VENI, VIDI, VICI.
Llegué,
vi, conquisté. Estoy pensando en adoptar esto como mi lema, pues parece ocurrir
con suma regularidad, y la frase en sí es muy breve. Por lo menos esta última
vez en que he llegado, visto y conquistado ha sido contra un extranjero.
En
Oriente las cosas ya están en orden. ¡Qué desastre! Debido a gobernadores voraces
y reyes invasores, Cilicia, la provincia de Asia, Bitinia y Ponto están hundidas.
Menos compasión siento por Siria. He seguido los pasos de ese otro dictador,
Sila, limitándome a volver a aplicar todas sus medidas de ayuda, que fueron
notablemente perspicaces. Puesto que no estás implicado en la recaudación de
impuestos, mis reformas en Asia menor no te perjudicarán, pero el desconsuelo
reinará entre los publicani y
otros especuladores asiáticos cuando llegue a Roma: les he cortado las alas.
¿Me preocupa? No, no me preocupa. El fallo de Sila era su ineptitud política.
Renunció a su función de dictador sin asegurarse antes de que su nueva
constitución no podía abolirse. Créeme, César no cometerá ese error.
Nada
deseo menos que un Senado lleno de mis propias criaturas, pero me temo que es
eso lo que debe ocurrir. Quizás a ti te parezca sensato tener un Senado
complaciente, pero no es así, Matio, no es así. Mientras haya una sana
competencia política, más fácil será mantener en orden a mis seguidores más exaltados.
Pero cuando las instituciones gubernamentales estén compuestas por completo por
seguidores míos, ¿qué impedirá a un hombre más joven y ambicioso que yo pasar
sobre mi cadáver y sentarse en la silla de dictador? Debe haber una oposición
al gobierno. Lo que el gobierno no necesita son los boni,
que se oponen por el placer de oponerse, que no comprenden qué es aquello a lo
que se oponen. Por tanto, la oposición de los boni era
irracional, no estaba sólidamente basada en un análisis genuino y reflexivo.
Observarás que he escrito mi última frase en pasado. Los boni
ya no existen, la provincia de África se encargará de eso.
Lo que yo esperaba ver era la clase correcta de oposición: pero me temo que lo
único que consigue una guerra civil es la aniquilación de la oposición. Estoy
entre la espada y la pared.
A
partir de Tarso he disfrutado del dudoso placer de la compañía de Marco Junio Bruto
y Cayo Casio. Ahora los dos indultados trabajan infatigablemente por... su
propio beneficio. No, no por Roma y desde luego no por César. ¿Una potencial y
saludable oposición senatorial, pues? No, me temo que no. A ninguno de los dos
le importa más su país que sus propios proyectos personales. Aunque estar con
esos dos ha tenido su lado entretenido, y he aprendido mucho sobre el arte de
prestar dinero.
Acabo
de concluir la reorganización de los reinos adheridos de Anatolia, en especial Galacia
y Capadocia. Dejotaro necesitaba una lección, así que se la di. Inicialmente
tenía la intención de reducir Galacia a una pequeña zona en torno a Ancira,
pero de pronto Bruto rugió como un león y sacó las garras para proteger a
Dejotaro, que le debe millones y millones. ¿Cómo me atrevo a despojar a tan
buen hombre de tres cuartas partes de sus territorios y convertir un ingreso
estable en una deuda permanente? Bruto no estaba dispuesto a eso. ¡Qué
elocuencia, qué recursos retóricos! Sinceramente, Matio, si Cicerón hubiera
oído a Bruto en pleno discurso, se hubiera mesado los cabellos y hubiera
rechinado los dientes de envidia. Y Casio apoyó a Bruto, debo añadir. No son
sólo simples cuñados y antiguos compañeros de colegio.
Finalmente
accedí a que Dejotaro conservara mucho más de lo que tenía previsto, pero
perdió la Galacia occidental, que ha pasado al nuevo reino adherido de Pérgamo,
así como Armenia Parva, que ahora pertenece a Capadocia. Puede que Bruto no
quiera muchas cosas, pero lo que quiere lo quiere con desesperación, a saber,
conservar su fortuna.
Los
motivos de Bruto son tan transparentes como el agua de los manantiales anatolios,
pero Casio es un individuo mucho más retorcido. Arrogante, engreído y muy ambicioso.
Nunca le perdonaré el grosero informe que mandó a Roma tras la muerte de Craso
en Carrae, ensalzando sus propias virtudes y convirtiendo al pobre Craso en
poco más que un avaro. Admito la debilidad de éste por el dinero, pero era
verdaderamente un gran hombre.
Lo
que molestó a Casio de mi redistribución de los reinos adheridos fue que la
hice a mi albedrío, sin debate alguno en la cámara, sin aprobación de ninguna
ley, sin tomar en cuenta los deseos de nadie excepto los míos. En este sentido
resulta fantástico ser el dictador: ahorra mucho tiempo en cuestiones respecto
a las que me consta que voy por el mejor camino posible. Pero eso a Casio no le
complace. O dicho de otro modo: sólo complacería a Casio si el dictador fuera
él.
Soy
padre de un niño. La reina de Egipto me dio un hijo varón el pasado junio. Naturalmente
no es romano, pero su destino es gobernar Egipto, así que no me quejo. En cuanto
a la madre de mi hijo, saca tus propias conclusiones cuando la conozcas.
Insiste en venir a Roma cuando los republicanos -¡qué nombre tan poco
acertado!- hayan sufrido su derrota final. Su agente, un tal Amonio, acudirá a
ti y te pedirá que se le conceda un terreno junto a mis jardines del Janículo,
para construir en ellos un palacio donde alojarse durante su estancia en Roma.
Cuando te ocupes de la escritura de compraventa, ponla a mi nombre aunque pague
ella.
No
tengo la menor intención de divorciarme de Calpurnia para casarme con ella. Eso
sería imperdonable. La hija de Piso ha sido una esposa ejemplar. No he pasado
en Roma más que unos cuantos días desde poco después de casarme con ella, pero
tengo mis espías. Calpurnia es lo que debe ser la esposa de César, una mujer
fuera de toda sospecha. Una buena muchacha.
Sé
que parezco severo, un poco burlón, un tanto reservado. Pero he cambiado mucho,
Matio. No es fácil para un hombre elevarse tan por encima de sus pares hasta el
punto de no tener ya igual, y me temo que eso es lo que me ha pasado a mí. Los
hombres que podrían haberme inquietado han muerto. Publio Clodio. Cayo Curio.
Marco Craso. Pompeyo Magno. Me siento como el faro de la isla de Faros: no hay
nada que tenga la mitad de su altura. Y no es eso lo que yo habría elegido.
Cuando
crucé el Rubicón para entrar en Italia y marché hacia Roma, algo se rompió en
mí. No es justo que me empujaran a hacer eso. ¿Realmente pensaban que no
iniciaría la marcha? Soy César, mi dignitas es
para mí más preciada que mi propia vida. ¿Cómo iba a aceptar César que por una
traición inexistente lo condenaran a un exilio irreversible? Inconcebible. Si
tuviera que hacerlo todo otra vez, lo haría. No obstante, se rompió algo dentro
de mí. Nunca podré ser lo que quería ser: cónsul por segunda vez, pontifex
maximus, un
anciano hombre de Estado cuya opinión es solicitada en la cámara después de que
hayan hablado los cónsules, un militar sin parangón.
Ahora
soy un dios en Éfeso y un dios en Egipto, soy dictador de Roma y soberano del
mundo. Pero no lo he elegido yo. Me conoces lo bastante bien para comprender lo
que digo. Pocos hombres me comprenden. Interpretan mis motivos a la luz de lo
que serían sus propios motivos si estuvieran en mi lugar.
Fue
para mí una consternación conocer la muerte de Aulo Gabinio en Salona. Un buen
hombre exiliado por una causa injusta. El viejo Tolomeo Auletes no tenía los
diez mil talentos para pagarle. Dudo que Gabinio recibiera más de dos mil por
el trabajo. Si Lentulo Espintero se hubiera dado prisa en Cilicia y hubiera
obtenido ese contrato antes que Gabinio, ¿lo habrían procesado? No, por
supuesto. Pertenecía a los boni,
en tanto que Gabinio votó por César. Eso es lo que tiene que acabarse, Matio:
que exista una ley para un hombre, otra ley para otro hombre.
Mi
inimicus Cayo Casio permanece en silencio
respecto a un asunto. Cuando le dije
que su hermano Quinto había saqueado la Hispana Ulterior, estibado el botín en
un barco y zarpado hacia Roma antes de que Cayo Trebonio llegara para gobernar,
Casio no pronunció una sola palabra. Tampoco cuando le dije que el barco,
cargado a rebosar, volcó y se hundió en el estuario de íbera, y Quinto Casio se
ahogó. No estoy seguro de si el silencio de Cayo Casio se debe al hecho de que
Quinto era mi hombre, o de que Quinto dejó en mal lugar a los Casio.
Estaré en Roma hacia finales de septiembre.
( C. McC. )
Corta y peda de "El caballo de César" de Collen Mcullough
ResponderEliminarEn la parte final, y en las etiquetas ya indica que el texto es de Colleen MCCullough.
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