LA CIUDADANÍA ROMANA: EL EDICTO DE CARACALLA
La élite provincial no se contentaba con su influencia restringida y limitada a su tierra natal.
Bajo el Imperio, el derecho de ciudadanía romana era concedido cada vez más frecuentemente, por lo que dicha élite fue tomando poco a poco el puesto del patriciado en la capital.
En el año 40 a. de J.C., un hispano fue elegido cónsul, y, cinco años después, le correspondió el turno a un galo de Narbona.
Pero el Senado romano se mostraba reacio a acoger entre sus miembros a los notables de la Galia, siendo necesario todo el ardor del emperador Claudio, en un célebre discurso que se conserva en la Tabla claudiana de Lyon, para convencerlo.
Después llegó el turno de las demás provincias y, al final de la dinastía de los Antoninos, solamente Egipto no había dado aún grandes magistrados a Roma.
Al comienzo, la aristocracia provincial era la privilegiada frente a las demás clases sociales, pero esta costumbre se modificó con Vespasiano, quien procedía de una modesta burguesía. Algunos caballeros entraron en el Senado, y hubo una amplia convocatoria a la burguesía municipal de Occidente.
En Oriente, las susceptibilidades fueron más difíciles de superar: La sociedad, orgullosa de su antigua civilización, se oponía al uso de la lengua latina y despreciaba a los conquistadores, a los que consideraba bárbaros.
Sin embargo, estas dificultades se atenuaron poco a poco y, a partir de Adriano, el orden ecuestre fue expresión de todo el mundo romano.
En el año 212 quedó suprimida toda diferencia entre los diversos ciudadanos: El edicto de Caracalla concedió el rango de ciudadanos romanos a todos los habitantes del Imperio, a excepción de algunos libertos y de los bárbaros establecidos en el interior de las fronteras.
Fue el resultado de una lenta evolución que atestigua la profunda unidad alcanzada por el mundo romano.
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