miércoles, 18 de marzo de 2020

POETISA SAFO DE LESBOS



Mitilene, en la pequeña isla de Lesbos, de la cual convirtiéndose en capital, era famosa por sus comercios, por sus vinos y por sus terremotos. También ella comenzó, como todos los demás  Estado helénicos, por una monarquía que después se convirtió en oligarquía aristocrática, hasta que una coalición de burgueses y propietarios la derribó instaurando la democracia a través de acostumbrado dictador. Este fue Pitaco, que después tuvo el honor  de verse alineado al lado de Solón en la lista de los Siete Sabios. Era un hombre tosco, valeroso, honesto y animado de las mejores intenciones, pero sin demasiados escrúpulos en la elección de los sistemas para realizarlas. No se limitó a echar a los patricios del  poder; les echó del país, mandando muchos de ellos al destierro. Y entre éstos, también a dos poetas uno varón, Alceo; y otro hembra, Safo.

 

Por lo que respecta a Alceo, no vacilamos en creer que subsistiesen buenos motivos políticos. Era  un joven aristócrata, turbulento y fanfarrón, con cierto talento para el libelo y la calumnia, una especie de «escuadrista» a  lo  Malaparte.  Caminaba  abombando el pecho y no perdía ocasión para impresionar a la gente. Pero, como siempre ocurre a los petulantes, cuando se trató de combatir  de  veras  y  de  arriesgar el pellejo, tiró el escudo, echó a correr y no volvió a encontrar su valor más que para componer una poesía loando sus propias gestas y presentándolas como manifestación de sensatez y de modestia.

 

El exilio le favoreció porque, haciéndole evaporar de la cabeza sus  ambiciones  políticas, le dio su verdadera dimensión, obligándole a aceptar su propia naturaleza: que no era la de un hombre de  Estado,  legislador o guerrero, sino la de un archiliterato más construido para exaltar las empresas  ajenas  que  para llevar a cabo las propias.  Era  un  virtuoso  de  la poesía e inventó una métrica personal, que más tarde fue precisamente llamada  «alcaica»  por  su  nombre. Y probablemente habría pasado a  la posteridad como el más grande poeta de su tiempo —el tercero después de Homero y de Hesíodo—, si no hubiese tenido la desventura de ser contemporáneo  de  su  compañera por parte de política y de exilio: Safo.

 

De esta  curiosa  y  fascinante  mujer  que  se  asomó a la celebridad como una especie de  Francoise  Sagan de hace dos mil quinientos años, Platón escribió: «Dicen que  hay  nueve  Musas.  ¡Los  desmemoriados!. Han olvidado la  décima:  Safo  de  Lesbos.»  Y  Solón, que había conservado la  nostalgia  de la poesía porque era la única cosa qué no había conseguido hacer, cuando su sobrino Esecéstides le hubo leído una de aquélla, exclamó; «¡Ahora puedo incluso morir!».  Ella era la «poetisa» por  antonomasia,  como  Homero  era por        antonomasia          «el poeta».

 

Había nacido a fines del siglo VII antes de Jesucristo, al parecer en -612, en Ereso, una  pequeña ciudad cercana a la capital. Pero sus padres, que eran nobles y acomodados, la llevaron de pequeña a Mitilene, precisamente en el momento en que Pitaco iniciaba allí su afortunada carrera. ¿Estuvo ella verdaderamente implicada en la conjura para derrocar al dictador?. Nos parecería un poco  extraño.  Por  bien que perteneciese a un ambiente noble donde las mujeres contaban algo y no  tenía  que  ocuparse  tan  solo en la lana que tejer y en los platos que aderezar —como sucedía en la burguesía y más aún en el proletariado—, ello no nos sugiere la idea de una intrigante política. Sus ambiciones debían  de  ser  muy otras y de carácter más femenil.

 

No parece que fuese  muy  bella.  Frágil  y  menuda de cuerpo, semejaba un carboncillo encendido por mor de la piel, el pelo y los negrísimos ojos. Mas, como todos los carboncillos encendidos, ardía ante cualquiera que se le acercase. Tenía,  en  suma,  aquello  que  hoy se llama sex-appeal y aquella falta de cerebro y de sensatez que en las mujeres y los niños constituye una fascinación irresistible. Ella misma se proclamaba «una cabecita casquivana» y reconocía tener «un corazón infantil». Y aun esto no nos permite verla  como una Aspasia o una Cornelia.

 

Más que la política fue  sin  duda  la  moralidad  lo que aconsejó  a  Pitaco  determinarse  a  confinarla  en  la vecina ciudad de  Pirra.  El  dictador  era,  como todos los dictadores, austero, y Safo debía de haber cometido algún estropicio, no obstante la digna y vagamente retórica respuesta que había dado a Alceo, quien le escribió  una  carta  galante,  lamentando  que el pudor le impidiese decirle lo que quería decirle. «Si tus deseos,  Alceo,  fuesen  puros  y  nobles  y  tu  lengua adecuada para expresarlos, ningún recato te impediría hacerlo.» Pero se trataba de literatura, entre dos que sabían que sus escritos llegarían a la posteridad. Pues Alceo, en realidad, de recato tenía poco. Y Safo, ninguno. Él compuso aún algunos versos más en  honor de ella, que no  le contestó. Y todo  acabó ahí.  Por lo demás, los poetas no suelen casarse entre sí. Se limitan a odiarse de lejos.

 

Apenas había regresado del exilio en Pirra, cuando Pitaco la echó, de nuevo, esta vez a Sicilia. Pero aquí casó con un industrial rico, como sucede a las  «divas» de todos los tiempos, que eligen por marido a un caballero millonario. Y tuvo una niña; «que  no cambiaría —escribió— por toda la Lidia y ni siquiera por la adorable Lesbos». El industrial, después de habérsela dado, cumplió también con el postrero de sus deberes de buen marido: la dejó viuda y dueña de toda su hacienda. «Necesito del lujo  como  del  sol»,  reconoció ella lealmente.  Y  volvió  a  gozar  de  uno  y  otro en Lesbos, adonde después de cinco años de confinamiento pudo regresar rica y sin compromisos conyugales.



Disfrutó de ello ampliamente a lo que parece. Primeramente; además de la hijita, dedicóse con maternal afecto al hermanito Carasso. Mas éste la decepcionó enamorándose de una cortesana egipcia. Safo, emotiva y mujer  que  era,  tuvo  un  ataque  de  celos,  le arañó y no quiso volver a  verle.  Después  instituyó un colegio para muchachas en el que se inscribieron desde el principio todas las de la mejor sociedad de Mitilene. Ella las llamaba «hetairas», o sea, «compañeras», les enseñaba música, poesía y danza, y fue, según parece, una maestra incomparable. Pero luego comenzaron a cundir extraños rumores sobre, las costumbres que ella introdujo en aquella  escuela.  Y  un día los padres de una hetaira llamada Atti acudieron, con el rostro ensombrecido a llevarse a su hijita, que  era justamente la preferida de la maestra.

 

Esta desdicha de Safo fue, para la poesía, una gran suerte, pues el dolor de la separación inspiró a la poetisa algunos de los mejores versos  de  la  lírica  de  todos los tiempos. El Adiós a Atti sigue siendo un modelo por la sinceridad de la inspiración y la sobriedad de la forma, y demuestra que —desgraciadamente—  para  la  buena  poesía  no  son  necesarios en absoluto los buenos sentimientos. En su «agridulce tormento», como ella lo llamó, cada cual puede reconocer los propios.

 

Como sucede con frecuencia a las pecadoras,  Safo tuvo una vejez muy  decorosa  y  casi  edificante.  Según una leyenda, creída y recogida  hasta por Ovidio, ella recomenzó a amar a los hombres, perdió la cabeza por  el  marino  Faón  y,  no   correspondida  por  éste, se mató precipitándose desde un peñón de  Léucade. Pero parece ser que la heroína de  esta  tragedia  fue  otra Safo, una cortesana. Un fragmento de  sus  prosas, descubierto en Egipto, nos  la  presenta  en  cambio muy diferente y serenamente resignada. Es su respuesta a una petición de matrimonio:  «Si  mi  pecho pudiese aún dar jugo y mi regazo frutos, me encaminaría sin temblar hacia un nuevo tálamo. Pero el amor ha  grabado  ya  demasiadas  arrugas  en  mi  piel y el amor ya no me acosa más con la fusta de sus exquisitas penas.» Y en otra frase, difundida a  los siglos; «Irremediablemente, como la noche estrellada sigue al rosado ocaso, la muerte sigue a toda cosa viviente, y al final la arrebata.»

 

Por razones morales la posteridad fue  severa  para con Safo. Hace novecientos  años, la  Iglesia condenó a la hoguera su obra, reunida en nueve volúmenes. Fue por casualidad, a fines del siglo pasado, que dos arqueólogos ingleses descubrieron en Oxicorrinco algunos sarcófagos envueltos en tiras de pergamino, en una de las cuales  eran aún legibles  seiscientos versos  de Safo.

 

Es todo lo que nos queda de ella, pero basta para catalogarla entre los más grandes poetas,  acaso  el más grande, del siglo VI, como por los demás la consideraron unánimemente sus contemporáneos y, lo que es más extraño, hasta sus rivales. Entre estos últimos los había de buena calidad, como Mimnermo.  Pero acaso el único que puede parangonársele fue Anacreonte, excelente artesano de la rima, pero carente del apasionamiento y del ímpetu lírico que constituyen el hechizo de Safo. Anacreonte era un poeta de la Corte, a quien le agradaba estar entre señores y hacerse mantener. Nació en Teo y cuidó sobre todo de  vivir bien.  Lo consiguió, pues vivió hasta los ochenta  y  cinco años,  y  seguramente  hubiese  llegado  a  los  cien  si  un gajo de uvas no se le hubiese atragantado, ahogándole. Para evitarse disgustos no se comprometió jamás en nada: ni en política, ni en amor. Pero precisamente esto impide a su poesía  meterse  dentro de la piel de sus lectores. Está magníficamente construida desde el punto de vista métrico. Y ha constituido un modelo: precisamente el de las odas «anacreónticas». Mas a diferencia de Safo, que pagó con exceso toda inspiración con goces  y  tormentos  extenuadores,  para  Anacreonte  la  poesía  fue  sobre   todo,   si no únicamente, un oficio. Como Vincenzo Monti, escribía con facilidad, comía con apetito, bebía en abundancia y no  tenía  problemas  sentimentales  ni  casos de conciencia.

 

Dícese que de viejo se enamoró en serio y que aprendió a conocer el sufrimiento de  los  celos.  Pero era ya demasiado tarde para renovar en él su musa ligera, cuyo egoísmo le había impedido el calar hondo en los sentimientos humanos.


( Indro Montanelli )



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