miércoles, 15 de abril de 2020

ALEJANDRO MAGNO, HIJO DE FILIPO II DE MACEDONIA


Filipo fue magnánimo en la victoria. Devolvió la libertad a  los  dos  mil  prisioneros  que había capturado y mandó a Atenas, como mensajeros de paz, a su hijo Alejandro, de dieciocho años,  que  se  había  cubierto de  gloria  en  Queronea  como  general   de  caballería,  y al más sagaz de los lugartenientes,  Antípater.  El diktat era sumamente  generoso:  Filipo pedía solamente que se le reconociese el mando de todas las fuerzas militares griegas contra el enemigo común persa. Los atenienses, que se esperaban algo mucho peor, aclamaron en él a un nuevo Agamenón. Y en la conferencia de Corinto todos los Estados que mandaron a sus representantes, menos Esparta, aceptaron unirse en una confederación copiada de la beocia,  comprometiéndose a suministrarle contingentes militares y a renunciar a las revoluciones.


¿Les empujó finalmente una necesidad  de  concordia y de unidad?.  Tal vez alguno lo advertía. Pero la mayoría esperaba solamente que el nuevo amo se embarcase lo más pronto posible en la aventura persa  y que posiblemente no volviese. Filipo estaba ya, en efecto, preparándola, cuando entre él y los persas se interpusieron dos adversarios inesperados: su esposa Olimpia y su hijo.


Olimpia era una princesa de  la  tribu  guerrera  de los molosos del Epiro que, a diferencia de las numerosas mujeres que él había desposado antes, no toleraba aparcerías. Filipo, al principio,  había  intentado un  experimento de  monogamia.  Pero  a  la  larga no tuvo éxito. Sus apetitos eran demasiado vigorosos para que una sola mujer, por muy bella y  ardiente como Olimpia, pudiese satisfacerlos. Ésta, después de haberle dado a Alejandro, había buscado consuelo en  los más desenfrenados ritos dionisíacos. Una noche Filipo la encontró dormida en el lecho al lado de una serpiente. Ella dijo que en  la  serpiente  se  encarnaba el dios Zeus —Ammón— y que éste era el verdadero padre de Alejandro.



 Filipo no protestó; aquel intrépido soldado que no tenía miedo a nadie, lo sentía atroz de su mujer.  Pero  buscó  compensación  en  otra  que le ahorrase las desleales competencias de los dioses. Cuando esta última estuvo encinta, uno de los generales macedonios, Átalo, propuso en un banquete un brindis para el  futuro  heredero  «legítimo»  (e  insistió en esta palabra). Alejandro, enfurecido, le tiró un cáliz al indiscreto, gritando; «¿Pues yo qué soy?. ¿Un bastardo?».  Filipo se lanzó espada en mano sobre su hijo, pero, de borracho que estaba, tropezó y se cayó.


«Mirad —le escarneció Alejandro—. ¡No se tiene en pie y quiere alcanzar el corazón de Asia!».


Pocos meses después,  otro  general,  Pausanias,  fue a pedir explicaciones por un insulto recibido  de Átalo. Y como Filipo no se las diera, le  asestó  una  puñalada, matándole. Nadie ha sabido nunca si lo hizo instigado por Alejandro, por Olimpia, o  por  los  dos. Como fuere, el testamento no se encontró. Y Alejandro fue aclamado sucesor por el Ejército, que le idolatraba. Contaba apenas veinte años.



Filipo, que le había querido de pequeño  con  un  amor en el que había también mucho de orgullo, le había dado los tres mejores maestros de la época: el príncipe moloso Leónidas para los músculos.  Lisímaco para la literatura  y  Aristóteles  para  la  Filosofía. El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético, lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memoria, la Iliada, de la cual llevóse  desde entonces  siempre consigo un ejemplar como libro de cabecera, y eligió como héroe preferido a Aquiles, de quien  decíase  que  descendía  Olimpia.  A  Aristóteles  le  escribía: «Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es de perfeccionar mi cultura.». Pero también a Leónidas el estoico le daba muchas satisfacciones con  su  maestría de jinete, de esgrimista y de cazador.  Le  invitaron a correr en las Olimpíadas. Respondió orgullosamente: «Lo haría si los demás concursantes fueran reyes.». Mas cuando supo que ninguno  lograba  domar al caballo Bucéfalo, acudió, montó  en  su  grupa  y  no se dejó desarzonar. «¡Hijo mío —gritó Filipo, extasiado—, Macedonia es demasiado pequeña para ti!». Otra vez, habiendo encontrado un león, le afrontó armado de  un  solo puñal en  un  duelo  «de  cuyo éxito —refirió un testigo— parecía depender la decisión de quién entre los dos había de ser el rey». De dónde sacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio y abstemio y solía decir que una  buena  caminata  le daba buen apetito para el desayuno, y un desayuno ligero buen apetito para la comida. Por esto, dice Plutarco, tenía el aliento y la piel tan fragantes.


Tal vez, al menos en parte, aquella increíble fuerza vital le derivaba de los reprimidos instintos sexuales. Sentimental y emotivo, pronto a llorar por una canción (tocó el arpa hasta que su padre se mofó de esta debilidad, y a partir de entonces  no  quiso  oír  más que marchas militares), Alejandro era, en asuntos de amor, un puritano. Se casó varias veces, pero por razones de Estado. Tuvo paréntesis de homosexualidad. Mas lo poco que hizo, fue siempre a hurtadillas, con el complejo  del  pecado,  y  abandonándose  a  la ira cada vez que los cortesanos le traían a casa o a la tienda jovenzuelos o prostitutas. Los inmensos  tesoros de su ternura los reservaba  para  los  amigos  y para sus soldados. Plutarco dice que, sobre una nadería, era capaz de escribir largas cartas a un amigo ausente.


Era muy supersticioso, por lo que en su Corte, que solía ser una tienda, rebosaba siempre de astrólogos y adivinos, sobre cuyas respuestas radactaba los planes de batalla o los modificaba. ¿Fue verdaderamente un gran general?. Desde el punto de vista estratégico y táctico, no resulta  que haya aportado ninguna variación a los conceptos de Filipo, que había sido verdaderamente el inventor de un nuevo arte militar. Ignoraba la geografía, no  quiso consultar jamás un mapa topográfico, y los reconocimientos los hacía solo, también porque esperaba siempre encontrar algún enemigo o alguna alimaña con  la  que  medirse. Más que un gran capitán a lo Aníbal  o  a lo  César, era un buenísimo comandante de regimiento, que, empuñando el arma, alcanzaba irresistibles victorias preparadas por el Estado Mayor que le dejó en herencia Filipo. Su valor no necesitaba de la excitación de la batalla. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que le ofrecía un purgante, una carta anónima que le  acusaba de estar al servicio de los persas  para envenenarle a él. Y sin aguardar el mentís, bebió la poción.


Un día, siendo chico, se había quejado a sus compañeros: «Mi padre quiere hacerlo todo él, y a nosotros no nos dejará nada importante que realizar.» Era su pesadilla. En cambio, cuando Filipo murió, nada de lo que había querido hacer había sido hecho, como demostró la inmediata secesión de todos los más importantes Estados griegos de la Confederación de Corinto. En Atenas, Demóstenes organizó fiestas de agradecimiento y propuso en  la  Asamblea  que  decretase un premio para el asesino Pausanias. Y  en  Macedonia hasta se urdieron complots para matar al  nuevo rey. Alejandro no hizo añorar a su padre en cuanto a energía. En un santiamén  desenmascaró  y  liquidó  a los conjurados y marchó contra los Estados  griegos, que no aguardaron su llegada para mandar de nuevo  sus representantes  a  Corinto  para  aclamarle  general y reconstituir la Confederación. Alejandro volvió  sobre sus pasos, atravesó las fronteras de Rumania, dominó allí una rebelión, penetró en Servia, deshizo el Ejército ilirio que se aprestaba a atacarle, y volvió a descender hasta Grecia, donde, habiendo cundido la noticia de su muerte, nuevamente todos habían hecho defección. En Tebas, la guarnición macedonia había sido degollada, y, en Atenas, Demóstenes había reorganizado su partido con el oro persa.


En Alejandro, la crueldad y la generosidad se alternaban imparcialmente. Tebas conoció la primera: todas sus casas fueron arrasadas en represalia, menos la de Píndaro. Atenas conoció la segunda. Alejandro, que tenía una debilidad  por  ella,  amnistió  a  todos,  hasta a los que hoy  se  llamarían  «criminales  de  guerra», empezando por Demóstenes.  Alimentaba  para con esta ciudad un complejo de inferioridad, herencia de sus estudios filosóficos y literarios. Una vez, a dos amigos atenienses que habían ido a verle a Pella, les preguntó señalando a sus conciudadanos: «Vosotros que venís de allá, ¿no tenéis la impresión de hallaros entre salvajes?». Y cuando, más tarde, fue  a  guerrear en Asia, después de cada victoria mandó  a  Atenas, para que adornase su Acrópolis, los tesoros  de  arte que habían caído en sus manos.


Naturalmente, por tercera vez, mas siempre con la misma sinceridad, los Estados griegos reconstituyeron la Confederación, con la esperanza  de  que finalmente él se decidiese a partir hacia  Oriente.  Por  lo  que  no le regatearon los veinte mil hombres que pidió de refuerzo a sus propios diez mil infantes y cinco mil jinetes. Con treinta y cinco mil hombres en total se aprestó, pues, a marchar contra el ejército de Darío, que contaba con un millón. Pero no  se  los  llevó  a todos consigo. Dejó un tercio  de  ellos  a  las  órdenes de Antípater en Grecia, pues ya  había  comprendido qué concepto había de tener  de  la  fidelidad  de  ésta. Y en 334 antes de Jesucristo, o  sea  dos  años después  de su advenimiento al trono, emprendió el camino para aquella especie de cruzada.


¿Es cierto que se  proponía  unir Asia  a  Europa  en un único reino y refundirlo en la civilización griega?. Alejandro es uno de los personajes que más han cos- quilleado la fantasía de biógrafos y  novelistas,  cada uno de  los  cuales  ha  acabado  prestándole  las  ideas e intenciones propias. Quisiera poner en guardia  de esos árbitros a los lectores.  Alejandro  no  sabía  qué era el Asia por la sencilla razón  de  que en aquel tiempo nadie lo sabía. Y,  de  haberlo  sabido, no  creo que se hubiese propuesto conquistarla y someterla con veintitrés mil hombres. En aquel momento no estaba aún tan loco como para acometer semejante empresa.


Yo creo que sus verdaderos móviles  se deben deducir de la ceremonia con que coronó la primera etapa. Mientras que sus hombres  embarcaban para Abidos, en el Helesponto, él desembarcaba en el cabo Sigeo, donde la Iliada decía que Aquiles había  sido  sepultado. Alejandro cubrió de flores  la  que era considerada como la tumba del héroe, y se puso a correr desnudo en torno a ella gritando: «¡Afortunado Aquiles, que fuiste querido por un amigo tan fiel  y  celebrado por un gran poeta!».


Esto es. Lo que movió a  Alejandro  contra Asia no fue un plan estratégico ni político. Fue un sueño de gloria detrás del cual corrió durante once años, sin despertar.

( Indro Montanelli )


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