Muy
cansado, durmió profundamente desde poco después de aquella tardía cena hasta
dos horas antes de amanecer, sin lamentar que la espaciosa casa de Plautio les
permitiera a él y a Agripa ocupar habitaciones separadas. Cuando despertó, se
encontraba bien y respiraba con facilidad. Se acercó a la ventana atraído por
un repiqueteo, y allí advirtió que llovía en Brindisi. Lanzando un vistazo al
tenue perfil de las nubes supo que eran jirones impulsados por un fuerte
viento. Ese día no habría nadie en las calles, porque el tiempo no cambiaría.
Ese día no habría nadie en las calles...
Esa
idea vagó por su mente y tropezó con un hecho que no había recordado hasta ese momento.
Por lo que Plautio había dicho, todo Brindisi sabía que él era el heredero de
César, al igual que el resto de Italia. La noticia de la muerte de César se
había propagado como el fuego, y con la misma velocidad se había extendido la
noticia de la existencia del heredero de César, este sobrino
de dieciocho años (olvidaría que en realidad era sobrino "nieto").
Eso significaba que cuando se dejara ver, la gente lo trataría con deferencia,
sobre todo si se anunciaba como Cayo Julio César. Bueno, era Cayo Julio César. Nunca
volvería a usar otro nombre, excepto quizá para añadirle «Filius». En cuanto a
Octaviano, sería una manera útil de distinguir a amigos de enemigos. Quienes lo
llamaran Octaviano serían quienes se negaban a reconocer su elevada posición.
Permaneció
ante la ventana contemplando cómo los gruesos hilos de lluvia se inclinaban por
efecto del viento, sin que su rostro, ni siquiera sus ojos, revelara sus
pensamientos. Dentro de aquella amplia cabeza -tenía el mismo cráneo enorme que
César y Cicerón- sus pensamientos estaban acelerados pero no en desorden. Marco
Antonio tenía una desesperada necesidad de dinero, y no recibiría nada de
César. El contenido del Erario probablemente estaba a salvo, pero a un paso de
allí, en las cámaras acorazadas de Cayo Opio -el principal banquero de Brindisi
y uno de los seguidores más leales a César- había una gran suma de dinero. Los
fondos para la guerra de César. Posiblemente alrededor de treinta mil talentos
de plata, a juzgar por lo que César había dicho. Llévatelo todo, pensó; no
confíes en enviar una solicitud al Senado porque quizá no te la concedería.
Treinta mil talentos ascendían a setecientos cincuenta millones de sestercios.
¿Cuántos
talentos puede arrastrar uno de esos enormes carromatos que vi en Hispania tirados
por diez bueyes? Éstos serán los carromatos de César, los mejores desde la
grasa de los ejes hasta las robustas ruedas galas revestidas de hierro. ¿Podría
un carromato acarrear trescientos, cuatrocientos talentos? Ésa es la clase de
cosas que César sabría en el acto, pero yo no. ¿A qué velocidad viaja un
chirriante carromato?
Primero
debo sacar de las cámaras los fondos para la guerra. ¿Cómo? Sin inmutarme.
Basta con entrar y pedirlos. Al fin y al cabo, soy Cayo Julio César. Tengo que
hacerlo. Sí, debo hacerlo. Pero aun suponiendo que consiguiera llevarme el
dinero, ¿dónde lo escondería? Muy fácil, en mi propia heredad más allá de
Sulmo, heredad que consiguió mi abuelo como botín de la guerra de
Italia.
Útil sólo por la madera que da, cortada y enviada a Ancona para su exportación.
Así que taparé la plata con una capa de tablas de madera. Tengo que hacerlo.
Debo hacerlo. Cogiendo un candil, fue a la habitación de Agripa y lo despertó.
Un auténtico guerrero, Agripa dormía como un tronco, y sin embargo estaba
totalmente despabilado nada más oír el menor sonido.
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