Al
día siguiente, cuando el sol asomaba por encima de los árboles al este de
Tarsus, Antonio cabalgó en un caballo de pelaje apagado hasta la ribera más apartada
del Cidno, envuelto en una capa oscura y sin ninguna escolta. Ver primero al
enemigo era una ventaja; servir con César se lo había enseñado. «¡Oh, el aire huele
dulce! ¿Qué estoy haciendo en una ciudad saqueada cuando hay marchas que hacer,
batallas por librar?», se preguntó a si mismo, consciente de la respuesta. «Estoy
aquí para ver si la reina de Egipto responderá a mis llamadas. Y aquella otra
cerda presuntuosa de Giafira está comenzando a molestarme de aquella manera que
las mujeres orientales han perfeccionado: dulce y lacrimógenamente, cargada con
suspiros y susurros. ¡Ah, Fulvia! Cuando ella gruñe, el hombre sabe que le está gruñendo.
Rugidos, gruñidos, chillidos. Tampoco importa recibir un coscorrón en la oreja,
siempre que al hombre no le importe que, en represalia, cinco uñas le abran surcos en el pecho.
GIAFIRA |
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