Así
comenzaron para Cleopatra más de dos meses de constantes diversiones. Cuanto
más salvajes eran las fiestas, más las disfrutaba Antonio y mejor se sentía. Sosigenes
había heredado la tarea de crear novedades que variasen el tenor de aquellas
fiestas sibaríticas con el resultado de que de los barcos que anclaban en Alejandría
desembarcaban músicos, bailarines, acróbatas, mimos, enanos, monstruos y magos
de todo el lado oriental del Mare Nostrum.
A Antonio
le encantaban toda clase de bromas, incluso aquellas pesadas que algunas veces
rayaban en la crueldad; le encantaba pescar; le encantaba nadar entre muchachas
desnudas; le encantaba conducir cuadrigas, una actividad prohibida a los nobles
en Roma; le encantaba cazar cocodrilos e hipopótamos; le encantaba la poesía
grosera; le encantaban las fiestas. Sus apetitos eran tan enormes que gritaba
que tenía hambre una docena de veces al día; por consiguiente, Sosigenes dio
con la brillante idea de tener siempre una cena completa preparada para servir,
junto con grandes cantidades de los mejores vinos. Fue todo un éxito, y
Antonio, que lo besó sonoramente, declaró que el pequeño filósofo era el
príncipe de los buenos tipos.
Alejandría
no podía hacer mucho en la protesta contra cincuenta y tantos borrachos que
corrían por las calles bailando a la luz de las antorchas, llamaban sonoramente
a las puertas y salían corriendo con grandes risas; algunas de las personas
enfadadas eran los principales funcionarios de la ciudad, cuyas esposas se
quedaban en casa llorando y se preguntaban por qué la reina lo permitía. Y la
reina lo permitía porque no tenía otra alternativa, aunque su propia
participación en esas actividades no la entusiasmaba. Antonio, una vez, la
desafió a echar la perla de seis millones de sestercios de Servilia en una copa
de vinagre y bebérsela; él era de la escuela que creía que las perlas se
disolvían en vinagre.
Cleopatra, que sabía que no era así, aceptó el reto,
aunque quizá no debía beberse el vinagre. La perla, que no había sufrido ningún
daño, estaba alrededor de su cuello al día siguiente, y las bromas de los
pescadores no cesaban. Al no tener suerte como pescador, Antonio le pagó a los
buzos para que bajasen y enganchasen peces en su anzuelo. Luego, a la hora de
sacar a esas criaturas, se vanagloriaba de sus habilidades como pescador. No
obstante, un día, Cleopatra, cansada de tanta alharaca, mandó a un buzo para
que enganchase un pescado podrido al anzuelo. Pero él se tomó la broma de muy
buen humor, porque así era su naturaleza.
Cesarión
contemplaba esas aventuras con una expresión risueña, aunque nunca le habían
pedido que asistiese a las fíes- tas. Cuando Antonio estaba de buen humor,
la pareja se marchaba a caballo para cazar cocodrilos o hipopótamos, y
Cleopatra se quedaba sumida en la angustia ante la visión de su hijo aplastado
por aquellas
inmensas bestias y devorado por aquellos largos dientes amarillos. Pero había
que reconocerle a Antonio su mérito, ya que protegía al niño de cualquier
peligro y le hacía divertirse al máximo.
La sociedad de los inimitables los Synapothanoumenes
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