lunes, 13 de abril de 2020

ALCÍBIADES


 

Tal vez aquella paz, aun sin  durar cincuenta años, que tales eran las intenciones de los contratantes, hubiese durado empero un poco más de seis, como aconteció, de no haber llevado el nombre de Nicias. Era éste el vástago de una dinastía de encumbrado linaje y, como todos sus colegas del partido conservador, había desaprobado vivamente la guerra contra Esparta, ciudad en la que todos los reaccionarios de Grecia veían un modelo que  imitar.  Era también uno de los pocos aristócratas ricos. Incluso, al parecer, su patrimonio era, con el de Calias, el más fuerte de Atenas; se evaluaba en quinientos millones de liras, casi todos empleados en esclavos, que él alquilaba en cuadrillas a los administradores de las minas.

 

Este comercio, que a nosotros nos parece  odioso, pero que en aquellos tiempos era considerado mondísimo, no impedía en absoluto a Nicias pasar por hombre piadoso, devotísimo de los  dioses,  para  los  que no transcurría día sin que él hiciese algo. Ora  dedicaba una estatua de Atenea, ora una parte de su patrimonio a Dionisio, financiando como corego los más suntuosos espectáculos en su honor. Para cada mínimo acto que cumplir, consultaba  al numen competente y le pagaba la respuesta con ex votos costosos.  Nunca habla salido de casa con el pie izquierdo. Inscribía palabras mágicas en las paredes de su morada para protegerla de los incendios. Los días nefastos (pongamos el martes y el viernes) jamás había  iniciado ninguna empresa. Para  cortarse  el  pelo  esperaba la luna llena. 


Cuando el vuelo de los pájaros indicaba mal tiempo, pronunciaba la fórmula de conjuro y la repetía veintisiete veces. Organizaba y pagaba de su bolsillo procesiones para la cosecha. Abandonaba el Senado si oía el chillido de un ratón. Se tapaba  los oídos a cada palabra de sonido funesto. A cada muerto de su familia, que siendo antigua habían de ser muchos, le dedicaba una ceremonia especial, invocando por el nombre a cada uno de  ellos a  cada bocado que engullía; tantos muertos, tantos bocados; tantas muertas, tantos tragos. Es más,  comía  incluso  con  una tablilla ante los ojos en  la  cual  estaban  escritos los nombres de todos sus antepasados, para no  olvidar a ninguno; y a medida que honraba  a uno, tachaba el nombre con tiza, eructaba en señal de saludo y pedía otro servicio. Después de lo cual, como democristiano ejemplar, alquilaba  otro rebaño  de  esclavos y se ganaba otra propinilla de millones.

 

Para combatir a un hombre semejante, cargado de dinero y a quien el  resultado  ruinoso  de  la  guerra  a la cual él siempre se habla opuesto, había terminado dándole la razón, su adversario Alcibíades,  aun  cuando aristócrata también, no tenía más que un medio: tomar la sucesión ideológica de Pericles al frente del belicoso partido demócrata  y  tratar  de  desacreditar  la obra «distensiva», aquello que hoy se llamaría el«espíritu de Munich», del partido conservador.

 

Alcibíades no tenía dinero. Y no podía ni menos ufanarse de contar con la  protección  de  los  dioses, con los cuales se mostraba muy irrespetuoso. Pero en compensación poseía un blasón, la belleza, el espíritu,  el valor y la insolencia. Hijo de una prima de  Pericles, se había criado en casa  de  éste,  quien,  seducido  por la exuberancia y la genialidad del muchacho, había tratado de disciplinar sus  dotes  y  de  orientarle  hacia el bien. En vano. Egocéntrico y extravertido, Alcibíades, con tal de causar sensación y  hacer carrera, no reparaba en los medios. Cierto que más por ambición que por patriotismo se había batido como un héroe contra los espartanos, primero en Potidea  y luego en Delios, si bien algunos dijesen que el verdadero autor de las hazañas que se le  atribuían había sido Sócrates, que le quería con un amor sobre cuya naturaleza tal vez es mejor no hacer indagaciones.

 

Alcibíades formaba parte del grupo de jóvenes intelectuales que el Maestro ejercitaba  en  el  arte  sutil de razonar, pero de vez en cuando se alejaba para ir detrás de prostitutas  y  mozalbetes  de  equívoca  fama y entonces Sócrates perdía la  cabeza,  cuenta  Plutarco, y se ponía a buscarle como a un esclavo fugitivo. Después Alcibíades volvía, lloraba de arrepentimiento más o menos fingido en los brazos del viejo, que se lo perdonaba en seguida, y preparaba otra de las suyas. 


Un día se encontró con Hipónaco, que era uno de los más ricos jefes conservadores  y,  por una apuesta,  le abofeteó. Al día siguiente se presentó en su casa, se desnudó y se echó a los pies del ofendido suplicándole que le azotase en castigo. El pobre hombre, en vez  de un buen par de vergajazos  le  dio  por  esposa  a  su  hija Hipareta, el mejor partido de  Atenas,  con  una dote de veinte talentos. Alcibíades los disipo inmediatamente en un palacio y una cuadra de caballos de carrera con los que, en el derby de Olimpia, ganó los premios primero, segundo y cuarto.

 

Atenas estaba loca con él. Adoptó, como en Inglaterra, el vicio del tartamudeo, porque él era ligeramente tartamudo, y se dejó imponer la moda de ciertos zapatos sólo porque él la lanzó. Nesesitando siempre dinero para su desenfrenado lujo, se lo hacía regalar hasta de las hetairas más famosas. Y para mostrar que ninguna mujer  se  le  resistía, hizo  grabar en su escudo de oro un Eros con el rayo en la mano. Entre otras cosas, quiso una flotilla de trirremes para su uso particular. Y de una de ellas hizo su garconniere flotante, con una tripulación formada de músicos. Un día, Hipareta huyó de casa y le citó ante  los  tribunales para divorciarse. Él acudió y, delante de los jueces, la raptó. La pobre mujer aceptó su  hado  de esposa engañada, sufrió en  silencio  las  humillaciones  que él le infligió y poco después murió de pena.

 

Ahora bien, este extraordinario y turbulento personaje, violador de leyes y de  mujeres,  seductor  no  tan sólo de corazones femeninos, sino también de masas electorales, era partidario de la guerra porque la guerra significaba un atajo para sus ambiciones, y detestaba la paz porque llevaba el nombre de  Nicias.  La Constitución no  le  permitía,  ni  siquiera  cuando fue elegido arconte, denunciar el tratado. Pero él, aun respetándolo formalmente, se dio a fomentar ocultamente una coalición contra Esparta, que Atenas armó sin participar en ella y que fue severamente derrotada en Mantinea en -418. Poco después mandó una flota a Milo, que  se  había rebelado, hizo  condenar a muerte  a todos los adultos varones, deportar como esclavas a las mujeres y a los niños, y entregar los bienes a quinientos colonos atenienses. 


A la sazón, el partido demócrata y las clases industriales y  comerciales  que le sostenían y financiaban volvían a levantar cabeza e hicieron de él uno  de  los  diez  generales entre  los que se dividía el mando de las fuerzas armadas. Plutarco cuenta que, al oír aquella noticia,  Timón,  un viejo misántropo que odiaba a los  hombres y gozaba con sus calamidades, se frotó las manos de contento. Poniendo a contribución toda su tortuosa diplomacia, Alcibíades se dedicó a  convencer  a los atenienses de que el único modo de recuperar el perdido prestigio y reconstruir un Imperio,  era conquistar Sicilia. Se ofrecía un buen pretexto. La ciudad  jonia de Lentini había mandado de embajador en  Atenas a  Gorgias para solicitar  ayuda  contra  la  doria  Siracusa que quería anexionársela. Nicias suplicó  a la  Asamblea que rechazase la propuesta. Alcibíades la avaló, seguro de recibir el mando de la expedición, y la hizo aprobar.

 

Mas el azar se entremetió. Una noche, mientras hacían los preparativos, las estatuas del dios Hermes fueron impíamente mutiladas. Se ordenó  una  encuesta para indagar las responsabilidades de aquel sacrilegio. Y las sospechas recayeron sobre Alcibíades,  que tal vez no tenía nada que ver y era solamente la víctima de una maquinación de los conservadores para evitar la guerra. Él solicitó un proceso. Pero en espera de que fuese celebrado, el mando de la expedición fue confiado a Nicias, es decir, a quien no la quería.

 

Nicias había sido ya general en la guerra contra Corinto. Había ganado su batalla. Pero, mientras volvía a Atenas, recordó haber dejado insepultos a dos soldados suyos y  volvió  atrás, pidiendo humildemente a los vencidos que le permitieran inhumar los dos cadáveres. Los atenienses se habían reído un poco de tanta santurronería; pero después de la afrenta a Hermes, querían estar seguros de que su comandante fuese  querido  por  los  dioses  y  por  eso  le  eligieron  a él.

 

Antes de aceptar, Nicias, como de costumbre, consultó a los oráculos y hasta mandó emisarios a Egipto para interrogar a Ammón, el cual dijo que sí. Suspirando y  poco  convencido,  el  mojigato  general  dio la señal de partida. En el último  momento  recordó  que estaban en la nefasta Plinterias, como quien dice martes y trece; pero era demasiado tarde para  revocar la orden. La noticia de que los cuervos estaban picoteando la estatua de Palas —otro  signo  siniestro— acabó por ponerle tan nervioso que aquel día, por primera vez, salió de casa con el  pie  izquierdo. Para congraciarse de nuevo con el  cielo,  durante  todas aquellas semanas de navegación ordenó ayunos y preces a sus soldados que desembarcaron en la costa sícula desmoralizados  y  debilitados.  Siracusa pareció en seguida  como  de  difícil  conquista.  Y  el  cielo se ensañó con los sitiadores descargando lluvias torrenciales. Nicias pasaba el tiempo, rezando a los dioses, que le respondieron mandándole una epidemia. Por fin, espantado, decidió abandonar la empresa y reembarcar el ejército. Mas precisamente en aquel momento hubo un eclipse de luna, que los augures lo interpretaron como una orden celeste de aplazar la partida por «tres veces nueve días», o sea veintisiete días.

 

Habiendo comprendido finalmente con quién se las habían, los siracusanos efectuaron una  salida nocturna, asaltaron la flota ateniense y le pegaron fuego. El gazmoño general se batió como un bravo  soldado. Fue capturado vivo por los siracusanos y pasado  por las armas inmediatamente junto con todos los demás prisioneros, menos aquellos que —como hemos dicho— sabían recitar de memoria algún verso de Eurípides.

 

Como buenos germánicos, los dorios de Siracusa sentían tanta pasión por la sangre como por el arte y tenían igualmente fácil la horca y el «sentimiento».

( Indro Montanelli )


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