Octavio
no tenía la intención de privarse a sí mismo de estas particulares negociaciones; iba a disfrutar de ellas. Para
entonces Antonio ya habría olvidado ciertas cosas, como aquella escena en su
tienda después de Filipos, cuando Octavio había reclamado la cabeza de Bruto y
la había conseguido. El odio de Antonio había crecido tanto que oscurecía todos
los episodios individuales; sólo pensaba en sí mismo. Tampoco Octavio esperaba
que el casamiento con Octavia pudiese cambiar ese odio. Quizá un hombre poético
como Mecenas asumiría que aquél era el motivo de Octavio, pero la propia mente
de Octavio era demasiado sensible como para esperar milagros. Una vez que
Octavia se convirtiese en esposa de Antonio haría exactamente lo que Antonio
quisiera. Lo último que intentaría sería influir en cómo Antonio se sentía
respecto a su hermana. No, lo que esperaba conseguir con esa unión era
fortalecer las esperanzas de los romanos -y los legionarios- en que la amenaza
de una guerra se había desvanecido. Así, cuando llegara el día en que Antonio,
en las garras de una nueva pasión con otra mujer, rechazase a su esposa, perdería
la estimación de millones de ciudadanos romanos en todas partes. Dado que
Octavio había jurado que nunca desataría una guerra civil, él tenía no sólo que
destruir la auctoritas de Antonio -su posición oficial pública-, sino su clignitos
-la posición pública que poseía debido a sus acciones y logros personales-.
Cuando César el Dios cruzó el Rubicón e inició la guerra civil, lo había hecho
para proteger su dignitas, que había apreciado más que a su vida. Contemplar
cómo sus hechos eran quitados de las historias y registros oficiales de la
República y verse enviado a un exilio permanente era peor que la guerra civil.
Bueno, Octavio no estaba hecho de la misma pasta; para él, la guerra civil era
peor que la desgracia y el exilio. También, por supuesto, no era un genio
militar seguro de su victoria. La manera de actuar de Octavio era corroer la
dignitas de Marco Antonio hasta que llegase a un punto donde ya no fuese una
amenaza. A partir de ese entonces en adelante, la estrella de Octavio continuaría
en ascenso hasta que él y no Antonio fuese el Primer Hombre de Roma. No
ocurriría de la noche a la mañana; aquello llevaría años. Pero serían años que
Octavio podría permitirse conceder ya que era veintiún años más joven que
Antonio. ¡Oh, la perspectiva de años y años de luchas para alimentar Italia y encontrar
tierra para la inacabable riada de veteranos!
Le
había tomado la medida a Antonio. César el Dios ya habría estado llamando a las
puertas del palacio del rey Orodes en Seleucia del Tigris, ¿pero dónde estaba
Antonio? Poniendo sitio a Brundisium, todavía en su propio país. Era perfecto
que quizá estuviera allí para defender su título de triunviro, pero si estaba
allí, entonces no podía estar en Siria luchando contra los partos. Si bien
podía ser que él solo hubiese ganado en Filipos, Antonio sabía que no podía
haberlo hecho sin las legiones de Octavio, compuestas por hombres leales a
Octavio que él no podía tener.
«Daría
lo que fuese -pensó Octavio después de escribir su nota a Antonio y enviarla
por correo liberto-, daría casi cualquier cosa por tener la fortuna de tener en
mis manos algo que pudiese derrotar a Antonio para siempre. Octavia no lo es,
ni tampoco probablemente lo será que él la rechace, si es que decidiera
rechazarla una vez que se cansase de su bondad. Soy consciente de que la
fortuna me sonríe; me he escapado tantas veces por los pelos del peligro que
casi estoy calvo. Ha sido la fortuna la que cada vez me ha rescatado del
abismo. Como el deseo de Libo por encontrar un marido ilustre para su hermana.
Como la muerte de Caleño en Narbo y su hijo idiota, que vinieron a hacerme la
petición a mí en lugar de a Antonio. Como la muerte de Marcelo. Como tener a
Agripa como general de mis ejércitos. Como mis escapadas de la muerte cada vez
que el asma me ha dejado sin respiración. Como tener el cofre de guerra de mi
padre Divus Julius para salvarme de la bancarrota. Como Brundisium, que le
niega la entrada a Antonio, que quieran Liber Pater, Sol Indiges y Tello
concederle a Brundisium la paz y una gran prosperidad. Yo no di ninguna orden a
la ciudad para hacer lo que hace, de la misma manera que no provoqué la
futilidad de la guerra de Fulvia contra mí. ¡Pobre Fulvia!
»Cada
día hago ofrendas a una docena de dioses, la primera de todas a la Fortuna, para
que me dé el arma que necesito para derribar a Antonio mucho antes de lo que la
edad acabará inevitablemente por hacer. El arma existe, lo sé con la misma seguridad
con que sé que he escogido poner a Roma de nuevo sobre sus pies permanentemente
para conseguir una paz duradera en las fronteras de su imperio. Soy
el Escogido a quien Virgilio, el poeta de Mecenas, escribe versos y todos los
augures de Roma insisten en pronosticar una edad dorada. Divus Julius me hizo
su hijo, y no puedo fallar en su confianza de acabar lo que él había comenzado.
Oh, no será el mismo mundo que hubiese hecho Divus Julius, pero lo satisfacerá
y complacerá. ¡Fortuna, dame más de la fabulosa suerte de César! ¡Tráeme el
arma y abre mis ojos para que la reconozca cuando llegue!
No hay comentarios:
Publicar un comentario