martes, 26 de agosto de 2014

MARCO ANTONIO EN TARSO, ANSIOSO DE VER A CLEOPATRA





Al día siguiente, cuando el sol asomaba por encima de los árboles al este de Tarsus, Antonio cabalgó en un caballo de pelaje apagado hasta la ribera más apartada del Cidno, envuelto en una capa oscura y sin ninguna escolta. Ver primero al enemigo era una ventaja; servir con César se lo había enseñado. «¡Oh, el aire huele dulce! ¿Qué estoy haciendo en una ciudad saqueada cuando hay marchas que hacer, batallas por librar?», se preguntó a si mismo, consciente de la respuesta. «Estoy aquí para ver si la reina de Egipto responderá a mis llamadas. Y aquella otra cerda presuntuosa de Giafira está comenzando a molestarme de aquella manera que las mujeres orientales han perfeccionado: dulce y lacrimógenamente, cargada con suspiros y susurros. ¡Ah, Fulvia! Cuando ella gruñe, el hombre sabe que le está gruñendo. Rugidos, gruñidos, chillidos. Tampoco importa recibir un coscorrón en la oreja, siempre que al hombre no le importe que, en represalia, cinco uñas le abran surcos en el pecho.

GIAFIRA

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