lunes, 13 de abril de 2020

CONSEJOS DE SÉNECA



Todo lo que me escribes y todo lo que de tu persona he oído me induce a esperar mucho de ti. No eres atolondrado ni te trasladas, inquieto, de un lugar a otro. Ese afán de vagabundear es señal de una mente enferma. Lo primero que denota una inteligencia serena es que pueda permanecer tranquila y demorarse consigo misma. Ten también en cuenta que la lectura de muchos libros y muchos autores de todo género pueden causar intranquilidad e inestabilidad. Hay ciertas obras inspiradas por el genio en las que debes detenerte y con las que deberías nutrir tu espíritu, si deseas sacar de ellas algo que se fije bien en tu mente. El hombre que está en todas partes no está en ninguna. Los que se pasan la vida viajando de acá para allá acaban por tener muchos conocidos con quienes pasar el rato, pero no amigos verdaderos. Lo mismo puede ocurrir si en lugar de estudiar a fondo a cierto hombre de genio pasas de una cosa a otra precipitadamente. Nada perjudica más a la salud que un constante cambio de remedios; ninguna herida se cicatriza si se cambian con frecuencia los vendajes, y no crecerá lozana la planta que se trasplante a menudo. Nada es tan provechoso que pueda hacer provecho de pasada. Una multitud de libros distrae la mente; puesto que no puedes leer los libros que tienes, es bastante que tengas los que puedas leer.

 

No hay por qué levantar las manos al cielo, ni hay por qué tratar de evitar al guardián del templo para poder acercarse a los oídos de la estatua, en la creencia de que así tendrás la seguridad de que tus ruegos serán oídos: Dios está junto a ti, está contigo, dentro de ti. Ten por seguro, Lucilo, que el hálito sagrado (que anima al Universo) alienta en nosotros, vigilando y protegiendo lo malo y lo bueno que tenemos en nosotros; como nosotros lo tratemos, así nos tratará a nosotros. Nadie es bueno sin la ayuda de Dios. ¿Puede alguien elevarse sobre la fortuna sin la protección de Dios?. Él es quien nos otorga el consejo que nos hace grandes, el consejo que es justo. Dios mora en todo hombre bueno, aunque no sepamos qué dios. Imagínate que te encuentras ante un espeso bosque de añosos árboles, extraordinariamente altos, que ocultan el cielo con sus tupidas ramas entrelazadas. La hondura del bosque, la escondida soledad, las densas y cerradas sombras que inspiran pavor, cuando todo en derredor está al descubierto, le hacen a uno presentir un poder divino. Una cueva sombría abierta en la rocosa ladera de una montaña, una cueva que no se ha hecho con las manos sino que ha sido excavada, con sus espaciosas dimensiones, por obra de la naturaleza, hará que tu corazón se sobrecoja de temor religioso… Suponte ahora que ves a un hombre sereno ante el peligro, inconmovible a los deseos, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, contemplando a los hombres desde un nivel superior, y a los dioses como iguales, ¿no sentirás un sentimiento de veneración?.  ¿No dirás: “esto es algo demasiado serio, grave y elevado para considerarlo del mismo orden que esa frágil figura corporal en que se encierra”?.  Un poder divino ha descendido sobre él; esta inteligencia preeminente, con tanto dominio de sí misma, que pasa ligeramente sobre todas las cosas sabiendo que nada valen, riéndose de nuestros temores y de nuestras esperanzas, está ciertamente dotada de un poder celestial. Una cosa tan grande no puede mantenerse firme sin el apoyo divino… Vive —con la parte más grande de su ser— en el cielo del cual desciende.


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