De
este modo, Escipión fue el primero, según creo, que cercó con un muro a una
ciudad que no rehuía el combate. El río Duero fluía a lo largo del cinturón de
fortificaciones y resultaba de mucha utilidad a los numantinos para el
transporte de víveres y para la entrada y salida de sus hombres. Éstos,
buceando o navegando por él en pequeños botes, pasaban inadvertidos o bien
lograban romper el cerco con ayuda de la vela, cuando soplaba un fuerte viento,
o sirviéndose de los remos a favor de la corriente. Como no podía unir sus
orillas por ser ancho y muy impetuoso, construyó dos torreones, en vez de un puente,
uno en cada orilla y desde cada uno colgó, con cuerdas, grandes tablones de
madera que dejó flotar a lo ancho del río, y que llevaban clavado numerosos
dardos y espadas. Estos tablones, entrechocando continuamente, debido al
corriente que se precipitaba contra las espadas y los dardos, no permitían
pasar a ocultas ni a quienes lo intentaban nadando, sumergidos o en botes. Y
esto era lo que en especial deseaba Escipión que, al no poder establecer
contacto nadie con ellos ni tampoco entrar, no tuviesen conocimiento de lo que
sucedía en el exterior. De este modo, en efecto, llegarían a estar faltos de
provisiones y de material de todo tipo.
Cuando
todo estuvo dispuesto y las catapultas, las ballestas y las máquinas para
lanzar piedras se hallaban apostadas sobre las torres, y estaban apilados junto
a las almenas piedras, dardos y jabalinas, y los arqueros y honderos ocupaban
sus lugares respectivos en los fuertes, colocó a lo largo de toda la obra de
fortificación numerosos mensajeros, que de día y de noche debían comunicarle lo
que ocurriera transmitiéndose unos a otros las noticias. Cursó órdenes por cada
torre, en el sentido de que, si ocurría algo, hiciera una señal el primero que
tuviera problemas y que todos los demás le secundaran de igual modo cuando la
vieran, a fin de que pudiera enterase más rápidamente, por medio de la señal,
de la perturbación, y, por medio de los mensajeros, de los detalles. El
ejército estaba integrado por sesenta mil hombres, incluyendo las fuerzas
indígenas. Dispuso que la mitad se encargara de la guardia de la muralla y de
acudir a donde fuera necesaria su presencia; veinte mil hombres debían combatir
desde los muros, cuando la ocasión lo requiriese, y otros diez mil
constituirían un cuerpo de reserva de éstos. También a cada una de estas tropas
le fue asignada una posición y no les estaba permitido intercambiarla sin
órdenes previas. Sin embargo, debían lanzarse de inmediato al puesto ya
asignado, tan pronto como se diera una señal de ataque. Tan concienzudamente tenía
dispuesta Escipión todas las cosas.
Los
numantinos, en muchas ocasiones, atacaron a las fuerzas que vigilaban la
muralla por diferentes lugares, y la aparición de los defensores era fugaz y
sobrecogedora; las señales eran izadas en alto desde todos los lugares, los
mensajeros corrían de un lado a otro, los encargados de combatir desde los
muros saltaban hacia sus lugares en oleadas, las trompetas resonaban en cada
torre de tal modo que el círculo completo presentaba para todos el aspecto más
temible a lo largo de sus cincuenta estadios de perímetro. Y Escipión recorría
este círculo para inspeccionarlo cada día y cada noche. Estaba firmemente
convencido de que los enemigos, así copados, no podrían resistir por mucho
tiempo al no poder recibir ya armas ni alimentos ni socorro.
Pero Retógenes, un numantino apodado Caraunio,
el más valiente de su pueblo, después de convencer a cinco amigos, cruzó sin
ser descubierto, en una noche de nieve, el espacio que mediaba entre ambos
ejércitos en compañía de otros tantos sirvientes y caballos. Llevando una
escala plegable y apresurándose hasta el muro de circunvalación, saltaron sobre
él, Retógenes y sus compañeros, y después de matar a los guardianes de cada
lado, enviaron de regreso a sus criados y, haciendo subir a los caballos por
medio de la escala, cabalgaron hacia las ciudades de los arevacos con ramas de
olivo de suplicantes, solicitando su ayuda para los numantinos en virtud de los
lazos de sangre que unían a ambos pueblos. Pero algunos de los arevacos no les
escucharon, sino que les hicieron partir de inmediato, llenos de temor. Había,
sin embargo, una ciudad rica, Lutia, distante de los numantinos unos
trescientos estadios, cuyos jóvenes simpatizaban vivamente con la causa
numantina e instaban a su ciudad a concertar una alianza, pero los de más edad
comunicaron este hecho, a ocultas, a Escipión. Éste, al recibir la noticia
alrededor de la hora octava, se puso en marcha de inmediato con lo mejor de sus
tropas ligeras y, al amanecer, rodeando a Lutia con sus tropas, exigió a los
cabecillas de los jóvenes. Pero, después que le dijeron que éstos habían huido
de la ciudad, ordenó decir por medio de un heraldo que saquearía la ciudad, a
no ser que le entregaran a los hombres. Y ellos, por temor, los entregaron en
número de cuatrocientos. Después de cortarles las manos, levantó la guardia y,
marchando de nuevo a la carrera, se presentó en su campamento al amanecer del
día siguiente.
Los
numantinos, agobiados por el hambre, enviaron cinco hombres a Escipión con la
consigna de enterarse de si los trataría con moderación, si se entregaban
voluntariamente. Y Avaro, su jefe, habló mucho y con aire solemne acerca
del comportamiento y valor de los numantinos, y afirmó que ni siquiera en
aquella ocasión habían cometido ningún acto reprochable, sino que sufrían
desgracias de tal magnitud por salvar la vida de sus hijos y esposas y la
libertad de la patria. "Por lo que muy en especial dijo, Escipión, es
digno que tú, poseedor de una virtud tan grande, te muestres generoso para con
un pueblo lleno de ánimo y valor y nos ofrezcas, como alternativas de nuestros
males, condiciones más humanas, que seamos capaces de sobrellevar, una vez
acabamos de experimentar un cambio de fortuna. Así que no está ya en nuestras
manos, sino en las tuyas, o bien aceptar la rendición de la ciudad, si concedes
condiciones mesuradas, o consentir que perezca totalmente en la lucha".
Avaro habló de esta manera, y Escipión, que conocía la situación interna de la
ciudad a través de los prisioneros, se limitó a decir que debían ponerse en sus
manos junto con sus armas y entregarle la ciudad. Cuando le comunicaron esta
respuesta, los numantinos, que ya de siempre tenían un espíritu salvaje debido
a su absoluta libertad y a su falta de costumbre de recibir órdenes de nadie,
en aquella ocasión aún más enojados por las desgracias y tras haber sufrido una
mutación radical en su carácter, dieron muerte a Avaro y a los cinco
embajadores que le habían acompañado, como portadores de malas nuevas y, porque
pensaban que, tal vez, habían negociado con Escipión su seguridad personal.
No
mucho después, al faltarles la totalidad de las cosas comestibles, sin trigo,
sin ganados, sin hierba, comenzaron a lamer pieles cocidas, como hacen algunos
en situaciones extremas de guerra. Cuando también les faltaron las pieles,
comieron carne humana cocida, en primer lugar la de aquellos que habían muerto,
troceada en las cocinas; después, menospreciaron a los que estaban enfermos y
los más fuertes causaron violencia a los más débiles. Ningún tipo de miseria
estuvo ausente. Se volvieron salvajes de espíritu a causa de los alimentos y
semejantes a las fieras, en sus cuerpos, a causa del hambre, de la peste, del
cabellos largo y del tiempo transcurrido. Al encontrarse en una situación tal,
se entregaron a Escipión. Éste les ordenó que en ese mismo día llevara sus
armas al lugar que había designado y que al día siguiente acudieran a otro
lugar. Ellos, en cambio, dejaron transcurrir el día, pues acordaron que muchos
gozaban aún de la libertad y querían poner fin a sus vidas. Por consiguiente,
solicitaron un día para disponerse a morir.
(
Apiano en "Iberia" )
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