Catón
había decidido utilizar a sus soldados y a sus no combatientes como remeros;
era un excelente ejercicio para convalecientes, pensó, si no se les forzaba
demasiado. Céfiro soplaba de manera intermitente desde el oeste, así que las
velas no servían de nada, pero el tiempo era bueno y el mar estaba en calma,
como siempre con aquella suave brisa. Por implacable que fuera su odio hacia
César, Catón había leído con interés aquellos precisos e impersonales
comentarios que el propio César había escrito sobre su guerra en la Galia
Trasalpina, y no permitió que sus sentimientos le impidieran ver los muchos
datos prácticos que contenían. Sobre todo, era evidente que el general había
participado en los sufrimientos y privaciones de sus soldados: había caminado cuando
ellos caminaban; vivido de unos pedazos de carne pasada cuando ellos lo hacían;
nunca se había distanciado de ellos en las largas marchas ni en las terribles
ocasiones en que habían tenido que apiñarse detrás de sus fortificaciones sin
percibir otro destino que el de ser capturados y quemados vivos en jaulas de
mimbre. Política e ideológicamente, Catón había sacado mucho partido de esos
comentarios, pero si bien sus pasiones lo inducían a despreciar y quitar
importancia a todas las acciones de César, una parte de su mente absorbía las
lecciones.
De
niño, Catón había sufrido mucho para aprender; no poseía siquiera la mitad de
la capacidad de su hermanastra Servilia para recordar lo que le habían enseñado,
ni mucho menos la legendaria memoria de César. Para Catón todo requería mucho
esfuerzo y repetición, de modo que Servilia se burlaba de él con desdén, pero
su adorado hermanastro Cepio lo protegía de la crueldad de ella. Si Catón había
sobrevivido a una horrenda infancia como el menor de aquella camada de huérfanos
divididos y tumultuosos era sólo gracias a Cepio. Cepio, de quien se había
dicho que no era hijo de su padre sino fruto del amor entre su madre, Livia
Drusa, y el padre de Catón, con quien ella después se casó; que la estatura de
Cepio, su cabello rojo y su nariz grande y aguileña eran herencia de Porcio
Catón; que por tanto Cepio no era hermanastro de Catón sino su hermano, pese al
augusto nombre patricio de Servilio Cepio que llevaba, y a la gran fortuna que
había heredado como tal. Una fortuna basada en quince mil talentos de oro
robados a Roma; el fabuloso Oro de Tolosa.
A
veces, cuando el vino no daba resultado y los demonios de la noche se negaban a
desaparecer, Catón recordaba aquella noche en que algún secuaz de los enemigos
del tío Druso había clavado un cuchillo pequeño pero eficaz en la ingle del tío
Druso y lo había hecho girar hasta causarle una herida mortal. Un ejemplo de lo
letal que podía llegar a ser la mezcla de la política y el amor. Los
interminables gritos de sufrimiento, el charco de sangre en el suelo de
mosaico, la deliciosa calidez que Catón, un niño de dos años, había sentido
entre los brazos de Cepio, que tenía cinco años, mientras los seis niños presenciaban
la lenta y terrible muerte de Druso. Una noche que nunca olvidaría.
Cuando
por fin su tutor consiguió enseñarle a leer, Catón encontró su código de vida
en la prolífica obra de su bisabuelo Catón el Censor, una implacable ética
basada en emociones reprimidas, principios inflexibles y frugalidad; Cepio la
había tolerado en su hermano menor, aunque él nunca la había adoptado. Pero
Catón, que no percibía los sentimientos de los demás, no había entendido
debidamente los recelos de Cepio respecto a un código de vida que no permitía
ni un Los hermanos fueron inseparables; incluso realizaron juntos la
instrucción militar. Catón nunca imaginó la existencia sin Cepio, su firme
defensor contra Servilia cuando ella se reía de sus rojos cabellos porque era
descendiente del deshonroso segundo,,matrimonio de Catón el Censor con la hija
de su propio esclavo. Por supuesto, Servilia conocía la verdadera ascendencia
de Cepio, pero como éste llevaba el nombre de su propio padre, ella centraba su
maldad en Catón.
A
Cepio nunca le había preocupado realmente su procedencia, pensó Catón mientras
se inclinaba sobre la borda del barco para contemplar las innumerables y
centelleantes luces de su flota proyectadas en forma de cintas de oro sobre las
negras y quietas aguas. Servilia. Una niña monstruosa, una mujer monstruosa.
Más malévola aún que nuestra madre. Las mujeres son despreciables. En el
momento en que un individuo hermoso y arrogante con un buen linaje y dotes de
conquistador aparecía ante ellas, no dudaban en entregársele. Como mi primera
esposa, Atilia, que se abrió de piernas ante César. Como la mitad de las
mujeres de Roma, que se abrían de piernasante César. ¡César! Siempre César.
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