Un
único lictor, vestido con una sencilla toga blanca y sin el hacha en sus fasces,
guió a la Décima y Duodécima en torno a las murallas hasta el Campo de Marte;
venían del sur y el Campo de Marte estaba al norte.
César
recibió a los legionarios absolutamente solo, montado en su famoso caballo de
guerra con estribos de puntera, ataviado con su habitual armadura de acero y el
paludamentum de general. La corona de hojas de roble ceñía su cabeza
para recordarles que era un héroe de guerra condecorado, un soldado de primera
línea y extraordinario valor. Sólo con verlo bastaría para que les flaquearan
las rodillas.
Después
de la larga marcha desde Campana se les había pasado la borrachera, ya que las tabernas
de la Via Latina habían cerrado sus puertas a cal y canto: no tenían dinero y
la garantía de Marco Antonio no era válida en esta parte del país. Cuando
estaban aún a cierta distancia de Roma les había llegado la noticia de que
César ya no era el dictador y por tanto Marco Antonio había perdido su puesto,
y eso los había desmoralizado. De algún modo, a medida que avanzaban con sus caligae
de clavos, sus agravios parecieron menguar, y sus recuerdos de César como
amigo y compañero se reavivaron. Así pues, cuando lo vieron a lomos de su
montura sin un asomo de miedo, brotó en ellos el afecto que sentían por él, que
siempre habían sentido y siempre sentirían.
-¿Qué hacéis aquí, quirites? -preguntó él con
frialdad.
Una
ahogada exclamación surgió entre los hombres, aumentando en intensidad cuando
sus palabras corrieron de fila en fila. ¿Quirites? ¿César los llamaba ciudadanos
civiles vulgares y corrientes? ¡Pero ellos no eran civiles vulgares y
corrientes, eran sus hombres! Él siempre los llamaba sus hombres. Eran sus
soldados.
-No
sois soldados -dijo César con desprecio, sin hacer caso de los murmullos de
protesta-. Incluso Fernaces dudaría en llamaros así. Sois borrachos e incompetentes,
unos necios patéticos. Habéis alborotado, saqueado, incendiado, causado
estragos. Lapidasteis a Publio Sila, uno de vuestros comandantes en Farsalia.
Lapidasteis a tres senadores, matando a dos de ellos. Si no tuviera la boca
seca como el esparto, quirites, os escupiría. Os escupiría a todos.
Los legionarios empezaron a gimotear, algunos de ellos
incluso a llorar.
-¡No!
-gritó un hombre desde las filas-. ¡No, es un error! ¡Un malentendido! César,
pensábamos que nos habías olvidado.
-Sería
mejor olvidaros que tener que recordar vuestro motín. Sería mejor que
estuvierais todos muertos y no aquí presentes como amotinados.
La
hiriente voz prosiguió para informarles de que César tenía que preocuparse de
toda Roma, de que había confiado en que ellos le esperarían porque él pensaba
que lo conocían.
-¡Pero te amamos! -exclamó alguien-. Te amamos.
-¿Amor?
¿Amor? ¿Amor? -bramó César-. César no puede amar a unos amotinados. Sois los soldados
profesionales del Senado y el pueblo de Roma, sus servidores, su única defensa
contra los enemigos. Y acabáis de demostrar que no sois profesionales. Sois
chusma. Indignos incluso de limpiar los vómitos de las calles. Sois unos
amotinados, y sabéis lo que eso significa. Habéis perdido vuestra parte del
botín que debía repartirse tras la celebración de mis triunfos; habéis perdido
las tierras que os correspondían al licenciaros; habéis perdido todas vuestras bonificaciones.
Ahora sois quirites del censo por cabezas.
Lloraron,
rogaron, suplicaron perdón. ¡No, quirites no, ciudadanos civiles
vulgares y corrientes no! ¡Quirites nunca! Su lugar estaba con Rómulo y
Marco, no con Quirino.
La
situación se prolongó durante varias horas, presenciada por media Roma, cuyos
ciudadanos observaban desde lo alto de las Murallas Serbias o sentados en los
tejados de los edificios del Capitolio; los miembros del Senado, incluidos los
cónsules, se apiñaban a una distancia prudencial del privatus que
intentaba sofocar el motín.
( Relato de Colleen McCullough en su obra "El caballo de
César" )
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