Venerables padres de la patria,
miembros del Senado de Roma, hace varios meses hablé en esta Cámara de un gran
mal que existía entre nosotros... el mal del ager publicus. Hoy quiero hablar
de otro mal mucho peor que el ager publicus. Un mal que si no lo erradicamos
acabará con nosotros y será el fin de Roma. Me refiero, naturalmente, a las
gentes con las que convivimos en la península. Me refiero a las gentes que
llamamos itálicos.
A esos miles y miles de
personas los tratamos como ciudadanos de tercera clase. ¡Tal como digo!. Los
ciudadanos de primera clase son romanos, la segunda clase la constituyen los
que tienen derechos latinos y la tercera clase de ciudadano es el itálico.
Aquel al que no se considera con ningún derecho a participar en nuestras
asambleas romanas. Aquel a quien se grava con impuestos, se le flagela, se le
multa, se le extorsiona, se le saquea, se le explota. Aquel cuyos hijos no
están a seguro de nosotros, cuyas mujeres no están a seguro de nosotros, cuyas
propiedades no están a seguro de nosotros. Aquel a quien recurrimos para luchar
en nuestras guerras y financiar las tropas que nos entrega, aunque se le
obligue a consentir que seamos nosotros quienes tengamos el mando. Aquel que,
si hubiésemos cumplido nuestras promesas, no habría tenido que soportar las
colonias romanas y latinas en medio de sus tierras, pues prometimos plena
autonomía a los pueblos itálicos a cambio de tropas e impuestos, pero al que
burlamos sembrando sus fronteras de colonias, apropiándonos de lo mejor de su
mundo y negándole la entrada en el nuestro.
En Roma no tenemos rey. Sin
embargo, en Italia, hasta el último de nosotros actúa como un rey. Porque nos
gusta esa sensación, nos complace ver a nuestros inferiores arrastrándose ante
nuestras regias narices. ¡Nos gusta jugar a ser reyes!. Si los pueblos de
Italia fuesen realmente inferiores, habría excusa para ello. Pero lo cierto es
que los itálicos no son inferiores por naturaleza. Son sangre de nuestra
sangre. Si no lo fuesen, ¿cómo podría nadie de esta Cámara difamar a otro
miembro de ella por tener «sangre itálica»?. Yo he oído llamar itálico al gran
y glorioso Cayo Mario. ¡Al vencedor de los germanos!. He oído llamar ínsubro al
noble Lucio Calpurnio Pisón, cuyo padre murió valientemente en Burdigala. ¡He
oído censurar a Marco Antonio Orator porque tomó por segunda esposa a la hija
de un itálico, pese a que derrotó a los piratas y fue censor!.
Repito, los itálicos son sangre
de nuestra sangre. Han sido parte nada desdeñable de nuestros triunfos, en
Italia y en el extranjero. No son malos soldados. No son malos agricultores. No
son malos comerciantes. Tienen riquezas. Tienen una nobleza tan antigua como la
nuestra, dirigentes tan cultivados como los nuestros, mujeres tan cultas y
refinadas como las nuestras. Viven en el mismo tipo de casas que nosotros.
Comen los mismos alimentos que nosotros. Tienen tantos entendidos en vinos como
nosotros. Se parecen a nosotros.
¡Ya sé que la inmensa mayoría
de vosotros estáis en contra, pero me oiréis, padres conscriptos!. ¡Aunque
tengamos que estar aquí hasta el anochecer, me oiréis!. ¡Tengo intención de
presentar un decreto ante la Asamblea de la Plebe para conceder la ciudadanía
romana a todas las gentes desde el Arnus al Rhegium, desde el Rubico a Vereium,
desde el mar Toscano al Adriático!. ¡Ya es hora de que erradiquemos ese
terrible mal por el que en Italia se considera a un hombre superior a otro y de
que los romanos seamos una clase exclusiva!. ¡Padres conscriptos, Roma es
Italia e Italia es Roma!.¡Admitamos sin más demora ese hecho y demos la misma
consideración igualitaria a todos los que viven en Italia!
Lo que el Senado y el pueblo de
Roma deben comprender es que si continuamos negando la ciudadanía a las gentes
de Italia, habrá guerra. ¡Y no lo digo a la ligera!. Y antes de que alguno de
vosotros comience a ridiculizar a los pueblos de Italia como si fuese un
enemigo baladí, os recordaré que hace cuatrocientos años que participan con
nosotros en guerras, y que en ciertos casos la han hecho contra nosotros. Saben
cómo combatimos y ellos combaten igual. En el pasado, Roma ha tenido que hacer
ingentes esfuerzos para vencer a uno o dos pueblos itálicos. ¿Alguno de
vosotros ha olvidado Cannae, una derrota que nos infligió el pueblo samnio?.
Hasta Arausio, Cannae fue la peor derrota sufrida por Roma. Así pues, si ahora
los diversos pueblos de Italia deciden coligarse contra Roma, yo os planteo el
siguiente interrogante: ¿Puede Roma vencerlos?
Ya sé que la mayoría de los que
estáis sentados aquí creéis que la guerra es de todo punto imposible. Por dos
motivos. Primero, porque no creéis que los aliados itálicos encuentren jamás
razones para coligarse contra un solo enemigo. Segundo, porque pensáis que
ningún pueblo de Italia salvo Roma esté preparado para la guerra. Incluso entre
los que me apoyan sinceramente hay quienes son incapaces de creer que los
aliados itálicos estén preparados para la guerra; hasta el punto que no resulta
una exageración decir que ninguno de los que me apoyan lo cree. ¿Dónde están las
armas y las corazas?, se dicen. ¿Dónde los pertrechos y las tropas?. ¡Pues yo
os digo que están ahí!. Listos y a la espera. Italia está preparada. Si no les
concedemos la ciudadanía, los itálicos nos arruinarán con la guerra.
No me cabe duda, padres
conscriptos del Senado, de que os percatáis de que una guerra entre Italia y
Roma sería una guerra civil. Un conflicto entre hermanos. Un conflicto en la
tierra que llamamos nuestra y que ellos llaman suya. ¿Cómo podremos justificar
ante nuestros nietos semejante ruina de lo que habrían de heredar recurriendo a
argumentos tan endebles como los que oigo cada vez que se reúne esta Cámara?.
En la guerra civil no hay vencedores. Ni botín. Ni esclavos que vender. ¡Pensad
en lo que os pido que hagáis con mayor detenimiento y objetividad que nunca!.
No es un asunto emocional, ni un asunto de prejuicio. Ni para tomárselo a la
ligera. Lo que realmente trato de hacer es ahorrarle a mi querida Roma los horrores
de la guerra civil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario