Las vírgenes vestales eran las
custodias de todos los testamentos de los ciudadanos romanos; el testamento de
un hombre era sagrado, no se podía abrir hasta después de su muerte, y las
vestales habían guardado los testamentos de los hombres desde el tiempo de los
reyes. Se guardaban en los estantes de la Domus Pública, que era también la
sede del Pontífice Máximo de Roma. Eran los testamentos del más pobre que
apenas dejaba un cerdo en herencia, al más rico que dejaba enormes dimensiones
de latifundios.
Las vestales tenían más de dos
millones de testamentos; arriba, abajo, parte en el sótano. Tienen un sistema.
En un lugar, los testamentos de las provincias y los países extranjeros; los
testamentos italianos en otro, y los romanos en alguna otra parte. Encontrar el
testamento de un ciudadano recién fallecido, podía llevar incluso días dar con
ello. En cuanto el ejecutor del testamento lo solicitaba, una vez encontrado lo
tenía que abrir delante de las vestales que actuaban como testimonio, donde
dejaban marcado el sello de las vestales al final de la cláusula del testamento
recién abierto para que no pudiera falsificarse.
Las vestales tenían la
condición de sacrosantas e inviolables; podían caminar por cualquier parte sin
el menor riesgo, porque ningún hombre, fuese el más pobre o el más predatorio,
se atrevería a tocar a una virgen vestal. Si lo hacía, estaba condenado para
toda la eternidad. Perdería la ciudadanía, sería azotado y decapitado y le
serían confiscadas todas sus propiedades, hasta el más mísero vaso de cerámica.
Su esposa y sus hijos morirían de hambre.
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