La
cómoda casa del prefecto en la plaza principal contenía un cuarto de baño como
era debido. A media tarde Catón ordenó que llenaran la bañera y fue a disfrutar
plácidamente del agua. Cuando salió, el comedor estaba preparado para la cena,
y los otros dos comensales estaban allí reclinados, el joven Catón a la
derecha, Estatilo a la izquierda, y el triclinio reservado a Catón se hallaba
en medio. Cuando éste entró, su hijo y Estatilo lo contemplaron boquiabiertos:
se había cortado la melena y se había afeitado la barba, y llevaba la túnica
senatorial con la ancha banda púrpura del latus
clavus cayendo desde el hombro derecho.
Ofrecía
un aspecto magnífico, mucho más joven, pese a que en su cabello, peinado ahora
como antiguamente, no se advertía ni un solo pelo rojo. Tras muchos meses
absteniéndose del vino, sus ojos grises habían recuperado la luminosidad de
otro tiempo, y las arrugas propias de la disipación habían desaparecido.
-¡Estoy
muerto de hambre! -dijo, ocupando el lectus medius-.
¡Prognantes, la comida!
Era
imposible mantener una actitud sombría; el ánimo alegre de Catón era demasiado contagioso.
Cuando Prognantes sacó un vino tinto de una excelente cosecha, Catón lo paladeó
atentamente, declaró que era bueno, y fue tomando un sorbo de vez en cuando.
Cuando
sólo quedaban en la mesa el vino, dos excelentes quesos y unas uvas, y todos
los criados excepto Prognantes se habían ido, Catón se acomodó en el triclinio
apoyando el codo en un cabezal y exhaló un hondo suspiro de satisfacción.
-Echaré
de menos a Atenodoro Cordilion -dijo-, pero tú tendrás que ocupar su lugar,
Marco. ¿Qué era lo real en opinión de Zenón?
¡Vaya,
estoy otra vez en la escuela!, pensó el hijo de Catón, y contestó de manera
mecánica:
-Las
cosas materiales. Las cosas que son sólidas.
-¿Es
sólido mi triclinio?
-Sí,
claro.
-¿Es
sólido dios?
-Sí,
claro.
-¿Y
pensaba Zenón que el alma era sólida?
-Sí,
claro.
-¿Cuál
es la primera de todas las cosas sólidas?
-El
fuego.
-¿Y
después del fuego?
-El
aire, luego el agua y luego la tierra.
-¿Qué
debe ocurrir con el aire, el agua y la tierra?
-Deben
regresar al fuego al final del ciclo.
-¿Es
fuego el alma?
-Eso
pensaba Zenón, pero Panecio no estaba de acuerdo.
-Además
de en Zenón y Panecio, ¿dónde podemos buscar el alma?
Catón
hijo vaciló, y buscó ayuda en Estatilo, quien contemplaba a Catón con creciente
consternación.
-Podemos
consultar a Sócrates a través de Platón -contestó Estatilo con voz trémula-. Aunque
veía grandes defectos en Zenón, Sócrates era el perfecto estoico. Le traían sin
cuidado el bienestar material, el frío y el calor, las pasiones de la carne.
-¿Buscamos
el alma en el Fedro o
en el Fedón?
Estatilo tomó aire y habló.
-En
el Fedón. En este diálogo, Platón comenta lo
que Sócrates dijo a sus amigos poco antes de tomarse la cicuta.
Catón
se echó a reír y extendió las manos.
-Todos
los hombres buenos son libres, todos los malos hombres son esclavos. Fijémonos
en las Paradojas.
El
tema del alma pareció quedar de lado cuando los tres se embarcaron en uno de
los temas preferidos de Catón. Estatilo fue el encargado de adoptar el punto de
vista epicúreo, el hijo de Catón el peripatético, y Catón, fiel a sí mismo,
siguió siendo un estoico. Los razonamientos se desarrollaron entre risas, un
rápido intercambio de premisas tan conocidas que todas las respuestas eran
automáticas.
Se
oyó a lo lejos un estruendoso trueno. Estatilo se levantó y fue a mirar por la
ventana de la fachada sur en dirección a las montañas.
-Se
acerca una terrible tormenta -anunció. Bajando la voz, repitió-: una terrible
tormenta.
Volvió
a reclinarse para hablar en defensa de la libertad y la esclavitud en nombre de
los epicúreos.
El
vino estaba haciendo mella en Catón, que no se había dado cuenta de su gradual
efecto. De pronto, con violento ademán, lanzó su arra por la ventana del lado
sur.
-¡No,
no, no! -bramó-. Un hombre libre que consiente cualquier clase de esclavitud es
un mal hombre, y no hay más que hablar. No me importa qué clase de esclavitud
acepte, sean los placeres lascivos, la comida, el vino, la puntualidad, el
dinero..., el hombre que se esclaviza es un mal hombre. Perverso. Malévolo. Su
alma abandonará ese cuerpo tan sucia, tan cubierta de
inmundicia,
que se hundirá en el Tártaro, y allí se quedará para siempre. Sólo el alma del
hombre bueno ascenderá al éter, a los reinos de dios. No de los dioses, sino de
dios. Y el hombre bueno nunca sucumbe a ninguna clase de esclavitud, a ninguna
clase. A ninguna clase.
Durante
este apasionado discurso, Estatilo se había puesto en pie y había ido a
acurrucarse junto al joven Catón.
-Si
tienes ocasión -susurró-, ve a su dormitorio y quítale la es pada.
Sobresaltado,
el joven Catón miró con horror a Estatilo.
-¿Ésa
es la razón de todo esto?
-Por
supuesto. Va a matarse.
Catón
fue perdiendo el brío y finalmente se quedó inmóvil, temblando y mirando
fijamente a su público. Sin previo aviso, se puso en pie, y tambaleándose, se dirigió
a su estudio, donde los otros dos lo oyeron revolver entre los libros y
pergaminos.
¡Fedón,
Fedón, Fedón!-gritaba, entre risitas.
El
joven Catón miraba boquiabierto a Estatilo, quien de pronto le dio un empujón.
-¡Ve,
Marco! ¡Quítale ahora la espada!
Catón
hijo corrió hasta los amplios aposentos de su padre y se apoderó de la espada,
colgada de su bridecú en un gancho de la pared. De regreso en el comedor, vio a
Prognantes allí de pie con el jarrón de vino en la mano.
-Ten,
llévate esto y escóndelo -ordenó, entregando la espada de Catón al mayordomo-.
¡De prisa! ¡Deprisa!
Prognantes
se marchó justo a tiempo; Catón reapareció con un pergamino en la mano. Lo arrojó
al lectus medius y se volvió hacia el
atrio.
-Oscurece.
Tengo que dar el santo y seña a los centinelas -anunció lacónicamente, y se
fue, pidiendo a gritos un sagum impermeable;
iba a llover.
La
tormenta se acercaba; los rayos empezaban a bañar el comedor de un intermitente
resplandor blanco azulado, ya que aún no habían encendido los candiles.
Prognantes acudió con una vela.
-¿Está
escondida la espada? -preguntó Catón hijo.
-Sí, domine.
El señor no la encontrará, quédate tranquilo.
-¡Estatilo,
no puede hacer una cosa así! ¡No debemos permitírselo!
-No
se lo permitiremos. Esconde también tu espada.
Catón
regresó al cabo de un rato, echó en un rincón su capote mojado y cogió el Fedón
del triclinio. A continuación se acercó a Estatilo, lo abrazó y lo besó en las
dos mejillas.
Luego
hizo lo mismo con el joven Catón, a quien le resultó extraño notar los brazos
de su padre a su alrededor, y aquellos labios secos en su cara y su boca. Sólo
recordaba el día en que su padre los había llamado a él y a Porcia para
anunciarles que se había divorciado de su madre por adulterio con César y que
nunca volvería a verla. Ni siquiera un momento. Ni siquiera para despedirse.
Catón hijo, aún niño, lloró desconsoladamente por su madre, y su padre le dijo
que no debía acobardarse, que acobardarse por algo tan insignificante no era
correcto. Tantos recuerdos de un padre severo, de un padre que imponía su
despiadada ética a cuantos lo rodeaban, ¡y sin embargo qué orgulloso estaba de
ser el hijo del gran Catón! Así que en ese momento se acobardó y lloró.
-Por
favor, padre, no lo hagas.
-¿Qué?
-preguntó Catón, abriendo los ojos de par en par, sorprendido-. ¿Retirarme a
leer mi Fedón?
-No tiene importancia -gimió el joven Catón-. No tiene
importancia.
( C. McC. )
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