Cleopatra cenó en sus habitaciones, pero no llamó a sus
dos doncellas; el día había sido muy largo y seguramente Charmian e Iras
estaban agotadas. Una muchacha -macedona, por supuesto- le sirvió mientras ella
picoteaba la comida sin apetito, y luego la ayudó a desnudarse para dormir.
Entre los que disfrutaban de una buena posición y tenían muchos sirvientes no
era costumbre llevar ropas en la cama. Aquellos que dormían vestidos lo hacían
por mojigatería, como la difunta esposa de Cicerón. Terencia, o aquellos que no
tenían bastantes sirvientes para lavar las sábanas con regularidad. Que ella
dedicase tiempo a pensar en esto era culpa de Antonio; él despreciaba a las
mujeres que llevaban camisón en la cama, y ella lo sabia. Incluso Octavia, una
mujer más modesta que mojigata, no tenía inconveniente en hacer el amor
desnuda, le había dicho Antonio, pero una vez acabado el acto, ella se ponía el
camisón. La excusa (porque así le parecía a él) era que uno de los niños podía
necesitarla urgentemente durante la noche, y ella no estaba dispuesta a que el
sirviente que viniese a despertarla viese su desnudo. Aunque, según Antonio, su
cuerpo era precioso.
Agotado este tema, la mente de Cleopatra pasó a los
aspectos más curiosos de la relación de Antonio con Octavia: ¡cualquier cosa
para no tener que pensar en lo que había acontecido aquel día!
El había rehusado divorciarse de Octavia, había mostrado
su empecinamiento cuando Cleopatra había intentado convencerle de que el
divorcio era la mejor alternativa. Antonio era ahora su esposo; el casamiento
romano no tenía demasiada importancia. Pero había emergido durante el curso de
sus exhortaciones que Antonio aún quería a Octavia y no solamente porque era
madre de dos de sus hijos romanos. Ambas niñas y, por lo tanto -al menos para Cleopatra-,
carente de importancia. No para Antonio, al parecer; él ya estaba planeando sus
casamientos, aunque Antonia tendría unos cinco años, como mucho, y Tonilla aún
no tenía dos. El hijo de Ahenobarbo, Lucio, estaba destinado a casarse con
Antonia, pero Antonio aún no había tomado una decisión respecto al marido de
Tonilla. ¡Como si algo de eso importase! ¿Cómo podría hacer para que se
deshiciera de sus conexiones romanas? ¿Para qué le servían al faraón consorte,
al padrastro del faraón? ¿Para qué quería una esposa romana, incluso la hermana
de Octavio?
Para Cleopatra ese aferramiento de Antonio a Octavia era
una señal de que aún esperaba llegar a un acuerdo con Octavio que le permitiese
a cada uno tener su parte del Imperio. Como si aquel límite del río Drina que
dividía el Este del Oeste fuese una cerca permanente, a cada lado de la cual el
perro Antonio y el perro Octavio podrían gruñirse y ladrarse el uno al otro sin
tener nunca la necesidad de luchar. ¿Oh, por qué Antonio no podía ver que tal
arreglo no se daría nunca? Ella lo sabía y Octavio lo sabía. Sus agentes en
Roma le informaban de los mil y un planes de Octavio para desacreditarla a los
ojos de Roma e Italia. La llamaba la Reina de las Bestias, inventaba historias
de su baño, de su vida privada y afirmaba que ella corrompía a Antonio con drogas
y vino. Lo convertía en su criatura. Sus agentes informaban de que, hasta
ahora, los esfuerzos de Octavio para difamar a Antonio caían en suelo estéril;
nadie en realidad se los creía, por ahora. Sus setecientos senadores permanecían
Heles, su aprecio por Antonio, alimentado por su odio hacia Octavio. Una muy
pequeña grieta había aparecido en la sólida pared de su devoción después de que
se conociese la verdadera historia de la campaña parta, pero sólo un puñado de
ellos había desertado. La mayoría había decidido que el desastre oriental no
era culpa de Antonio; admitir eso era admitir que Octavio tenía razón, y no
estaban dispuestos a hacerlo.
Antonio… en aquellos momentos estaría comenzando su campaña
contra Artavasdes de Armenia, a quien se le debía permitir conquistar. Pero
antes de que pudiese contemplar la marcha contra Artavasdes de Media
Atropatene, Quinto Delio debía de tener éxito en forjar una alianza que ningún
general romano, incluido Antonio, podía rehusar de ninguna manera. Aunque había
algunos aspectos del pacto que no se podían poner por escrito, ni siquiera
comunicar a Antonio: eran entre Egipto y Media, para que, cuando Roma fuese
conquistada y absorbida por el nuevo imperio egipcio, la Media de Artavasdes
podría atacar al rey de los partos con todo el poder de cuarenta o cincuenta
legiones y asumir el trono que él ansiaba por encima de todo lo demás. El
precio de Cleopatra era la paz. Una paz que debía durar hasta que Cesarión
fuese lo bastante grande como para calzarse las botas de su padre.
Allí, el nombre había aparecido por fin, no se podía
evitar. Si los eventos de éste, su primer día de regreso en Alejandría, se tomaban
como prueba del notable carácter de Cesarión, entonces iba a convertirse en la
misma clase de genio militar que había sido su padre. Lo impulsaban los deseos
de su padre, y éste había sido asesinado tres días antes de ponerse en marcha para una
campaña de cinco años contra los partos. Cesarión querría conquistar el este
del Eufrates, y una vez que hubiese triunfado, gobernaría desde el océano Atlántico
hasta la ribera del océano más allá de la India. Un reino mucho más grande que
el de Alejandro Magno en su momento cumbre. Tampoco su ejército se negaría a continuar
marchando al este, ni la estructura de sus satrapías se verían en peligro por
los generales rebeldes que intentarían derribar su imperio para repartírselo
entre ellos. Porque sus generales serían sus hermanos y sus primos del matrimonio de Antonio con Fulvia. Unidos por la lealtad de la sangre; unidos,
no divididos.
No veía nada de eso como imposible. Lo único que requería
para dar su fruto era una determinación de hierro por su parte, y eso lo tenía.
Aunque sus consejeros no eran como ella, alguno de ellos al menos podría haberle
preguntado qué le pasaría a aquel vaporoso edificio de ambiciones si su hijo no
resultaba ser el genio militar de su padre. Una pregunta que ella apartaría de
todas maneras. El muchacho era precoz como su padre, igual de dotado, como él,
una joya única. Él era un Julia, la mitad de su sangre era de César. Era como
Octavio, con mucha menos sangre Julia, cuando tenía dieciocho, diecinueve,
veinte años. Había asumido su herencia, también había marchado dos veces sobre
Roma y obligado al Senado a hacerlo primer cónsul. Un simple joven. Pero, junto
a Cesarión, Octavio empalidecía hasta lo insignificante.
Ahora cómo podía hacer que Cesarión se apartase del tipo
de idealismo que ella sabía que el pragmatismo de César hubiese atemperado. Los
planes de César para Alejandría y Egipto eran experimentales, cosas que él
creía que se podían aplicar en Egipto a través de dominar a su gobernante,
Cleopatra, pensados hasta el punto del éxito de su programa en su reino cuando él
intentaba las mismas reformas en Roma de forma más consistente que lo que el
tiempo había permitido. Su soledad había sido su caída; no había sido capaz de
encontrar apoyos que impulsasen sus ideas. Tampoco, ella lo sabía, los
encontraría Cesarión. Por lo tanto, había que convencer a Cesarión para que no
intentase implementar su programa.
( C. McC. )
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