Le
quitó la túnica, que tenía una ancha franja púrpura sobre el hombro derecho. Estaba
desnudo. Servilia retrocedió lo suficiente para verlo entero, dándose al
hacerlo un festín con los ojos, la mente y el espíritu. El poco vello rojo
oscuro que había en el pecho se iba estrechando hasta convertirse en una fina
raya que se sumergía en el matorral del vello púbico, de un color rojo más
vivo, del cual sobresalía el pene oscuro, que ya iba agrandándose, por encima
de un escroto deliciosamente lleno y colgante. Perfecto, perfecto. Tenía los
muslos delgados, las pantorrillas grandes y bien formadas, el vientre plano, el
pecho abultado de músculos. Hombros anchos, brazos largos y nervudos.
Servilia
se movió en círculo alrededor de él, ronroneando sobre las nalgas firmes y redondas,
sobre las estrechas caderas, la espalda ancha, el modo en que la cabeza se
asentaba orgullosamente en lo alto de aquel cuello de atleta. ¡Hermoso! ¡Qué
hombre! ¿Cómo podía ella tocar semejante perfección? Aquel hombre pertenecía a
Fidias y a Praxiteles, a la inmortalidad escultural.
Servilia
se soltó la gran masa de cabello, negro como siempre excepto por dos mechas
blancas que habían aparecido en las sienes, y se quitó las capas que formaban
la túnica de color escarlata y ámbar. A los cincuenta y cuatro años, Servilia
quedó de pie desnuda y no se sintió en desventaja. Tenía la piel tan suave como
el marfil y los pechos henchidos seguían orgullosamente erguidos, aunque las
nalgas se habían caído y la cintura se le había ensanchado. La edad, ella lo
sabía, no tenía nada que ver con aquella cosa existente entre un hombre y una
mujer. Aquello se medía en deleite, en apreciación, no en años.
Lo
tumbó en la cama, se puso una mano a cada lado del pubis cubierto de vello
negro y separó los labios de la vulva para que él pudiera ver los contornos
suaves, como una ciruela, y el brillo. ¿No había dicho César que era la flor
más bella que había visto en su vida? La confianza de Servilia descansaba en
aquello, en el triunfo de tener a César esclavizado.
¡Oh,
pero el contacto de aquel hombre joven, delgado y enormemente viril! Que la
cubriera con tanta fuerza y con tanta suavidad a la vez, entregarlo todo sin
modestia pero con inteligente control. Servilia le chupó la lengua, los
pezones, el pene, luchó con fuerza hambrienta y cuando alcanzó el orgasmo gritó
de éxtasis con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Ahí tienes, hijo mío! Espero
que lo hayas oído. Espero que tu esposa lo haya oído. Acabo de experimentar un
cataclismo que ninguno de los dos conoceréis nunca. Con un hombre por el que no
tengo que preocuparme de nada más que de esta gigantesca convulsión de absoluto
placer.
La descripción es muy buena. Yo acabo de terminar una nueva novela. "El Adúltero Calvo". Ya hablaremos, aunque el escribir no me deja tiempo ni siquiera para hablar.
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