Su
amada Señora Roma parecía tan vieja y cansada. Desde donde estaba, en lo alto
del Velia, Octavio veía el foro romano y, más allá, el monte Capitolino; si se volvía
para mirar en otra dirección, veía a través de los pantanos del Palus Ceroliae
todo lo largo de la Vía Sacra hasta los muros Servían.
Octavio
amaba Roma con una fiera pasión ajena a su naturaleza, que tendía a ser fría y
distante; él creía que la diosa Roma no tenía rival en la faz del mundo. Cómo
odiaba escuchar decir que Atenas la superaba como el Sol supera a la Luna,
escuchar que alguien decía que la zona elevada de Pergamum, era más preciosa, escuchar
a un tercero manifestar que Alejandría hacía que pareciera un oppidum galo.
¿Era culpa suya que los templos estuviesen ruinosos, sus edificios públicos sucios,
sus plazas y jardines abandonados? No, la culpa la tenían los hombres que
gobernaban en su nombre, porque se preocupaban más por sus reputaciones que por
las de las ciudades que los habían engendrado.
Roma se merecía algo mejor y, si estaba a su alcance, recibiría lo mejor. Por supuesto, había excepciones: la gloriosa basílica Julia de César, su foro -que era la obra maestra-, la basílica Emilia, el Tabularium de Sila. Pero incluso en el Capitolio, los templos tan grandes como el de Juno Moneta necesitaban una mano de pintura. Desde los huevos y los delfines del Circo Máximo hasta los santuarios y fuentes de las encrucijadas, la pobre diosa Roma era una ruinosa dama en declive.
Roma se merecía algo mejor y, si estaba a su alcance, recibiría lo mejor. Por supuesto, había excepciones: la gloriosa basílica Julia de César, su foro -que era la obra maestra-, la basílica Emilia, el Tabularium de Sila. Pero incluso en el Capitolio, los templos tan grandes como el de Juno Moneta necesitaban una mano de pintura. Desde los huevos y los delfines del Circo Máximo hasta los santuarios y fuentes de las encrucijadas, la pobre diosa Roma era una ruinosa dama en declive.
«Si
sólo tuviésemos una décima parte del dinero que los romanos han gastado luchando
los unos contra los otros, Roma no tendría rivales para su belleza», pensó Octavio.
¿Adónde iba todo ese dinero? Una pregunta que se le había ocurrido
frecuentemente y para la que sólo tenía una respuesta aproximada: a las bolsas
de los soldados para ser gastadas en cosas inútiles o atesorado de acuerdo a
sus naturalezas; a las bolsas de los fabricantes y mercaderes, que obtenían sus
beneficios de la guerra; a las bolsas de los extranjeros, y a las bolsas de los
hombres que libraban las guerras. Pero si aquello último era verdad, ¿por qué él
no había obtenido ningún beneficio?
«Mira
a Marco Antonio -se dijo-. Ha robado cientos d millones, la mayor parte de ellos
para mantener su estilo de vida hedonista en lugar de pagar a sus legiones.
¿Cuántos millones ha dado a sus supuestos amigos con el fin de parecer un gran
hombre? Oh, yo también he robado; me llevé el cofre de guerra de César. De no
haberlo hecho, hoy estaría muerto. Pero, a diferencia de Antonio, nunca di un
denario. Lo que desembolso de mi tesoro oculto espero darle un buen uso, como pagarle
a mi ejército de agentes. No puedo vivir sin mis agentes. La tragedia es que
nada de eso lo puedo gastar en la propia Roma. La mayoría sirve para pagar las enormes
pagas de las legiones. Un pozo sin fondo que quizá sólo tiene un bien real:
distribuye la riqueza personal con más justicia que en los viejos tiempos
cuando los plutócratas se podían contar con los dedos de las dos manos y los
soldados no tenían ingresos suficientes ni siquiera para pertenecer a la quinta
clase. Eso ya no es así.»
La
vista del foro se nubló cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. «¡César, oh,
César! ¿Qué podría haber aprendido si tú hubieses vivido? Fue Antonio quien les permitió
matarte; él fue parte del complot, estoy seguro. Convencido de que era el heredero
de César y urgentemente necesitado de la enorme fortuna de César, sucumbió
a las lisonjas de Trebonio y Décimo Bruto. El otro Bruto y Casio no eran nada,
sólo figurones. Como muchos otros antes que él, Antonio ansia ser el Primer Hombre
de Roma, y, de no estar yo aquí, lo sería. Pero estoy, y tiene miedo de que
usurpe ese título, como también el nombre y el dinero de César, llene motivos
para sentir miedo. César el Dios -Divus Julius- está de mi lado. Si Roma debe prosperar,
yo debo ganar esta batalla. Sin embargo, he jurado no ir nunca a la guerra
contra Antonio, y mantendré mi juramento.»
La
brisa de principios de verano agitó su brillante cabellera; las personas, al principio,
advertían esta circunstancia para, después, reconocer la identidad de su propietario.
Miraban, por lo general, con una mueca. Como triunviro presente en Roma, era él
quien recibía la mayor parte de las culpas por los tiempos difíciles: el pan caro,
alimentos suplementarios sin variedad, alquileres también altos, bolsas vacías.
Pero a cada gesto agrio, él replicaba con la sonrisa de César, algo tan
poderoso que los gestos adustos se convertían en sonrisas de respuesta.
Aunque
incluso en Roma Antonio gustaba de pasearse en armadura, Octavio siempre vestía
la toga con ribetes rojos. Con ella parecía más pequeño, menudo, grácil.
Los días en que calzaba botas con plataforma eran cosa del pasado. Ahora, Roma
lo conocía, más allá de cualquier duda, como el heredero de César, y muchos lo
llamaban como él mismo se autoproclamaba: Divi Filius, el hijo de un dios.
Seguía siendo su mayor ventaja, incluso ante su impopularidad. Los hombres podrían
fruncir el entrecejo y mascullar, pero las mamás y las abuelas admiraban y
babeaban; Octavio era un político demasiado inteligente como para despreciar el
apoyo de las mamás y las abuelas.
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