenía que haber comenzado a estudiar con Apolonio Molón hace dos meses y el tiempo vuela, Pompeyo. ¡Manos a la obra!

 

El aturdido procuestor se vio obligado a una actividad como no había conocido con el propio Junco, pero César era incansable y acabó por comprar madera a un almacén y obligar a los piratas a hacerse sus propias cruces.

-¡Y hacedlas bien, escoria, porque de ellas seréis colgados! Y no hay nada peor que agonizar durante días en una cruz mal hecha.

 

-¿Por qué el gobernador no ha optado por vendernos como esclavos? -preguntó Polígono, que era torpe manejando las herramientas y estaba muy retrasado en la confección de su cruz-. Yo estaba convencido de que nos vendería.


-Pues te has equivocado -dijo César, cogiéndole los clavos y poniéndose a clavar el travesaño-. ¿Cómo has podido hacer tan buena carrera como pirata, Polígono? ¡ Eres un manazas!

-Hay hombres que hacen una buena carrera por ser incompetentes -contestó el pirata, apoyándose en una pala.

 

-¡Yo no! -espetó César, dando el último martillazo y poniéndose en pie.

-Ya lo he visto -añadió Polígono con un suspiro.

-¡Vamos, empieza a cavar!

-¿Y eso para qué es? -inquirió Polígono, señalando un montón de cuñas de madera mientras César le arrebataba la pala.

 

-Cuñas -gruñó César, cavando la tierra-. Cuando este hoyo sea lo bastante profundo para el peso de la cruz y del crucificado, meteremos el madero; pero como la tierra es blanda y no quedará recto, lo fijaremos con cuñas por la base. Así, una vez que estés muerto, la cruz saldrá con facilidad al quitarlas, y el gobernador podrá volver a utilizar estos estupendos instrumentos de tortura para la próxima banda de piratas que capture.


-¿No pierdes aliento?

-Tengo energía de sobra para trabajar y hablar al mismo tiempo. Vamos, Polígono, ayúdame a meter en el hoyo tu última morada... ¡ Eso es! -exclamó César, retrocediendo un paso-. Ahora mete una cuña, que está ladeada -añadió, dejando la pala y cogiendo la maza-. ¡No, no, al otro lado! ¡Por el lado en que se inclina! ¡Ya se ve que no eres ingeniero!

-No seré ingeniero -replicó Polígono con aviesa sonrisa- pero he logrado que mi ejecutor me haga la cruz.

 

César se echó a reír.

-Amigo mío, ¿te crees que no me he dado cuenta? Pero eso tiene un precio, como debe saber todo buen pirata.


-¿Un precio? -inquirió Polígono, ya serio.

-A los demás les quebraremos las piernas para que mueran rápido, mientras que a ti te pondré un apoyo en los pies para que el peso sea menor y tardes días en morir, Polígono.

 

Cuando la galera de Rodas, que había salido de Nicomedia siguiendo a César, entró en el río que conducía al puerto de Pérgamo, los remeros se quedaron sin respiración y temblando. En Rodas morían hombres -y ejecutados-, pero la justicia al estilo romano no se conocía en la isla, pues Rodas era amiga y aliada, pero no formaba parte de ninguna provincia. Por ello, el espectáculo de quinientas cruces en unos campos en barbecho junto al puerto les resultaba tan extraño como monstruoso. Un campo de muertos, menos uno -su jefe-, que para mayor ironía tenía puesta una diadema, y aún gemía y gritaba.

 

Quinto Pompeyo permaneció en Pérgamo, negándose a marchar hasta que César no partiera. La visión de aquellas cruces era como un bosque de árboles perfectamente homogéneos. La crucifixión era una pena capital impuesta a esclavos -no a libertos-, pero nunca en forma masiva, y aquello era un regimiento de muertos perfectamente alineados. Y el hombre capaz de planearlo y llevarlo a cabo en tan poco tiempo era persona a quien no convenía quitar ojo de encima. Ni dejarle al mando de Pérgamo, aun de modo oficioso. Por eso Quinto Pompeyo aguardó a que la flota de César zarpase hacia Rodas y Patara.


( C. McC. )



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