César eligió la
Galia porque era el lugar que, con más probabilidad, podría ofrecerle riquezas
y triunfos. No dejó escapar ninguna oportunidad de hacer la guerra, por injusta
y peligrosa que fuese. Obligó a los galos al pago de un tributo anual de
cuarenta millones de sestercios. Fue el primero que, tras tender un puente,
atacó a los germanos al otro lado del Rin y consiguió sobre ellos señaladas
victorias. Con el dinero que obtenía de los enemigos inició la construcción de
un foro. Prometió al pueblo espectáculos y festines. Duplicó a perpetuidad la
soldada de las legiones. En la Galia saqueó los altares y los templos de los
dioses; esta conducta le proporcionó mucho oro que hizo vender en Italia.
Durante su primer consulado robó del Capitolio tres mil libras de peso en oro y
lo sustituyó con igual cantidad de cobre dorado. Era muy diestro en el manejo
de las armas y caballos y siempre dirigió a su ejército, algunas veces a
caballo y con más frecuencia a pie. Nunca dejó que su ejército sufriera
emboscadas. Castigaba con severidad a los desertores. A veces, tras una batalla
y una gran victoria, dejaba a sus tropas que se divirtieran. Se sentía tan
unido a sus soldados que, cuando un grupo de ellos era masacrado, se dejaba
crecer la barba y el cabello y no se los cortaba hasta vengar su derrota.
Prosiguió hasta el Rubicón, que era el límite de su provincia y donde le
esperaban sus cohortes. Se detuvo unos momentos, reflexionando sobre las
consecuencias de su empresa y luego dijo: "Todavía podemos retroceder,
pero si cruzamos el puentecillo todo habrán de decirlo las armas". Un
prodigio le decidió; entonces César dijo: "Marcharemos a donde nos llaman
los signos de los Dioses y la iniquidad de los enemigos. La suerte está
echada". En cuanto se sentó en el Senado, le rodearon los conspiradores
con el pretexto de saludarle. Entonces Cimber Telio, que se había
encargado de comenzar, se le acercó como para dirigirle un ruego, le cogió de
la toga por ambos hombros y entonces otro, que se encontraba a su espalda, lo
hirió algo más abajo de la garganta. César le cogió el brazo e intentó
levantarse pero un nuevo golpe le detuvo. Viendo entonces puñales
levantados por todas partes, se tapó la cabeza con la toga. Recibió
veintitrés heridas y solo a la primera lanzó un gemido, sin pronunciar una sola
palabra. Sin embargo, algunos escritores cuentan que, al ver acercarse a Bruto,
le dijo en lengua griega: "¡Tú también hijo mío!". Murió a los
cincuenta y seis años de edad, el día de los idus de marzo.
( Suetonio en
"Vida de los doce Césares" )
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