Aparte
las legendarias —Helena, Clitemnestra, Penélope, etc.—, las únicas mujeres que ganaron un puesto en la verdadera y propia historia griega son las hetairas, que fueron algo entre las geishas japonesas y las cocottes parisienses.
Dejemos a la más célebre, Aspasia, quien, como amante de Pericles, tornóse, sin más, en la «primera dama» de Atenas y que con su salón intelectual dictó leyes
en ella. Pero también el nombre de otras muchas nos
ha sido transmitido por poetas, cronistas y
filósofos, que con ellas tuvieron gran intimidad y que, lejos de avergonzarse, se envanecían de
ello. Friné inspiró a Praxíteles, que la amaba desesperadamente. Ha
quedado famosa, además de por su belleza, también por la habilidad con que la administraba. No
se mostraba más que cubierta con velos. Y tan sólo dos veces al año, durante las fiestas de Eleusis y las de Poseidón, iba a bañarse en el mar completamente desnuda, y toda Atenas se citaba en la playa para verla. Era un hallazgo publicitario formidable
que le permitió mantener muy elevada su tarifa. Tan elevada, que un cliente, después de haber pagado, la denunció. Debió de ser un proceso sensacional,
seguido ansiosamente
por toda la población. Friné
fue defendida por Hipérides, un Giovanni Porzio de la época, que frecuentaba su trato, y que no recurrió mucho a la
elocuencia. Se limitó a arrancarle de encima la túnica para mostrar a los jurados el seno que estaba debajo. Los jurados miraron
(miraron largo rato, suponemos), y la absolvieron.
El
escrúpulo de la buena administración era vivo también en Clepsidra, que fue llamada así porque se concedía por
horas y, terminado el tiempo, no admitía prolongaciones: como lo era en Gnatena, que invirtió todos sus ahorros en su hija y, tras haberla convertido en
la más renombrada maestra de la época, la alquilaba en medio millón por noche. Mas en todo esto no se crea que las hetairas fuesen tan sólo animales de placer, interesadas exclusivamente en amontonar dinero. O, por lo menos, el placer no lo procuraban solamente con sus formas aventajadas. Eran las únicas mujeres cultas de Atenas. Y por esto, aun cuando se
les negaban los derechos civiles y se las excluía de los templos, excepto
el de su patrona Afrodita, los más importantes personajes de la política y de la cultura las frecuentaban abiertamente y con frecuencia las llevaban en palmas. Platón,
cuando estaba cansado de filosofía, iba a reposar en casa de Arqueanasa; y Epicuro reconocía deber buena parte de
sus teorías sobre el placer a Danae y a Leoncia, que le habían proporcionado las más elocuentes aplicaciones del mundo. Sófocles mantuvo prolongadas relaciones con Teórida, y, una vez cumplidos
los ochenta años, inició otras con Arquipas.
Cuando
el gran Mirón, encorvado por la vejez, vio llegar a su estudio, como modelo, a Laida, perdió la cabeza y le ofreció todo lo
que poseía
con tal de que se quedase aquella
noche. Y dado que ella rehusó, al día
siguiente el pobre hombre se cortó la barba, se tifió el pelo, púsose un juvenil quitón color de púrpura y se pasó una capa de carmín sobre el rostro. «Amigo mío —le dijo Laida—,
no pienses obtener hoy lo que ayer rehusé a tu padre.» Era una mujer totalmente
extraordinaria, y no solamente por su belleza, que muchas ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna (mas, al parecer, era de Corinto). Rechazó las ofertas del feo y riquísimo Demóstenes al pedirle cinco
millones, pero se entregaba gratis al desdinerado
Arístipo sencillamente porque le gustaba su filosofía. Murió pobre, después de haber gastado todo su
peculio en el embellecimiento de
las iglesias donde no podía entrar y para ayudar a los amigos caídos en la miseria. Y Atenas la recompensó con unos espectaculares funerales
como jamás los tuvo el más grande hombre de Estado o el general más afortunado. Por lo demás, también Friné había tenido la misma pasión de la
beneficencia, y entre otras cosas había ofrecido
a Tebas, su ciudad natal, reconstruir las murallas, si le permitían inscribir
su nombre. Tebas contestó que estaba de
por medio la
dignidad. Y con la dignidad se quedó sin murallas.
Las hetairas no deben confundirse con
las pornai,
que eran las meretrices comunes. Éstas vivían en burdeles esparcidos un poco por toda la ciudad, pero concentradas sobre todo
en El Pireo, el barrio portuario, porque los marineros han sido en todos los tiempos los mejores clientes de esos lugares de mala nota. Eran casi todas orientales, jóvenes y de carnes perezosas y soñolientas, que sufrían su degradación sin rebelarse, dejándose
explotar por sus empresarios, viejas mujerucas que administraban aquellas casas. Sólo las que lograban aprender un poco de modales y a tocar la flauta mejoraban de situación convirtiéndose en aléutridas. Parece
ser que la misma Aspasia venía de esta carrera, pero su caso ha quedado el único.
Como fuere, no es de esas mujeres públicas —sean pornai, aléutridas o hetairas—, como ha de ser reconstruida la condición de la mujer en Atenas, que permaneció singularmente, aun en el período de mayor esplendor, en posición subordinada e inferior. Tomemos el caso de una Niké cualquiera, nacida en una familia de la clase media. Ha corrido, antes de ser acogida, más peligros que su hermano Teófilo, su sexo la hace menos útil y, por tanto, menos aceptada. «Mala suerte, es una chica: ¿qué hacemos con ella?», es habitualmente la
bienvenida que el padre da a la recién nacida.
Crece en casa, en el patio y en el
gineceo, donde no recibe ninguna
educación verdadera y apropiada. Su madre le enseña tan sólo economía doméstica, entre otras cosas porque aparte cocinar y tejer la lana, ella misma no sabe otra cosa.
Aspasia intentó instituir cursos de Filosofía y Letras para jovencitas.
Mas quien los frecuentó hubo de desafiar el escándalo, y la iniciativa tuvo escasa continuidad.
Niké crece en casa y hasta por esto no es bella. Un sedentarismo atávico la hace pernicorta,
ancha de caderas y de seno fácilmente relajable.
Es
morena, pero se tiñe para parecer rubia, porque, como todos los varones del Sur, también los griegos prefieren los colores del Norte. También ella se lava poco y en vez de jabón usa ungüentos y perfumes. Se retoca los labios con carmín, se unta las mejillas con cremas y
polvos, trata de parecer más alta llevando tacones
largos sobre los que se tiene mal de pie y se enjaula el pecho en un enrejado de agujetas y gruperas. Plutarco cuenta que cuando en Mileto se difundió entre las mujeres una epidemia de suicidios, el
Gobierno puso remedio ordenando sencillamente que los cuerpos de las víctimas fuesen expuestos desnudos a la población. Y la coquetería pudo lo que no podía el instinto de conservación.
Niké, hecha ya una muchacha, lleva el peplo de lana, blanca o colorada, pero ésta es la única elección que se le deja. Dado que está confinada en casa, no puede siquiera
hacer la elección del chico que le gusta y tiene que esperar
que su padre se ponga de acuerdo con otro padre para concertar el matrimonio.
Dado que Niké pertenece
a
la burguesía media, una pizca de dote la tiene, lo que facilita mucho las cosas. Esta dote queda siempre de su propiedad, y por eso el marido
ateniense no se divorcia gustosamente. Sin embargo, el amor tiene poco que ver con esos himeneos, que son decididos
por los papas respectivos a menudo ignorándolo los interesados, y basados casi exclusivamente en criterios económicos. En general, hay bastante diferencia de edad entre los novios, pues, entre pornai, aléutridas y hetairas, el solterón ateniense tiene con quién pasar sus veladas y, por lo tanto, no tiene ninguna prisa en casarse. La pobre Niké, si todo va bien, se casará a los dieciséis
años con un hombre de treinta a cuarenta. Precedidos de pocos días por el noviazgo, las bodas se efectuarán en casa de ella. Y, si bien el ceremonial tiene un carácter religioso y prevé, entre otras cosas, un «baño
de purificación», el matrimonio es laico, por cuanto ningún sacerdote toma parte en él en calidad de tal. La novia, velada, es cargada por su novio sobre un carro seguido
por músicos y llevada a su casa donde el cabeza de familia la
acoge como «nueva adepta de sus dioses» (pues cada familia tiene los suyos,
con tantos como hay a disposición). En la entrada, para simular un rapto, el novio coge en brazos a la novia y la deposita en la
cámara nupcial, en cuya puerta permanecen los invitados cantando a voz en
cuello los coros nupciales, hasta que él se asoma anunciando que el matrimonio
ha sido consumado.
Niké
queda obligada a la fidelidad conyugal. Si no la observa, su marido es llamado «cornudo»
(pues fueron los griegos, no los napolitanos, quienes inventaron esta palabra), y tiene derecho a echarla de casa. Es más, la ley impondría en ese caso el uxoricidio, pero los griegos fueron siempre indulgentes
sobre este punto y habitualmente se
contentaban con toda o un pedazo de dote como
reparación del honor ofendido. El marido, en cambio, está autorizado a tener una concubina. Demóstenes fue el teorizante de esa costumbre diciendo que un hombre, para estar bien, ha de tener una concubina con
la que pasar el día y conversar y alguna cortesana
que otra con la que mantenerse en forma. Qué lugar asignaba
al trabajo, en una jornada distribuida así,
Demóstenes no lo dice. En suma, Niké, salida del gineceo
paterno, entra en el conyugal y permanece en él más o menos recluida, porque la ley le prohíbe incluso el deporte y el teatro. Su condición es regresiva desde los tiempos de la edad heroica, cuando por una mujer se desencadenaban
guerras y Homero les dedicaba capítulos y más capítulos de sus poemas. Entonces, no era ella quien debía comprar marido con una dote; era el novio quien tenía que comprarla a ella a base de ovejas y cerdos. En la civilización aquea, y también, en la heraclea o dórica, la mujer es protagonista. Y
esto precisamente nos confirma el origen nórdico de aquellos conquistadores. Efectivamente, allí donde ellos se quedaron como dueños, así en Esparta, la mujer goza de muy otra situación, y la vemos contender
desnuda en los estadios, para poner a los jóvenes en
condiciones de elegir la mejor constituida, la
más calificada «factora» de una prole robusta.
Heródoto, para explicar por qué las mujeres atenienses comían en la cocina, en vez de hacerlo en el comedor con los maridos, cuenta que los atenienses, cada
vez que en los tiempos
pasados habían ido a conquistar alguna isla y a fundar en ella una colonia, habían matado a todos los hombres casándose con sus viudas y sus huérfanas. Éstas, que eran de sangre caria, o sea medio oriental,
habían jurado no sentarse
jamás a la mesa con sus esposos. Acaso haya en ello algo de verdad. Atenas, hostil a los septentrionales dorios y encerrada hacia el
interior de las montañas, tuvo relación casi exclusivamente con Egipto, Persia y Asia Menor, con cuyas mujeres y ciudadanos se mezclaron. He aquí por qué la capital del progreso político y cultural fue, en el plano de las relaciones familiares, la ciudadela de la reacción. Perezosa e ignorante, Niké es una mujer de harén. Ve raramente a su modernísimo y civilizadísimo marido, que vuelve a casa sólo para dormir; y cuando vuelve, no le cuenta nada, no le hace la corte y de ella habla, en el agora o en la barbería, sólo para repetir, con Plutarco y Tucídides, que «el nombre de una mujer de bien ha de permanecer oculto como su rostro», cosa que hubiera hecho montar en cólera a Homero.
(
Indro Montanelli )
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