jueves, 16 de abril de 2020

ESCIPIÓN EMILIANO ASEDIA LA INDOMABLE Y HEROICA NUMANCIA


 

 No mucho después, estableció dos campamentos muy próximos a Numancia y puso al frente de uno de ellos a su hermano Máximo, en tanto él en persona se encargaba del otro. A los numantinos, que con frecuencia salían fuera de la ciudad en orden de combate y le provocaban a la lucha, no les hacía caso alguno, porque consideraba más conveniente cercarlos y reducirlos por hambre que entablar un combate con hombres que luchaban en situación desesperada. Y después de establecer siete fuertes en torno a la ciudad, comenzó el asedio y escribió cartas a cada una de las tribus aliadas indicando el número de tropas que debían enviar. Tan pronto como llegaron, las dividió en muchas partes y también subdividió a su propio ejército. A continuación, designó un jefe para cada una de esas partes y ordenó rodear la ciudad de una zanja y una empalizada. La circunferencia de Numancia era de veinticuatro estadios, y aquélla de los trabajos de circunvalación, de más del doble de esa cifra. Todo este espacio de terreno fue dividido y asignado a cada una de esas partes y se les ordenó que, si los enemigos lanzaban un ataque contra un punto determinado, se lo indicaran con una señal; durante el día, con un trapo rojo colocado sobre la punta de una alta pica, y de noche, con fuego, a fin de que, tanto él como Máximo, pudieran ayudar a los necesitados corriendo junto a ellos. Una vez que tuvo adoptadas todas las medidas y podía ya rechazar eficazmente a los que trataban de impedirlo, cavó otro foso detrás, no lejos de aquél, lo fortificó con una empalizada y construyó un muro de ocho pies de ancho y diez de alto sin contar la almenas. Erigió torreones a lo largo de todo este muro, a intervalos de cien pies. Como no le fue posible prolongar el muro de circunvalación alrededor de la laguna adyacente, la rodeó de un terraplén de igual anchura y altura que las de la muralla para que sirviera a manera de muralla.

 

De este modo, Escipión fue el primero, según creo, que cercó con un muro a una ciudad que no rehuía el combate. El río Duero fluía a lo largo del cinturón de fortificaciones y resultaba de mucha utilidad a los numantinos para el transporte de víveres y para la entrada y salida de sus hombres. Éstos, buceando o navegando por él en pequeños botes, pasaban inadvertidos o bien lograban romper el cerco con ayuda de la vela, cuando soplaba un fuerte viento, o sirviéndose de los remos a favor de la corriente. Como no podía unir sus orillas por ser ancho y muy impetuoso, construyó dos torreones, en vez de un puente, uno en cada orilla y desde cada uno colgó, con cuerdas, grandes tablones de madera que dejó flotar a lo ancho del río, y que llevaban clavado numerosos dardos y espadas. Estos tablones, entrechocando continuamente, debido al corriente que se precipitaba contra las espadas y los dardos, no permitían pasar a ocultas ni a quienes lo intentaban nadando, sumergidos o en botes. Y esto era lo que en especial deseaba Escipión que, al no poder establecer contacto nadie con ellos ni tampoco entrar, no tuviesen conocimiento de lo que sucedía en el exterior. De este modo, en efecto, llegarían a estar faltos de provisiones y de material de todo tipo.

 

Cuando todo estuvo dispuesto y las catapultas, las ballestas y las máquinas para lanzar piedras se hallaban apostadas sobre las torres, y estaban apilados junto a las almenas piedras, dardos y jabalinas, y los arqueros y honderos ocupaban sus lugares respectivos en los fuertes, colocó a lo largo de toda la obra de fortificación numerosos mensajeros, que de día y de noche debían comunicarle lo que ocurriera transmitiéndose unos a otros las noticias. Cursó órdenes por cada torre, en el sentido de que, si ocurría algo, hiciera una señal el primero que tuviera problemas y que todos los demás le secundaran de igual modo cuando la vieran, a fin de que pudiera enterase más rápidamente, por medio de la señal, de la perturbación, y, por medio de los mensajeros, de los detalles. El ejército estaba integrado por sesenta mil hombres, incluyendo las fuerzas indígenas. Dispuso que la mitad se encargara de la guardia de la muralla y de acudir a donde fuera necesaria su presencia; veinte mil hombres debían combatir desde los muros, cuando la ocasión lo requiriese, y otros diez mil constituirían un cuerpo de reserva de éstos. También a cada una de estas tropas le fue asignada una posición y no les estaba permitido intercambiarla sin órdenes previas. Sin embargo, debían lanzarse de inmediato al puesto ya asignado, tan pronto como se diera una señal de ataque. Tan concienzudamente tenía dispuesta Escipión todas las cosas.

 

Los numantinos, en muchas ocasiones, atacaron a las fuerzas que vigilaban la muralla por diferentes lugares, y la aparición de los defensores era fugaz y sobrecogedora; las señales eran izadas en alto desde todos los lugares, los mensajeros corrían de un lado a otro, los encargados de combatir desde los muros saltaban hacia sus lugares en oleadas, las trompetas resonaban en cada torre de tal modo que el círculo completo presentaba para todos el aspecto más temible a lo largo de sus cincuenta estadios de perímetro. Y Escipión recorría este círculo para inspeccionarlo cada día y cada noche. Estaba firmemente convencido de que los enemigos, así copados, no podrían resistir por mucho tiempo al no poder recibir ya armas ni alimentos ni socorro.

 

 Pero Retógenes, un numantino apodado Caraunio, el más valiente de su pueblo, después de convencer a cinco amigos, cruzó sin ser descubierto, en una noche de nieve, el espacio que mediaba entre ambos ejércitos en compañía de otros tantos sirvientes y caballos. Llevando una escala plegable y apresurándose hasta el muro de circunvalación, saltaron sobre él, Retógenes y sus compañeros, y después de matar a los guardianes de cada lado, enviaron de regreso a sus criados y, haciendo subir a los caballos por medio de la escala, cabalgaron hacia las ciudades de los arevacos con ramas de olivo de suplicantes, solicitando su ayuda para los numantinos en virtud de los lazos de sangre que unían a ambos pueblos. Pero algunos de los arevacos no les escucharon, sino que les hicieron partir de inmediato, llenos de temor. Había, sin embargo, una ciudad rica, Lutia, distante de los numantinos unos trescientos estadios, cuyos jóvenes simpatizaban vivamente con la causa numantina e instaban a su ciudad a concertar una alianza, pero los de más edad comunicaron este hecho, a ocultas, a Escipión. Éste, al recibir la noticia alrededor de la hora octava, se puso en marcha de inmediato con lo mejor de sus tropas ligeras y, al amanecer, rodeando a Lutia con sus tropas, exigió a los cabecillas de los jóvenes. Pero, después que le dijeron que éstos habían huido de la ciudad, ordenó decir por medio de un heraldo que saquearía la ciudad, a no ser que le entregaran a los hombres. Y ellos, por temor, los entregaron en número de cuatrocientos. Después de cortarles las manos, levantó la guardia y, marchando de nuevo a la carrera, se presentó en su campamento al amanecer del día siguiente.

 

Los numantinos, agobiados por el hambre, enviaron cinco hombres a Escipión con la consigna de enterarse de si los trataría con moderación, si se entregaban voluntariamente. Y Avaro, su jefe, habló mucho y con aire solemne acerca del comportamiento y valor de los numantinos, y afirmó que ni siquiera en aquella ocasión habían cometido ningún acto reprochable, sino que sufrían desgracias de tal magnitud por salvar la vida de sus hijos y esposas y la libertad de la patria. "Por lo que muy en especial dijo, Escipión, es digno que tú, poseedor de una virtud tan grande, te muestres generoso para con un pueblo lleno de ánimo y valor y nos ofrezcas, como alternativas de nuestros males, condiciones más humanas, que seamos capaces de sobrellevar, una vez acabamos de experimentar un cambio de fortuna. Así que no está ya en nuestras manos, sino en las tuyas, o bien aceptar la rendición de la ciudad, si concedes condiciones mesuradas, o consentir que perezca totalmente en la lucha". Avaro habló de esta manera, y Escipión, que conocía la situación interna de la ciudad a través de los prisioneros, se limitó a decir que debían ponerse en sus manos junto con sus armas y entregarle la ciudad. Cuando le comunicaron esta respuesta, los numantinos, que ya de siempre tenían un espíritu salvaje debido a su absoluta libertad y a su falta de costumbre de recibir órdenes de nadie, en aquella ocasión aún más enojados por las desgracias y tras haber sufrido una mutación radical en su carácter, dieron muerte a Avaro y a los cinco embajadores que le habían acompañado, como portadores de malas nuevas y, porque pensaban que, tal vez, habían negociado con Escipión su seguridad personal.

 

No mucho después, al faltarles la totalidad de las cosas comestibles, sin trigo, sin ganados, sin hierba, comenzaron a lamer pieles cocidas, como hacen algunos en situaciones extremas de guerra. Cuando también les faltaron las pieles, comieron carne humana cocida, en primer lugar la de aquellos que habían muerto, troceada en las cocinas; después, menospreciaron a los que estaban enfermos y los más fuertes causaron violencia a los más débiles. Ningún tipo de miseria estuvo ausente. Se volvieron salvajes de espíritu a causa de los alimentos y semejantes a las fieras, en sus cuerpos, a causa del hambre, de la peste, del cabellos largo y del tiempo transcurrido. Al encontrarse en una situación tal, se entregaron a Escipión. Éste les ordenó que en ese mismo día llevara sus armas al lugar que había designado y que al día siguiente acudieran a otro lugar. Ellos, en cambio, dejaron transcurrir el día, pues acordaron que muchos gozaban aún de la libertad y querían poner fin a sus vidas. Por consiguiente, solicitaron un día para disponerse a morir.

( Apiano en "Iberia" )


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