El
barco pasó delante de él lo bastante cerca como para ver lo ancho y maravilloso
que era; la cubierta estaba pavimentada con tejas de loza fina azules y verdes que
hacían juego con los tejados. Un barco pavo real, una reina pavo real. «Bueno
-pensó Antonio, furioso sin ninguna razón-, ya verá quién es el gallo en el
gallinero de Tarsus.»
Cruzó
el puente que llevaba a la ciudad a todo galope, se apeó del caballo en la
puerta del palacio del gobernador y entró dando voces para llamar a sus sirvientes.
-
¡Toga y lictores ahora!
Así
pues, cuando la reina envió a su chambelán, el eunuco Filo, a informar a Marco
Antonio de que ella había llegado, Filo fue informado de que Marco Antonio estaba
en el ágora escuchando casos de ciudadanos en nombre del fisco y que no podía
ver a su majestad hasta el día siguiente.
Tal
había sido en realidad la intención de Antonio, que lo habían anunciado formalmente
en el tribunal en el ágora. Cuando ocupó su lugar en el tribunal vio lo que había
esperado: un centenar de litigantes, al menos otros tantos abogados, varios
centenares de espectadores y unas cuantas docenas de vendedores de bebidas, bocadillos,
golosinas, sombrillas y abanicos. Incluso en mayo en Tarsus hacía calor. Por
aquella razón su corte estaba a la sombra de una marquesina roja que tenía bordado
SPQR en los faldones cada pocos pasos alrededor de todo el reborde. En lo alto
del tribunal de piedra estaba sentado Antonio en su silla curul de marfil, con doce
lictores vestidos de rojo a cada lado y Lucilio sentado a una mesa llena de
pergaminos. El actor más nuevo en este drama era un centurión mayor que estaba
en una
esquina del tribunal, vestido con una cota de escamas doradas, polainas
doradas, el pecho cargado con faleras, armillas y collares y, en la cabeza, un
casco dorado cuya
crin escarlata se extendía a los lados como un abanico. Pero el pecho cargado
con condecoraciones por actos de valor no era lo que asustaba a aquella
audiencia. De
hecho, el miedo lo provocaba la larga espada gala que el centurión sujetaba
entre las manos, con la punta apoyada en el suelo. El papel del centurión era
el de recordarles
a los ciudadanos de Tarsus que Marco Antonio tenía el poder absoluto sobre
ellos, y podía ejecutar a cualquiera por cualquier cosa. Si se le pasaba por la cabeza
dar una orden de ejecución, entonces el centurión la ejecutaría en el acto. No
es que Antonio tuviese ninguna intención de ejecutar ni tan sólo a una mosca o
a una
araña, pero ya que los orientales estaban acostumbrados a ser gobernados por
personas que ejecutaban tan caprichosa como habitualmente, ¿por qué desilusionarlos?
Algunos casos eran interesantes, y otros hasta entretenidos. Antonio se ocupó
de ellos con la eficiencia y el distanciamiento que los romanos parecían poseer,
ya fuesen miembros del proletariado o de la aristocracia: personas que
comprendían las leyes, el método, la rutina, la disciplina, aunque Antonio
estaba menos dotado de estas esenciales cualidades romanas que la mayoría.
Incluso así, realizó su tarea con vigor, y algunas veces hasta con saña. De
pronto, una conmoción en la multitud hizo que un litigante perdiese el control
en el momento en que iba a pasar su caso a un abogado bien remunerado que
estaba a su lado, lo que provocó que Marco Antonio volviera la cabeza y
frunciera el entrecejo.
La
multitud se había separado, con un suspiro de asombro, pan» permitir el paso de
una pequeña procesión encabezada por un hombre de cabeza afeitada y piel morena
vestido de Manco, con una cadena de oro alrededor del cuello que aparentaba
valer una fortuna. Detrás de él caminaba Filo el chambelán ataviado con lino azul
y verde, el rostro maquillado delicadamente, el cuerpo resplandeciente con
joyas. Pero no era nada comparado con lo que venía tras ellos: una amplia
litera de oro con
el techo de loza fina y plumas de pavo real en los podes de las esquinas. La
cargaban ocho enormes hombres negros como el carbón, con el mismo tinte púrpura en
sus pieles.
Vestían
faldellines de plumas, collares y brazaletes de oro y resplandecientes tocados
nemes también de oro. La reina Cleopatra esperó hasta que los porteadores
bajasen suavemente la litera, luego, sin esperar ayuda para apearse, se deslizó
ágilmente y se acercó a los escalones del tribunal romano.
-
Marco Antonio, me has llamado a Tarsus. Estoy aquí -dijo ella con una voz clara
- ¡Tu
nombre no aparece en mi lista de casos para hoy, señora! Tendrás que
solicitárselo a mi secretario, pero te aseguro que será el primero de mi lista
mañana por la mañana -respondió Antonio con la cortesía debida a un monarca
pero sin deferencia.
Ella
rabiaba por dentro. ¡Cómo se atrevía este palurdo romano a tratarla como a
cualquier otro! Había venido al ágora para mostrarlo como el paleto que era y hacer
exhibición de su inmenso poder y autoridad a los tarsos, que apreciarían su
posición y no pensarían muy bien de Antonio por haberla escupido metafóricamente. Él no
estaba ahora en el foro romano, aquéllos no eran empresarios romanos (todos
ellos se habían marchado porque no tenían beneficios que ganar), sino personas que
estaban próximas a su gente de Alejandría, sensibles a las prerrogativas y
derechos de los monarcas. ¿Les importaba verse apartados por la reina de
Egipto? ¡No, se
vanagloriaban de la distinción! Todos habían visitado el muelle para
maravillarse ante el Filopátor, y habían venido al ágora convencidos de que se
habían pospuesto sus
casos. Sin duda, Antonio creía que valorarían sus principios democráticos al
verlos a ellos primero, pero no era así como funcionaba el cerebro oriental.
Estaban asombrados,
inquietos y molestos. Cleopatra, al permanecer de pie tan humildemente delante
del tribunal, demostraba a los tarsos lo arrogantes que eran los romanos.
-
Gracias, Marco Antonio -dijo ella-. ¿Quizá si no tienes ningún compromiso para
la cena podrías venir a mi barco esta noche? ¿Te parece bien al anochecer? Es más
cómodo cenar después de que el calor haya desaparecido del aire.
Él la
miró con una chispa de furia en los ojos; de alguna manera, lo había puesto en
una posición incómoda, lo veía en los rostros de la multitud, que se inclinaba
y saludaba
siempre manteniendo la distancia con la persona real. En Roma, ella podía haber
sido asaltada, pero ¿aquí? Al parecer, nunca. ¡Maldita mujer!
- No
tengo planes para la cena -respondió brevemente-. Puedes esperarme al
anochecer.
- Te
enviaré mi litera, imperator Antonio. Siéntete en libertad de traer a Quinto
Delio, Lucio Poplicola, a los hermanos Saxa, Marco Barbado y a cincuenta y cinco
más de tus amigos.
Cleopatra
se subió ágilmente a la litera. A continuación, los porteadores cogieron las
varas y giraron la litera, que no era un simple diván, ya que la parte frontal
y la
trasera eran iguales para permitir que su ocupante fuese visto correctamente
desde todos los ángulos.
-
Continúa, Melanto -le dijo Antonio al litigante, que se había visto
interrumpido en mitad de una frase por la llegada de la reina.
El
asombrado Melanto se volvió indefenso a su muy bien remunerado abogado, los
brazos abiertos de asombro. El hombre mostró su competencia al continuar el caso como si no se hubiese producido ninguna interrupción.
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