Dos
días después llegó a Roma el Maestro del Caballo. Atravesó la Puerta Capena al
frente de un escuadrón de caballería germana, a lomos del corcel público
antoniano, una bestia enorme y vistosa tan blanca como el antiguo caballo
público de Pompeyo Magno. Antonio, no obstante, había ido más lejos que
Pompeyo: en lugar de arreos de piel escarlata, su montura los llevaba de piel
de leopardo. También él llevaba una capa corta de leopardo sujeta al cuello mediante
una cadena de oro, doblada hacia atrás en un hombro para mostrar el forro
escarlata del mismo color de la túnica. Su coraza era de oro, moldeada para
ajustarse a sus magníficos pectorales, y llevaba grabada la escena en la que
Hércules (los orígenes de los Antonios se remontaban a Hércules) mataba al león
de Nemea; las tiras de piel escarlata de las mangas y el faldellín estaban
tachonadas y orladas de oro. Llevaba el yelmo ático de oro con el penacho de
plumas de avestruz teñidas de escarlata (debían de costar diez talentos, ya que
eran muy poco comunes en Roma) colgado del arzón posterior de la silla de piel
de leopardo, ya que prefería ir con la cabeza descubierta para que el público,
boquiabierto, no albergara la menor duda de quién era aquella figura poderosa y
divina. Para mayor presunción, había equipado a las monturas negras del
escuadrón de germanos con arreos de color escarlata, y a los jinetes los había
ataviado con plata y pieles de leones; las cabezas de estas fieras remataban
sus yelmos y las garras les colgaban anudadas ante el pecho.
Todas
las mujeres de la multitud apiñada para verlo atravesar el mercado de Capena debieron
de plantearse la misma duda: ¿Era hermoso o era feo? Por lo general las
opiniones estaban divididas, ya que en cuanto a estatura o musculatura era
hermoso, mientras que su rostro era feo. Antonio tenía el cabello muy espeso y
rizado, de color castaño rojizo, la cara tosca y redondeada, el cuello tan
corto y grueso que parecía la prolongación de la cabeza. Sus ojos, pequeños,
hundidos y demasiado juntos, tenían el mismo color castaño del pelo. La nariz y
el mentón casi se tocaban por encima de la boca pequeña de labios carnosos. Las
mujeres que le habían concedido sus favores amorosos
comparaban sus besos con el mordisqueo de una tortuga. No obstante, nadie podía
negar que su presencia destacaba en medio de cualquier multitud.
Se
forjaba unas fantasías desbordantes y fabulosas. Eso mismo podría decirse de
muchos hombres, pero la diferencia entre Antonio y los demás estribaba en el
hecho de que Antonio vivía realmente sus fantasías en el mundo real. Se veía a
sí mismo como Hércules, como el nuevo Dioniso, como Sanpsiceramo, el legendario
potentado oriental, y se las ingeniaba para que su comportamiento y apariencia
fueran una combinación de los tres.
Aunque
su exageradamente ostentoso modo de vida ocupaba casi todos sus pensamientos, no
era estúpido como su hermano Cayo, ni un patán; Marco Antonio, en lo tocante a
sus propios intereses, poseía un lado astuto que, cuando era necesario, lo
sacaba de situaciones precarias, y sabía cómo conseguir que su abrumadora masculinidad
actuara en su favor ante otros hombres, especialmente el dictador César, que
era su primo segundo. A todo esto se añadía la facilidad para la oratoria propia
de su familia, que aunque no estaba a la altura de Cicerón o César, sin duda
era superior a la de la mayoría de los miembros del Senado. No le faltaba
valor, y era capaz de pensar en el
campo de batalla. De lo que sí carecía era del sentido de la moralidad, del comportamiento
ético, de respeto por la vida y los seres humanos, y sin embargo podía ser
asombrosamente generoso y una excelente compañía. Antonio era como un toro en
la puerta del toril, un hombre de impulsos. Lo que deseaba obtener gracias a su
noble origen tenía dos aspectos: por un lado, deseaba ser el primer hombre de
Roma; por otro, deseaba palacios, buena vida, sexo, comida, vino, comedia y
diversión permanente.
Desde
su regreso a Italia con las legiones de César hacía casi un año, se había
entregado sin freno a todas esas actividades. Como Maestro del Caballo del
dictador, era constitucionalmente el hombre más poderoso en ausencia del
dictador, y había estado utilizando ese poder de unas maneras que, como bien
sabía, César deploraría. Pero también había estado viviendo como un potentado
oriental, y gastando mucho más dinero del que tenía. Tampoco le había importado
lo que un hombre más prudente habría comprendido desde el principio: que
llegaría un día en que tendría que rendir cuentas de sus actividades. Antonio
vivía únicamente en el presente. Sólo que el día por fin había llegado.
Lo
sensato, decidió, era dejar a sus amigos en la villa de Pompeyo en Herculano.
No tenía sentido alterar al primo Cayo más de lo necesario. A pesar de que el
primo Cayo conocía bien a hombres como Lucio Gelio Poplicola, Quinto Pompeyo
Rufo el Joven y Lucio Vario Cotila, éstos no eran de su agrado.
Su
primera parada en Roma no fue la Domus Publica, ni la enorme mansión de Pompeyo
en las Carinas, ahora su morada; fue derecho a la casa de Curio en el Palatino,
estacionó a sus germanos en el jardín contiguo a la casa de Hortensia, y entró preguntando
por la señora Fulvia.
Era
la nieta de Cayo Sempronio Graco por Via de su madre, Sempronia, que se había
casado con Marco Fulvio Banbalio, una alianza muy apropiada considerando que
los Fulvios habían sido los más fervientes seguidores de Cayo Graco, y habían
padecido el mismo destino que él. Sempronia había recibido la enorme fortuna de
su abuela, pese a que la lex Voconia prohibía a las mujeres ser
herederas principales. Pero la abuela de Sempronia era Cornelia, la madre de
los Gracos, con poder suficiente para obtener un decreto del Senado que la
eximiera del cumplimiento de la ley. Cuando Fulvio y Sempronia murieron, otra
exención senatorial autorizó a Fulvia a heredar tanto de su padre como de su
madre. Era la mujer más rica de Roma. Fulvia no tuvo que sufrir el habitual
destino de las herederas. Eligió ella misma a su marido, Publio Clodio, el
patricio rebelde, fundador del Círculo Clodio. ¿Por qué escogió a Clodio?
Porque estaba enamorada de la imagen demagógica de su propio abuelo, y vio en
Clodio grandes posibilidades para la demagogia. Su fe en él no se vio
defraudada. Tampoco estaba dispuesta a quedarse en casa como una clásica esposa
romana. Incluso en los últimos meses de embarazo se la veía en el Foro
alentando a gritos a Clodio, besándolo obscenamente, comportándose en general
como una ramera. En su vida privada era
miembro de pleno derecho del Círculo Clodio, conocía a Dolabela, a Poplicola, a
Antonio... y a Curio.
Tras
el asesinato de Clodio quedó sumida en la mayor congoja, pero su viejo amigo
Ático la convenció de que tenía que seguir viviendo por sus hijos, y con el
tiempo la terrible herida cicatrizó un poco. Después de tres años de viudedad
se casó con Curio, otro brillante demagogo. Con él tuvo un hijo pelirrojo y
travieso, pero su vida juntos se vio trágicamente interrumpida cuando Curio
murió en la guerra.
Ahora
tenía treinta y siete años, era madre de cinco hijos –cuatro de Clodio, uno de
Curio- y no aparentaba más de veinticinco años.
Sin
embargo, cuando Antonio cruzó la puerta de la mansión, éste no tuvo apenas oportunidad
de evaluarla con su certero ojo de conocedor; ella apareció en la puerta del
atrio, gritó y se abalanzó sobre él con tal entusiasmo que rebotó contra la
coraza y cayó al suelo riendo y llorando a la vez.
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