Filipo
fue magnánimo en la victoria. Devolvió la libertad a los
dos mil prisioneros que había capturado
y mandó a Atenas,
como mensajeros de paz, a su hijo Alejandro, de dieciocho años, que se había cubierto de gloria en Queronea como
general de caballería, y al más sagaz de los lugartenientes, Antípater. El diktat era sumamente generoso:
Filipo pedía solamente que se le reconociese el mando de todas las fuerzas militares griegas contra el enemigo común persa. Los atenienses, que se esperaban algo mucho peor, aclamaron en él a un nuevo Agamenón. Y
en la conferencia de Corinto
todos los Estados que mandaron a sus representantes, menos Esparta, aceptaron unirse en una confederación copiada de la beocia, comprometiéndose a suministrarle contingentes militares y a renunciar a las revoluciones.
¿Les empujó finalmente una necesidad de concordia y de unidad?. Tal vez alguno lo advertía. Pero
la mayoría esperaba solamente que el nuevo amo se embarcase lo más pronto posible en la aventura persa y que posiblemente no
volviese. Filipo estaba ya, en efecto, preparándola, cuando entre él y los persas se interpusieron dos
adversarios inesperados: su esposa Olimpia
y su hijo.
Olimpia era una princesa de la tribu
guerrera de los molosos del Epiro que, a diferencia de las numerosas mujeres que él había desposado antes, no toleraba aparcerías. Filipo, al principio, había intentado un experimento de monogamia. Pero a la larga no tuvo éxito. Sus apetitos eran demasiado vigorosos para que una sola mujer, por muy bella y ardiente como Olimpia, pudiese satisfacerlos. Ésta,
después de haberle dado a Alejandro, había buscado consuelo en los más desenfrenados ritos dionisíacos. Una noche Filipo la encontró dormida en el lecho al lado de una serpiente. Ella dijo que en la serpiente se encarnaba el dios Zeus —Ammón— y que éste era el verdadero padre
de Alejandro.
Filipo no protestó; aquel
intrépido soldado que no tenía miedo a nadie, lo sentía atroz de su mujer. Pero buscó
compensación en otra que le ahorrase las desleales competencias de los dioses. Cuando esta última estuvo encinta, uno de los generales macedonios, Átalo, propuso en un banquete un brindis para el futuro heredero «legítimo» (e
insistió en esta palabra). Alejandro,
enfurecido, le tiró un cáliz al indiscreto,
gritando; «¿Pues yo qué soy?. ¿Un bastardo?». Filipo se lanzó espada en mano sobre su hijo, pero, de borracho que
estaba, tropezó y se cayó.
«Mirad —le escarneció
Alejandro—. ¡No se tiene en pie y quiere alcanzar el corazón de Asia!».
Pocos meses después, otro general, Pausanias, fue a pedir explicaciones por un insulto recibido de Átalo. Y como Filipo no se las diera, le asestó una puñalada, matándole.
Nadie ha sabido nunca si lo hizo instigado por Alejandro, por Olimpia, o por los dos. Como fuere, el testamento no se encontró. Y Alejandro fue aclamado sucesor por el Ejército, que le idolatraba.
Contaba apenas veinte años.
Filipo, que le había querido de pequeño con un
amor en el que había también mucho de orgullo, le había dado los tres mejores maestros de la época: el príncipe moloso
Leónidas para los músculos. Lisímaco para la literatura y Aristóteles
para la Filosofía. El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético,
lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memoria, la Iliada, de
la cual llevóse desde entonces siempre consigo un ejemplar como libro de cabecera, y
eligió como héroe preferido a Aquiles, de quien decíase que descendía Olimpia. A Aristóteles le escribía: «Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es de perfeccionar mi cultura.». Pero también a Leónidas el estoico le daba muchas satisfacciones con
su maestría de jinete, de esgrimista y de cazador. Le invitaron a correr en las Olimpíadas. Respondió orgullosamente: «Lo haría si los demás concursantes fueran reyes.». Mas cuando supo que ninguno lograba domar al caballo Bucéfalo, acudió, montó en su grupa y no se dejó desarzonar. «¡Hijo mío —gritó Filipo,
extasiado—, Macedonia es demasiado pequeña para ti!». Otra vez, habiendo encontrado
un león, le afrontó armado de un solo puñal en un duelo «de cuyo éxito —refirió un testigo— parecía depender la decisión de quién entre los dos había de ser el rey». De dónde
sacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio y abstemio y solía decir que una buena caminata le daba buen apetito para el desayuno, y un desayuno ligero buen apetito para la comida. Por esto, dice Plutarco,
tenía el aliento y la piel tan fragantes.
Tal vez, al menos en parte, aquella
increíble fuerza vital le derivaba de los reprimidos instintos sexuales. Sentimental y
emotivo, pronto a llorar por una
canción
(tocó el arpa hasta que su padre se mofó de esta debilidad, y a partir de entonces no quiso oír más que marchas militares), Alejandro era, en asuntos de amor, un puritano. Se
casó varias veces, pero por razones de Estado. Tuvo paréntesis de homosexualidad. Mas lo poco que hizo, fue siempre a hurtadillas, con el complejo del pecado, y abandonándose a la ira cada vez que los cortesanos
le traían a casa o a la tienda jovenzuelos
o prostitutas. Los inmensos tesoros de su ternura los reservaba para los amigos y para sus soldados. Plutarco dice
que, sobre una nadería, era capaz de escribir
largas cartas a un amigo ausente.
Era
muy supersticioso, por lo que en su Corte, que solía ser una tienda, rebosaba siempre de astrólogos y adivinos, sobre cuyas respuestas radactaba
los planes de batalla o los modificaba. ¿Fue verdaderamente un gran general?. Desde el punto de vista estratégico y táctico, no resulta que haya aportado ninguna variación
a los conceptos de Filipo, que había sido verdaderamente el
inventor de un nuevo arte militar. Ignoraba la geografía, no quiso consultar jamás
un mapa topográfico, y
los reconocimientos los hacía solo, también porque esperaba siempre encontrar algún enemigo o alguna alimaña con la que medirse. Más que un gran capitán a lo Aníbal o a
lo César, era un buenísimo comandante de regimiento, que, empuñando el arma, alcanzaba irresistibles victorias preparadas por el Estado Mayor que le dejó en herencia Filipo. Su valor no necesitaba de la excitación de
la batalla. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que le ofrecía un
purgante, una carta anónima que le acusaba de estar al servicio de los persas para envenenarle a él. Y sin aguardar el mentís, bebió la poción.
Un día, siendo chico, se había quejado a sus compañeros: «Mi padre quiere hacerlo todo él, y a nosotros no nos dejará nada importante que realizar.» Era
su pesadilla. En cambio, cuando Filipo
murió, nada de lo que había querido hacer había sido hecho, como demostró la inmediata secesión de todos los más importantes Estados griegos de la Confederación de Corinto. En Atenas, Demóstenes
organizó fiestas de agradecimiento y propuso en la Asamblea
que decretase un premio para el asesino Pausanias. Y en Macedonia hasta se urdieron complots para matar al nuevo rey. Alejandro no
hizo añorar a su padre en cuanto a energía. En un santiamén desenmascaró
y
liquidó a los conjurados y marchó contra los Estados griegos,
que no aguardaron su llegada para
mandar de nuevo sus representantes a Corinto para aclamarle general y reconstituir la Confederación. Alejandro volvió sobre sus pasos, atravesó las fronteras de Rumania, dominó allí una rebelión, penetró en Servia,
deshizo el Ejército
ilirio que se aprestaba a atacarle, y volvió a descender hasta Grecia, donde, habiendo cundido
la noticia de su muerte, nuevamente todos habían hecho defección. En Tebas, la guarnición macedonia había sido degollada, y, en Atenas, Demóstenes había reorganizado su partido con el oro persa.
En Alejandro, la crueldad y la generosidad se alternaban
imparcialmente. Tebas
conoció la primera: todas sus casas fueron arrasadas en represalia, menos
la de Píndaro. Atenas conoció la
segunda. Alejandro,
que tenía una debilidad por ella, amnistió a todos, hasta a los que hoy se llamarían «criminales de guerra», empezando por Demóstenes.
Alimentaba para con esta ciudad un complejo de inferioridad,
herencia de sus estudios filosóficos
y literarios. Una
vez, a dos amigos atenienses que habían ido a verle a Pella, les preguntó señalando
a sus conciudadanos: «Vosotros que venís de allá, ¿no tenéis la impresión de hallaros entre salvajes?». Y cuando, más
tarde, fue a guerrear en Asia, después de cada victoria mandó a Atenas, para que adornase su Acrópolis, los tesoros de arte que habían caído en sus manos.
Naturalmente,
por tercera vez, mas siempre con la misma sinceridad, los Estados griegos reconstituyeron la Confederación, con la esperanza de que finalmente él se decidiese a partir hacia Oriente. Por lo
que no le regatearon los veinte mil hombres
que pidió de refuerzo a sus propios diez mil infantes y cinco mil jinetes. Con treinta y cinco mil hombres en total se aprestó, pues, a marchar contra el ejército de Darío, que contaba con un millón. Pero no se los llevó
a todos consigo. Dejó un tercio de ellos a las órdenes de Antípater en Grecia, pues
ya
había comprendido qué concepto había de tener de
la fidelidad de
ésta. Y en 334 antes de Jesucristo, o sea
dos años después de su advenimiento al trono, emprendió el camino para aquella especie de cruzada.
¿Es
cierto que se proponía unir Asia a Europa en un único reino y refundirlo en la civilización
griega?. Alejandro es uno de los personajes que más han cos- quilleado la fantasía de biógrafos y novelistas, cada uno de los cuales ha acabado
prestándole las ideas e intenciones propias. Quisiera poner en guardia de esos árbitros a los lectores. Alejandro no sabía qué era el Asia por la sencilla razón de que en aquel tiempo nadie lo sabía. Y, de haberlo sabido, no creo que se hubiese propuesto conquistarla y someterla con veintitrés
mil hombres. En aquel momento no estaba aún tan loco como para acometer semejante empresa.
Yo creo que sus verdaderos móviles se deben deducir de la ceremonia con que coronó la primera etapa. Mientras que sus hombres embarcaban para Abidos,
en el Helesponto, él desembarcaba en el cabo Sigeo, donde la Iliada decía que Aquiles había sido sepultado. Alejandro
cubrió de flores la
que era considerada como la tumba del héroe, y se puso a correr desnudo en torno a ella gritando: «¡Afortunado Aquiles, que fuiste querido por un amigo tan fiel y celebrado por un gran poeta!».
Esto
es. Lo que movió a Alejandro contra Asia no fue un plan estratégico ni político. Fue un sueño de gloria detrás
del cual corrió durante once años, sin despertar.
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