Tuvo siempre horror al título de señor, como si comportase oprobio
o injuria. Estaba un día en el teatro, y habiendo dicho un actor: ¡Oh, señor
bondadoso y justiciero!, todos los espectadores, aplicándole estas palabras,
aplaudieron con entusiasmo; contuvo en seguida con la mano y la mirada estas
bajas adulaciones, y a la mañana siguiente publicó un severo edicto
censurándolas. No permitió tampoco que sus hijos y nietos le diesen jamás este
nombre, ni seriamente ni en broma, prohibiéndoles además entre ellos este
género de lisonja. Procuraba no entrar en Roma o en cualquier otra ciudad, ni
salir de ellas, sino por la tarde o por la noche, para no molestar a nadie con
vanas ceremonias. Siendo cónsul iba ordinariamente a pie; cuando no lo era se
hacía llevar en litera descubierta. Los días de recepción admitía hasta a las
gentes del pueblo, y recibía con la mayor afabilidad las solicitudes que se le
dirigían; cierto día reconvino jovialmente a uno que temblaba al darle un
memorial, diciéndole que empleaba tanta precaución como para presentar una
moneda a un elefante. Los días de sesión en el Senado no saludaba a los
senadores sino en su sala y hasta sentados, nombrando a cada uno y sin que
nadie ayudase su memoria, y al marcharse se despedía de ellos de la misma
manera. Mantenía con muchos ciudadanos asiduo comercio de favores, y no dejó de
asistir a sus fiestas de familia hasta la vejez, después de haberle molestado
mucho un día la multitud en una fiesta de esponsales. El senador Galo Tirrino,
con quien no le unía ninguna amistad íntima, habiendo quedado ciego de repente,
quería dejarse morir de hambres fue él a verle, le consoló y le reconcilió con
la vida.
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